El reciente debate en torno a la salida del emérito de España ha reactivado por unos pocos días la vieja polémica en torno a la república o monarquía en nuestro país.
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Fetiches de nuestra historia: república y monarquía. Cap. 9. Perdidos en tiempo.
Decía Churchill, el gran padre natural de los aforismos de trascendencia política, que “los Balcanes producen más historia de la que pueden consumir”; y aunque quizá ni él mismo lo supiera, incluía a los Balcanes ultraoccidentales, esto es, la Península Ibérica. En España, más que en Portugal, vivimos obsesionados con reescribir nuestra propia historia, cambiando oportunamente principios o finales.
Esa pretensión viene viciada de origen porque supone la inexistencia de nuevos modelos, nuevas alternativas, nuevos conceptos adaptadas a los nuevos tiempos. La idea fetiche consiste en volver al pasado para cambiar el presente. Pero eso, en realidad, resulta escasamente práctico más allá de las ocasionales polvaredas en redes sociales o las charlas en torno a unas cervezas.
Un ejemplo actualizado: el cuestionamiento de la monarquía como modelo político caduco. Y, sobre todo, la reivindicación de la república como actitud progresista, como si viviéramos en 1931 -no ya en 1933 o 1934, claro está. O incluso a mediados del siglo XIX, en tiempos de Mazzini, cuando ser republicano en una Europa casi íntegramente monárquica equivalía a ser un revolucionario.
En nuestros días, las cosas han cambiado radicalmente. Europa es mayoritariamente republicana, con sólo diez monarquías, incluyendo aquí a Luxemburgo, Mónaco y Andorra. Lo cual supone que en el actual contexto histórico, los militantes del Frente Nacional Francés (actual Rassemblement National) son republicanos a machamartillo. Y también la ultraderecha flamenca, tanto la N-VA como los neofascistas de Vlaams Belang: todos republicanos contra la monarquía belga. Lo mismo sucede con la Liga Norte o Allianz für Deutschland. Republicana es la Hungría iliberal de Orban, un régimen autoritario instalado en el centro de la UE. Y fuera de las fronteras europeas, todos los caudillos populistas y ultras son republicanos, desde Duterte a Bolsonaro, de Erdogan a Modi o Bukele.
Volviendo a Europa, nos encontramos con que seis principales monarquías se corresponden con los países de mayor renta per cápita y estabilidad política del viejo continente: Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega, Suecia y Gran Bretaña. Así que el manido recurso a argumentar que la idea de un rey hereditario está caduca “en pleno siglo XXI” parece provenir de indigestiones de historia propia y dieta rigurosa de los necesarios referentes de nuestro entorno próximo.
Y esto viene de antiguo. La idea federal tuvo su gran momento en Europa durante los años centrales del siglo XIX. Pero para cuando se proclama la Primera República, federal, en España, en 1873, se llegaba tarde: hacía ya dos años que Bismarck había impuesto el modelo de estado nación y nacionalista, centralizado en el continente. Algo parecido había sucedido en los Estados Unidos, donde la derrota de la Confederación en 1865 liquidó de facto la idea de que los Estados miembros podrían retirarse a voluntad. Triunfando así la idea de que los EEUU eran un estado nacional, compuesto por un pueblo irrevocablemente unido.
Aquí, la idea de república parece haber quedado vinculada a un avance social y político que sí era posible en la España de los años treinta del siglo pasado, pero que nueve décadas más tarde no queda claro qué ventajas traería ni cómo podría implementarse en un país que forma parte de la Unión Europea; lo cual implica que una parte sustancial de la calidad de su ordenamiento jurídico-político, no digamos de su economía, depende de Bruselas por activa o por pasiva.
¿Monarquía, república? Más allá de las filias y fobias personales o de los chascarrillos cotidianos, mientras quede salvaguardado el control de los poderes democráticos sobre el monarca o el presidente, ¿es tan importante en este país de la pandemia y la crisis?
En realidad, en estas Españas nuestras, que ya no son dos, sino más, los problemas de la relación entre los ciudadanos y el Estado no parecen tener tanto que ver con el modelo republicano o monárquico, como con la importancia que tienen las redes clientelares incrustadas en el tejido social. Este hecho, que es común a casi todos los países del Mediterráneo genera fricciones constantes entre las mismas redes pero sobre todo con el poder. El resultado de todo ello queda sintetizado en la célebre exclamación de los campesinos italianos: Piove, governo ladro! (Llueve: ¡gobierno ladrón!)
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