A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA XLV: “DE NAO ALBET Y MARCEL BÒRRAS” – Nao Albet y Marcel Bòrras
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
11 de mayo de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
No hay méritos en la autoficción a estas alturas del calendario, los protagonistas de aquella noche lo declararon en una obra que empleó la ironía para exponer y reventar sus carreras dramatúrgicas y relaciones personales. Hablo de Nao Albet y Marcel Bòrras y su obra DE NAO ALBET Y MARCEL BÒRRAS, una temeridad propia de genios y locos, algo ambicioso que funciona como un compendio de sabiduría, metralla y humor. Me cayeron bien al instante.
Pero empecemos por el principio, estamos a final de temporada en el Teatro Central, esto es palpable. Hay cierta alegría tácita en los ojos de Neri y Montse cuando reciben con su cortesía usual a los invitados junto a la entrada, una suerte de superávit de entusiasmo. Lo noto también en la relajada postura, siempre formal y elegante, de los compañeros que velan por que todo esté donde deba estar a lo largo del vestíbulo, pasillos y salas. Hasta el propio público, que formó una cola enorme para acceder a la Sala B, tenía una algarabía inusual. El otro elemento presente y viscoso era mi esperanza ciega en que se cerrara la temporada con algunas obras de gran calado, ganadoras en la meritocracia interna de los programadores de este teatro. Estaba dispuesto a que me alistaran en alguna propuesta que me acercase al horizonte, un eidôlon entregado sólo se consigue tras los numerosos aciertos que ha demostrado este auditorio. Se abrió la sala y allí que fuimos todos. Lo que no sabía es que rogaría que me ataran a la butaca cuando comenzaran los cantos de sirena de la obra que arrojarían a las profundidades mi estúpida calma.
Aunque aquí la odisea es de estos dos artistas integrales (ellos crearon la dramaturgia, la escenografía, el vestuario, el espacio sonoro, gestionaron la iluminación, el sonido, interpretaron sus papeles y se… ¿autodirigieron?), quienes con muy pocos elementos, y mucha puntería para elegirlos, han sabido crear una atmósfera casi onírica en el que vivimos durante una hora y cuarenta minutos de la sucesión de recuerdos, conflictos, ambiciones e improvisaciones que sus personajes (sus yoes irónicamente autoficcionales) cruzan y nos hacen cruzar.
He visto veinticuatro siglos de Artes Escénicas y no sabría (ni querría) intentar explicar la forma y fondo de esta obra. He ahí su poder. Como público encontramos desde metarecreaciones de personajes, allanamiento de los límites de la vergüenza, armas de fogueo con música metal de fondo, reencuentros en la tercera edad, métodos de superación de traumas que asustarían a Freud, Lacan y compañía, mímica, intervención de otros participantes, rapeos (con muchísimo flow), humor negro, viajes en el tiempo, bromas lumínicas, recopilatorios fotográficos, juegos de palabras, y hasta un par de puestos de merchandising. ¿He contado algo? ¿Sabes de qué va la obra o cómo se desarrolla? Ya te lo dije, ni sabría ni querría contarlo mejor, porque el impacto que se recibe minuto a minuto con tanta emoción y tablas merece ser disfrutado a toda intensidad.
Para mí rozaron la excelencia. Al entrar en sala, una pantalla vertical de gran tamaño exponía un discurso con el que subrayaban que aquella obra era «un espectáculo de buena fe» creado, decían, «sin artificio ni contención». No me creo nada de esa declaración de intenciones, por supuesto, máxime cuando se llega a desear la muerte a alguien del público (alguien anónimo, no señalaron al mortal afortunado, que espero que no estuviesen pensando en mí, porque vaya tiro más errado desear la muerte a un fantasma…). Aunque en su defensa, también el público llegará a votar quién de los dos merecerá sufrir un «cáncer de Ego». Una delicia si abrazas la obra con la mente abierta y el sentido de la comedia bien afilado.
Y es que por aquí va el hilo conductor de la obra: el Ego. ¿Qué hacemos con esa cometa, que a veces la levanta tan alto nuestro propio aliento, y hace una sombra perfecta al vecino, que está en su toalla de playa, expectante para el bronceado? Ese pálpito interior, a veces tan necesario, otras, sin embargo, nos lleva a competiciones, rencillas o venganzas propias de sensiblones y malasangres. Son muy peligrosas las cometas si no se vigilan. Mareas circulares, como circular es esta obra, cuyo final se anticipó en el arranque como una promesa de meta, un «confía en mí», tras el que dar volantazos y tomar desvíos, en dirección incierta, sólo en apariencia de espectador, pero con el destino fijado y la tenacidad de los obsesivos.
Se aplaudió fuerte y largo aquellos méritos, y hasta poco me pareció para lo que merecían. Fuimos saliendo y ellos nos esperaban en el vestíbulo, parapetados con aquellos puestos que comentaba. Yo, como siempre, afinaba el oído, me gusta sentir el primer escalofrío de la audiencia. Oí que una mujer preguntaba a su pareja: «Pero, ¿se separan de verdad?», y su interlocutor no supo dar respuesta. Eché un último vistazo al vestíbulo, los espectadores se dispersaban, y la noche caía al otro lado de su cristalera, con una oscuridad que simulaba a cúpulas veraniegas. No es por elevar la cometa de estos creadores ni de los trabajadores del Teatro Central pero… parece que sopla algo de viento.
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