viernes, noviembre 22, 2024
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Planeta Fútbol. Cap. 8. Perdidos en el Tiempo

El significado político de los deportes de masas, y especialmente el fútbol ha evolucionado mucho en los últimos setenta años. Ello ha generado algunos interesantes estudios académicos

El significado político de los deportes de masas, y especialmente el fútbol ha evolucionado mucho en los últimos setenta años. Ello ha generado algunos interesantes estudios académicos

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Planeta Fútbol. Cap. 8. Perdidos en el Tiempo

El deporte de masas recibió dos fuertes impulsos en los últimos sesenta y tantos años, debidos a la televisión y a la Guerra Fría. Para hablar con precisión, la televisión vino combinada, en un primer momento con el transistor, que permitía seguir los encuentros desde cualquier lugar, entre amigos, y estaba al alcance de todos los bolsillos. Pero sin lugar a dudas, la tele fue la formidable palestra universal a la que podía acceder la población mundial sin restricciones por primera vez en la historia, ocupando los mejores asientos posibles: en primera fila o incluso en pleno campo.

La gran confrontación bipolar que supuso la Guerra Fría le dio un trasfondo político a los encuentros más espectaculares. En un mundo que temía el holocausto nuclear en el momento más inesperado, al más mínimo error, la competición deportiva parecía ser una sana válvula de escape.

El significado político de los deportes de masas, y especialmente el fútbol ha evolucionado mucho en los últimos setenta años. Ello ha generado algunos interesantes estudios académicos
El significado político de los deportes de masas, y especialmente el fútbol ha evolucionado mucho en los últimos setenta años. Ello ha generado algunos interesantes estudios académicos

Por supuesto, casi cualquier deporte podía sublimar esa “pacífica coexistencia”. Para choques directos entre los Estados Unidos y la Unión Soviética el fútbol, el baseball o el rugby no eran lo más adecuado puesto que bien una u otra de las dos superpotencias  no compartía con su adversaria el imprescindible tirón social hacia alguno de esos deportes. Así, la confrontación se circunscribía al jockey sobre hielo, baloncesto, boxeo o incluso ajedrez, con algunos partidos épicos como la gran final de basket entre las selecciones soviética y estadounidense en los Juegos Olímpicos de Munich, en 1972; o el duelo entre Bobby Fischer y Boris  Spassky en el  mundial de ajedrez de ese mismo año. Para la importancia simbólica de la selección soviética de hockey sobre hielo tenéis el formidable documental Red Army (Gabr Polsky, 2014); en torno a los denodados intentos de crear una selección norcoreana de fútbol que pudiera aspirar a ganar el mundial, podéis leer Soldados del gol, el estudio del periodista catalán Roger Mateos (Eurasian Hub, 2013).

El final de la Guerra Fría no terminó con la carga política de los deportes de masas, y más en especial, el fútbol. Los nuevos políticos populistas han combinado su impacto  social con el mundo de los negocios, como hizo Silvio Berlusconi en Italia, que en 1994 definió su ingreso en política como la “discesa in campo”, la salida al campo.

En los años de la posguerra fría también ha tenido un ocasional protagonismo en el desencadenamiento de conflictos identitarios tal como en el caso de las guerras de secesión yugoslavas, fenómeno al cual el historiador Richard Mills dedicó un excelente trabajo. Desde la aparición de los primeros grupos de forofos radicales en la segunda mitad de los años ochenta —que vehicularon el resurgente nacionalismo en todas las repúblicas tras la muerte de Tito— el autor traza la identificación entre política y fútbol, entendida como fenómeno social, más que deportivo. Aún si la radiografía de lo sucedido en Yugoslavia es ya un clásico, no debemos olvidar otros ejemplos similares, como el reclutamiento de parte de milicianos interahamwe entre la hinchada de algunos equipos durante el genocidio de 1994 en Ruanda —y del asesinato de seguidores y jugadores tutsis en todos los clubs—. Lo mismo se puede encontrar durante la guerra del Donbass en Ucrania en 2014: los clubes de fútbol se alinearon con uno u otro bando y llegaron a suministrar combatientes para las milicias ucranianas o pro-rusas.

Estos casos extremos no dejan de ser síntomas puntuales pero si es cierto que el fútbol se ha convertido en un fenómeno de relevancia social y política digno de ser estudiado por sociólogos. Aparte de los reportajes sobre el fenómeno de los hooligans –recordemos el ya veterano Entre los vándalos de Bill Bufford– los estudios sociológicos sobre el fenómeno futbolístico empiezan a ser frecuentes y de calidad académica, tales como el ambicioso How Soccer Explains the World de Franklin Foer, sobre el fútbol como sector económico clave en la globalización o Soccer vs States de Gabriel Kuhn, sobre la faceta radical y hasta antisistema del deporte rey.

Lo que no ha cambiado en todos estos años es la imagen del fútbol como gran ilusión, desde un Kubala que en los cincuenta atravesaba el Telón de Acero hacia Occidente hasta el niño uruguayo Fernando Torres “Tito”, un crío superdotado para el fútbol, protagonista del film Mi mundial (Carlos Andrés Morelli, 2017) que un buen día recibe la oferta de un contrato que puede sacarle a él y su familia de la miseria.

Pero eso, por otra parte, es otra historia, una de esos argumentos clásicos mil veces repetidos en la historia del cine y la literatura, una semilla inmortal.

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