lunes, noviembre 17, 2025
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CRÓNICA I – PUZLES VETERANOS — WILLIAM PARKER HEART TRIO – XXVIII Festival de Jazz US

Se viene el regreso del Festival de Jazz de la Universidad de Sevilla, ¡su edición XXVIII! Tan sólo 4 días de música de alto nivel, comienza hoy mismo, 22 de octubre y podrás disfrutarlo hasta el sábado 25 de octubre, tarde que aguarda un concierto doble como cierre de esta edición.

Por mi parte, podré cubrirlo parcialmente para la saga de PARTITURA PARA EL FUEGO, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad musical de Sevilla.


 

El aire está cambiando, lo aprecio con sólo mirar a un punto fijamente hasta que desaparece el punto, y ya no estoy mirando a nada a pesar de tener los ojos bien abiertos. Mis compañeras, las palomas, están muy nerviosas. Apenas puedo mantener una conversación decente con ellas, se dispersan, no atienden a la tormenta dialéctica que estamos intentando atravesar y, la verdad, me da coraje. Tuve que echarme a la calle, ansioso por empatía, y allá abajo uno se asfixia con tanto turismo, me tuve que obligar a caminar con las manos en los bolsillos. De lo contrario, un gesto de manos, en un dios como yo, puede significar un movimiento de placas que ensanche las avenidas, arrojando los edificios cientos de metros atrás. Sería gracioso ver a los dueños de los coches fosilizados contra el asfalto, pero me contuve, uno se hace mayor milenio tras milenio.

Tras un rato caminando, llegué a las puertas de la mala suerte: Un cartel me anunció que ya estaba en curso mi semana favorita del año, aquella en la que se celebraba el  Festival de Jazz de la Universidad de Sevilla, ¡ya con su edición XXVIII! Me había perdido la mitad de aquellos eventos, pero esa misma tarde, en Espacio Turina, tendría lugar un encuentro de alta gama: WILLIAM PARKER “HEART TRIO”, jazzistas que combinaban instrumentos tradicionales africanos con otros hechos por sí mismos, así como clásicos de percusión y viento. Me dirigí hacia el auditorio, próximos a Las Setas, y fui lanzando guiños (guiños de deidad, no cualquier espasmo de carne, entiéndase) a los viandantes que vi con sombrero o camisa hawaiana, ya no digamos si iban con tacones o portaban colgantes con un trisquel; todos, sin excepción, plegaban sus voluntades a mis pasos y me siguieron hasta el patio de butacas de aquella sala.

El personal del recinto siempre goza de mucha amabilidad, todo hay que decirlo, tomé un programa de mano (bueno, todos el séquito involuntario tomó aquellos folletos, dejamos la mesa limpita), y, una vez me dejé caer en la mitad de aquellas filas, desactivé la mímesis forzosa de sus neuronas espejo. Tampoco es que me paguen por ser guía turístico. La luz azul bañaba aquel escenario, en el que ya se contemplaban numerosos instrumentos, los cuales la mayoría era incapaz de nombrar (soy Vilama, un dios todopoderoso, pero no un sabelotodo, ¿ok? A nadie le gustan los listillos…). Exploré el programa de mano para averiguar algo más y vi que anunciaban: “Aquí William toca doson ngoni, dudek y flautas de bambú, cedro y nogal. Cooper-Moore toca su ashimba artesanal (una suerte de xilófono) y el arpa. Hamid Drake toca el tambor y la batería”. Te adelanto que además tocaron el shakuhachi. Y se cantó. Perfecto. No me da vergüenza reconocer que, de todo ese armamento sonoro, doy gracias por conocer sólo la batería. ¡¿Cómo sonaría un doson ngoni?! La ansiedad daba bocados pero nada le alimentaría hasta que empezara a brotar la música.

Leí también que el “Heart trio” era su debut discográfico como trío, tras una extensa carrera, ojo a la exclusividad. Salió finalmente a escena el trío, muy chill todo, la edad y la autoridad es lo que tiene. De hecho, Cooper-Moore salió con una muleta, pero, eso sí, todos con estilazo, que si cazadora muy 80’s, gorra jazzística por excelencia, pañuelo y chalequito por otro lado. Esencia pura. Comenzó a concurrir las primeras notas como cae la lluvia que nadie espera, con delicadeza de incursión, con una sección rítmica fuerte y unos vientos impredecibles. Las melodías fueron encontrándose y perdiéndose de vista, para luego volver, y el público lo escuchaba con cierta intención resolutiva, les veían pretendiendo descifrar el enigma, y me pareció que tardaron que dejarse llevar, sin más. Ahí estaba el secreto.

De hecho, sólo un par de parejas no entendieron nada y se fueron en la primera canción, una cobardía respetable, supongo, pero no saben lo que se perdieron desde entonces. La experimentación estaba bien servida, podías enfocar tu atención a las baquetas rojas del batería o a observar cómo maniobraba con ese extravagante instrumento de viento que presentaba el propio Parker. Pasaron de canción a canción, e iban cambiando de instrumentos, a veces incluso dentro del mismo tema, algunos de ellos eran aupados con amplificadores que tenían tras de sí, pero había mucho de juego para el espectador, que no sabía qué ritmo o qué sonido se arrojaría desde aquel escenario para todos los presentes.

Sin duda, ellos disfrutaban muchísimo tocando, se les notaba. Tenían esa conexión tan pulida que tocaban con los ojos cerrados y una sonrisa en la cara. Reaccionaban a los cambios de intensidad o los silencios de sus compañeros, trataban de no perder el ritmo mientras la réplica era un contratempo evidente. Aquella música tenía algo de hipnótico, de mantra anquilosado en los siglos, rejuvenecido en forma de jazz, que zigzagueba con otros géneros, casi como un cuento que se narrase capa a capa.

De hecho, esa sensación de estar dentro de las historias de Sherezade se daba especialmente en las piezas en las que se acompañaba con cánticos o cuando minimizaban el volumen de aquellas intervenciones sin perder el aliento de los bpms. Casi les envidiaba por su poder de tener a todos embobados, si soy sincero. Los fotógrafos, a los costados de la sala, se inclinaban sobre sus teleobjetivos para sacar buenas instantáneas de los artistas. A mí, estos músicos, me sacaban de mis asuntos, el mundo estaba muy lejos, más allá de las puerta del auditorio, por lo que agradecía ese nuevo espacio que estaban creando para nosotros.

Tocaron unos seis temas, o eso quise entender, porque ya sabemos que las canciones de jazz pueden extenderse en el espacio-tiempo casi cuanto quieran, y no era fácil porque a veces iban cayendo en intensidad o participación los instrumentos pero había uno de ellos que proseguía, sin dejar morir la música, hasta que comenzaban los demás con otros aires. A saber cómo montaron su puzle de setlist. Mención especial merece la última pieza, a pequeña melodía suave de William Parker, acompañado sutilmente por Hamid Drake al tambor tradicional, como si guiase con pulsos a una pequeña luna que cabía bajo el brazo. Fue un broche sutil para una tarde copiosa de sensaciones musicales. Los aplausos fueron sinceros, aunque ellos, con la misma serenidad, los aceptaron y se fueron pronto de allí. Todo muy chill.

 

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