El vuelo de los rompetanques y el piloto de Stuka que nunca renegó de su pasado nazi, es el octavo artículo de una serie que dedicaré a los escenarios, los personajes y la atmósfera de mi novela Stuka.
El Berlín del verano olímpico de 1936 y los últimos cabarets, la capital del Tercer Reich en los días del derrumbamiento del régimen nazi, asediada la ciudad por el Ejército Rojo en 1945, los pueblos escalonados del Alto Maestrazgo y un epílogo inquietante en el aeródromo de La Virgen del Camino son algunos de los lugares donde transcurre la trama de Stuka, una novela sobre la identidad sexual y la violencia que sufren las mujeres en tiempo de guerra, más allá de la historia negra de un bombardero.
Os invito a hacer conmigo este recorrido.
El vuelo de los rompetanques y el piloto de Stuka que nunca renegó de su pasado nazi
Les llamaban los cascanueces, los rompetanques, los panzerkancker en alemán, porque eso es lo que hacían con los dos cañones BK 3,7 suspendidos bajo las alas; reventar carros blindados desde el aire. Carros acorazados rusos, que avanzaban por las llanuras de Ucrania hacia el río Dniéster para hacerse con los campos de petróleo rumanos de Ploesti que abastecían a la Wehrmacht.
Aquellos Stukas que volaban sobre Ucrania en el inverno de 1944 se habían quedado obsoletos para la guerra en el aire. Más lentos y menos maniobrables que otros aviones más modernos, mejor equipados, todavía servían, sin embargo, para lanzarse en picado contra los movimientos de tropas. En lugar de arrojar una bomba y remontar el vuelo, como al principio de su carrera, los aviadores que los pilotaban disparaban ahora los dos cañones sujetos bajo las alas de gaviota invertida.
Y el as de aquellos últimos Stukas, el piloto que mejor manejaba aquel modelo mejorado del Junker 87, era un hombre que había logrado hundir nada menos que un acorazado soviético, el Marat, buque insignia de la flota del Báltico, después de arrojarle una bomba de una tonelada durante el sitio de Leningrado. Un aviador que había volado en más de un millar de misiones de combate, desde Stanlingrado a la batalla de Kursk. Un héroe nacional que había recibido de manos del mismísimo Adolf Hitler la Cruz de Hierro con Hojas de Roble; Hans-Ulrich Rudel.
Nos encontramos en los últimos días del invierno de 1944. La guerra no se puede ganar ya, pero Rudel es de los que piensa que solo el que se da por vencido está perdido. Y vuela sobre el cauce del río Dniéster junto a otros dos pilotos en una misión rutinaria. Así hace su entrada en las páginas de Stuka, la novela que he escrito, uno de los personajes reales de esta historia.
Rudel, el hombre que no dejaba a ninguno de sus compañeros atrás si podía evitarlo, desciende sobre un barrizal para recoger a la tripulación de un avión caído y acaba atravesando a nado el caudaloso Dniéster para volver a las líneas alemanas, incapaz de despegar de nuevo.
Lo cuenta en un libro de memorias Piloto de Stuka, que me ha servido como fuente de documentación para la novela. Y conviene no mitificar al personaje real, como han hecho en más de una ocasión con otros ases de la Lutwaffe, como Adolf Galland, o Werner Mölders. Conviene no confundir la lealtad y la nobleza cuando sirven a una causa infame; la de la Alemania nazi.
Porque Rudel, que sobrevivió a la guerra y se refugió durante algunos años en Latinoamérica, como tantos huidos del régimen genocida, nunca renegó de su ideología nacionalista. Nunca.
Amigo y confidente de Perón en Argentina, del dictador Stroessner en Paraguay, fundador de una organización de apoyo a los criminales de guerra alemanes, miembros de las SS y la Gestapo, el piloto de Stuka por antonomasia regresaría a Alemania Occidental en 1953 para participar en las elecciones federales como representante del Partido del Imperio Alemán, de corte neonazi. Pero no salió elegido. Y en los años setenta provocaría un escándalo político que terminó con ceses y dimisiones en el Ministerio de Defensa alemán por haber asistido a una reunión de veteranos en una base aérea. A Alemania le costaba, le cuesta todavía, sacudirse la sombra del fascismo.
Pero por Stuka se mueven otros ases de la aviación alemana. Ases de la primera Guerra Mundial como Ernst Udet, aficionado a los cabarets, el hombre que inclinó la balanza para que la fábrica Junkers fabricara el Stuka para la Luftwaffe. O Wolfram von Richtofen, primo del célebre Barón Rojo que falleció en la Primera Guerra Mundial, cuando los combates en el aire eran el último refugio de los caballeros. Wolfram von Richtofen, que dirigió a la Legión Cóndor en España. O el mismísimo Hermann Goering, otro héroe de la Gran Guerra convertido en un jerarca extravagante al frente de la Luftwaffe. El hombre que, entre la soberbia y la fanfarronería, sería capaz de decirle a Hitler que sus pilotos barrerían a la RAF durante la Batalla de Inglaterra.
Y nada más lejos de la verdad. Los cielos de sur de Inglaterra fueron el lugar donde por primera vez los temibles Stuka que habían bombardeado Teruel y el Alto Maestrazgo durante la Guerra Civil Española, Polonia y Francia, en los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial, se mostraron vulnerables. Incapaces de batirse con los rápidos Spitfire y Hurricanes ingleses, al biplaza alemán no le quedaba otra opción que mudar de piel. Dejar de arrojar bombas. Y ponerse a romper nueces.
Stuka, la novela de Carlos Fidalgo, coordinador del departamento de Periodismo de Espacio 17 Musas, ha sido galardonada con el Premio Letras del Mediterráneo de Novela Histórica que concede la Diputación de Castellón. Ha sido editada en formato digital y papel, puedes consultar donde está disponible en la página web de Algaida Novela.