A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA XLII: “VOICE NOISE” – Jan Martens Y Grip
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
3 de mayo de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Unos oídos bien entrenados amplifican la visión del mundo. No necesitas ser un murciélago dotado de sónar, tan sólo se requiere un mínimo de atención, algo al alcance de cualquiera con un mínimo de entrenamiento, todos nacemos con el poder, yo tuve la oportunidad de ponerlo en práctica al deambular por los pasillos del Teatro Central y recibir las conversaciones que fluctuaban entre el público recién llegado al auditorio. Había cierta expectativa con VOICE NOISE la obra de JAN MARTENS y GRIP.
Por mi parte, había salido de la Sala B con gran dosis de serenidad y esperaba encontrar en la Sala A una propuesta que equilibrase esta experiencia. Esta vez renunciaría a la primera fila, quería verlo desde las alturas, por lo que entré en sala y escalé las gradas hasta una céntrica posición telescópica (poco se habla de que los fantasmas también tenemos que someternos a la tiranía de las escaleras). Los seis bailarines rondaban el escenario, divertidos, diría que ansiosos por empezar, mientras dirigían miradas al público que ocupaba progresivamente sus butacas. Para comenzar el espectáculo, los bailarines tomaron sendos micrófonos con sus soportes y se colocaron en fila a lo largo del proscenio. Con ojos juguetones y rostro serio comenzaron a emitir sonidos diferentes, cada uno a un tiempo, como una recreación condensada y aleatoria de una cacofonía ambiental del día a día. Finalmente, fueron sujetando de dos en dos sus propios micros, como concentrando su energía y, como si entonase un dial de radio, se llegó a una dulce presentación de la obra, tras la cual comenzó con mucha energía.
En el centro del espacio había una tarima negra y rectangular que emitía reflejos de los cuerpos que allí bailaban, casi como un espejo empañado, multiplicando el efecto visual de las ágiles extremidades en plena coreografía. Durante todo el espectáculo la música fue un elemento con mucha personalidad que siempre sumó, pues hubo piezas hechas puramente con efectos vocales (como subrayando el título, VOICE NOISE) y otras como extractos de piezas con instrumentos. De hecho, otorgan tanta importancia al acompañamiento musical que en las butacas, a modo obsequio para el público, dejaron un folleto muy visual en el que recopilaron, a modo de desplegable, las piezas sonoras que se escucharían, su autoría, de dónde proceden y, lo que es mejor, una breve explicación del porqué es importante dentro de su visión. Resultado y entrega de unos oídos bien entrenados.
La tónica fue, tras un baile colectivo, iniciar una especie de rueda de turnos en los que los intérpretes bailaban en solitario. Luego fueron sumando intervenciones grupales o incluso hubo espacios para moverse por parejas o tríos, con entradas y salidas en la sincronización, lo cual generaba a veces hasta casi seis episodios de atención independientes de manera simultánea, es decir, el público no tenía la excusa para aburrirse. Todos demostraron un nivel en danza bastante elevado y exigente, con la proyectada levedad de sus cuerpos y la rápida precisión de sus músculos bien entrenados. Quisiera nombrarlos aquí, porque todos tienen muy impregnada su propia personalidad en su lenguaje corporal y nos hicieron transitar su imaginario corporal de la manera más efectiva: Elisha Mercelina, Courtney May Robertson, Pierre Adrien Touret, Sue-Yeon Youn, Steven Michel, y, como espectador atemporal que ha visto mucho, debo rendirme incondicionalmente al talento de Loeka Willems, sin duda la más enérgica y sobresaliente. ¡Bravo!
Durante la obra intercalaron momentos propios de historias cinematográficas o de narrativas literarias, cosa que me sorprendió, como los movimientos de focos que se desarrollaban abarcando y dejando al margen de los movimientos de algunos de los bailarines, provocando la atmósfera de un espacio expansivo y onírico; así como un episodio en los que se iban achicando contra el suelo a cámara lenta, como si la gravedad aumentase o virase, con sensación regalada de traspasar de la ligereza del espacio a la compresión más asfixiante. Unido a esto, hubo un momento en el que directamente se pusieron a gritar todos como si fueran atravesados por un hierro candente que dejó descolocado a gran parte del público, y a mí me recordó a alguna indigestión por culpa del picante que no quiero volver a sufrir.
Más allá de estos juegos, llegó un experimento en la recta final que me pareció demasiado extenso. Hablo, de nuevo, de la cámara lenta y la quietud. Volví a experimentar la misma tensión que en la obra anterior, que unos minutos estaba bien, pero alargar esa pretensión por más de diez o quince minutos me parecía un tour de fuerza mental que no todo el público estaba dispuesto a ofrecer, y algunos se desesperaron, por lo que pude oír. De hecho, el final fue apagándose poco a poco, luces, movimientos y energías, hasta el punto de seguir bailando en la oscuridad, luego llegó el silencio y nadie aplaudió, porque estaban desconcertados. Un tímido «gracias» llegó desde aquella oscuridad, y entonces entendimos que había sido el cierre y aplaudimos, aplaudimos con ganas, una merecida clausura a este acertado cuento y esos oídos bien entrenados.
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