Sombras Suecas. Al hilo del estreno de la serie El joven Wallander en Netflix, un repaso a los fantasmas de la sociedad sueca evocados en la novela negra de ese país.
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Sombras Suecas. Cap 17. Perdidos en el tiempo
Hubo un tiempo en el cual decir “sueca” evocaba en España la imagen de una joven escultural, rubia, tomando el sol en cualquier playa y en bikini, con fama de gran liberalidad en el trato. Con el tiempo, la imagen de Suecia evolucionó desde la zafiedad a la admiración por lo que parecía ser el espejo de una sociedad igualitaria: los ciudadanos pagaban onerosos impuestos, pero a cambio los servicios sociales eran de fábula: por ejemplo, hospitales de lo mejorcito hasta con refugio antiatómico por aquello de los tiempos de la Guerra Fría. Incluso supimos que Abba, la mítica banda musical había llegado a ser mal vista en el país por tener problemas con Hacienda.
La puntilla llegó cuando el cantante y letrista del grupo, Björn Ulvaeus, explicó en unas memorias que el vestuario exageradamente hortera que lucían los cantantes en sus actuaciones tenía su razón de ser en que era una forma de ahorrarse pagar al fisco. Según una ley de la Hacienda sueca, se podían desgravar aquellas vestimentas que no eran susceptibles de ser utilizadas por la calle por su aspecto estrafalario o indignante.
Una picardía más bien mediterránea, pero por estos pagos venía a ser la excepción que confirmaba la regla. Para los españoles de aquellos años, Suecia era mucha Suecia, una sociedad en la que ni siquiera existe el “usted” en el trato.
En el tránsito de los sesenta a los setenta, un periodista italiano que residía en el país y estaba felizmente casado con una sueca escribió un libro que tuvo un éxito arrollador. Suecia, infierno y paraíso de Enrico Altavilla fue un título frecuente en las librerías españolas de los años setenta. En realidad fue un éxito en todos los países latinos porque intentaba explicar los pros y los contras de los suecos, que según el escritor nacional Hjalmar Söderberg siempre están luchando entre los deseos de la carne y la eterna soledad del alma.
Pero en aquella España ramplona en la que primaba la perspectiva que se daba en las películas de José Luis López Vázquez, Alfredo Landa, Andrés Pajares o Antonio Ozores, lo que buscaban muchos lectores era solazarse con la descripción de lo que tenía Suecia de paraíso, no de infierno; o fantasear con que aquí los machos hispanos eran muy capaces de “curar” –léase con todas las segundas intenciones que se quieran- los males de las suecas, supuestamente fáciles y ninfómanas pero que Altavilla llegaba a calificar de “frígidas”.
Una lectura mucho más amable reflejaba los aspectos altamente positivos de los suecos, su honestidad, liberalidad, educación y capacidad crítica y eso en tantos campos, desde la religión a la economía pasando por la ciencia. A pesar del cine de Ingmar Bergman. A pesar de la soledad, que es la enfermedad nacional sueca (la ensamhet) o del alcoholismo, las tendencias suicidas y otros males: la imagen que proyectaba la Suecia de los años setenta del siglo pasado era altamente positiva a ojos de cualquier persona progresista de nuestro país.
Muchos años después, el otro día, me vi la serie El joven Wallander, un estreno de Netflix para este mes de septiembre; direccion de Ole Endresen y Jens Jonsson, producción noruega, 6 capítulos, una sola temporada. Se supone que ese personaje es el comisario Kurt Wallander en su juventud, pero eso es imposible dado que la serie está ambientada en la actualidad y el personaje nació, supuestamente en 1948. En realidad da lo mismo, quizás el productor piensa en serializar biográficamente todos casos del célebre detective sueco imaginado por Henning Mankell.
Y la imagen de la Suecia que nos muestra la serie está en las antípodas del país originario de las suecas de hace sesenta años. Cierto es que Mankell escribía sobre la corrupción y otros fantasmas de su país y que, de hecho, el éxito de la nueva novela negra sueca se basa en la denuncia de los aspectos más lúgubres del país escandinavo.
Pero aun así, El joven Wallander añade al trasfondo literario habitual de Mankell una descripción visual de la Suecia de hoy, con una modernidad fallida: barrios periféricos tan miserables como los de Paris o Bruselas; inmigración mal o nada insertada en el entorno social; viejas familias suecas de clase alta de toda la vida con sus mayorazgos y su poder más allá de la ley; los grupos de la ultraderecha xenófoba creciendo como hongos sobre la descomposición. La historia transcurre además en Malmö, la tercera ciudad de Suecia y la mayor en cuanto a porcentaje de inmigración, con un censo de más de ciento setenta nacionalidades y conocidos casos de antisemitismo.
¿Se trata del final de una evolución, de un momento puntual que es el de otros muchos países europeos? Sí y no. Entre 1935 y 1975 se aplicaron leyes eugenésicas—aprobadas en el Parlamento— que se saldaron con 63.000 esterilizaciones y 4.500 lobotomías, muchas de ellas practicadas entre población gitana. El gobierno sueco terminó ofreciendo compensaciones, pero no es algo de lo que los suecos se sientan orgullosos.
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