A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA XIX: “PRIMERA SANGRE” – María Velasco, Centro Dramático Nacional y Teatre Nacional de Catalunya
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
21 de marzo de 2025 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Temer a los vivos, rodearse de los muertos. Si es una condición muy tétrica, de la soledad. No es un alegato a mi favor como ediôlon, es una idea recurrente que atravesó el pasado fin de semana la Sala Chácena del Teatro Central al recoger PRIMERA SANGRE, la obra de María Velasco, Centro Dramático Nacional y Teatre Nacional de Catalunya. Una obra que se presentaba dura y necesaria desde su sinopsis esbozada en los folletos dispuestos al público: «A medio camino entre el memorial, el thriller y el cuento de fantasmas, la obra obliga a la reflexión en torno a los abusos sobre la infancia». Ante nosotros, un espacio enorme, alfombrado de tierra, como un semiabandonado patio de recreo con una escalera al fondo, un acceso a un pasillo a la altura de un piso superior, apenas parapetado tras una barandilla. Aquel espacio escénico estaba plagado de puertas y trampillas, algunas visibles y otras escondidas al ojo distraído. Un entorno dispuesto para plasmar el estrecho universo en el que se desenvuelven unas niñas que sienten la presencia invisible del dolor y la muerte respirándoles sobre la nuca.
Comenzó la obra con una proyección de viejos dibujos animados, los tres cerditos, aunque el acompañamiento sonoro no era el propio. Luego todo tornó a una película inquietante, disfraces de cerdos a tamaño humano bailando con mujeres y, mucho más tarde, escenas granjeras de sacrificio de cerdos mientras oíamos la cantarina distracción de aquellos dibujos animados del principio. Espeluznante, desde luego, pero respaldado por el primer texto que dijo la primera actriz en escena: «Los poetas nos han engañado. Las niñas se parecen más a los cerdos que a las flores». Y esa analogía estaría presente en toda la obra. El acierto actoral también radica en algo muy físico y visual: las actrices, todas excelentes y con una proyección imponente, tienen una fisiología que fácilmente las hace pasar por adolescentes, máxime cuando fueron acompañadas de un vestuario y peinados infantilizados, que reforzaban todo un empeño consciente en ejecutar movimientos, tics y formas de hablar que nos trasladan a escenarios comunes de la memoria de aquellos años. Por ello quiero nombrarlas aquí: Valèria Sorolla, María Cerezuela, y Javiera Paz (y alta atención a los momentos de danza que se marcará esta última de forma intermitente durante la obra).
Una de las niñas, presente física o verbalmente en todo momento, es Laura, una niña asesinada, sin razón aparente, sin asesino localizable, que cambió la gravedad emocional de aquel posible pueblo en el que se desarrolló toda la trama. La misma se aparecería a las demás niñas, sus amigas. «¿Eres tú un fantasma? ¿Por qué sigues aquí entre nosotros veinte años más tarde?». Para mí, que llevo veinticuatro siglos vagando por el espacio-tiempo, esa veintena postmortem no me parece nada, pero entiendo la sorpresa de los mortales. Pero como bien se dijo poco después, «El teatro es un lugar donde los muertos juegan con los vivos». Y no podía estar más de acuerdo.
Otro de los temas que rondan la obra es la primera sangre femenina, la menarquia, aquí con dimensión doble, la del desarrollo natural y la del infanticidio (o feminicidio, sería más correcto). Importante será el papel de una suerte de pedagoga, un referente dentro del mundo para las niñas, con sus propias preocupaciones, y que está interpretado por Vidda Priego. En torno a la sangre, vuelve el eco de aquella idea: «No hay que temer miedo a los muertos, sino de los vivos». Hubo diálogos impactantes como aquel que decía: «¿No has visto que somos las únicas chicas del barrio? (a lo que responde su amiga) ¡Será porque nos matan!». Y en relación directa a esto, encontramos la única figura masculina de la obra, un policía, el padre de una de las niñas, que veremos como transita en poco tiempo desde la determinación de capturar al responsable hasta la consumición alcohólica que reviste un serio sentimiento de culpa por no ser capaz de encontrarlo e, incluso, por haber truncado esa posibilidad. Porque los cuerpos seguían apareciendo… «No perdimos las pruebas. ¡Nos las bebimos!» diría alzando una copa, «para ahogar las penas que hacían una coreografía que ni la natación sincronizada». Este personaje, a pesar de ostentar uno de los mayores traumas emocionales, también aportaba los alivios cómicos, tarea ardua, un trabajo impresionante de Francisco Reyes.
En otro sentido, en el amor a las palabras, al Arte, me gustó apreciar referencias a Lovecraft («No existe nada tan peligroso y terrible como la gente normal»), a Frankenstein, con la proyección de una de sus versiones más clásicas en blanco y negro, a Pizarnik («Qué hare con el miedo»), a Dorothy y El Mago de Oz («There not place like home» que complementaron con «quiere decir: ¡Quédate en tu puta casa a salvo!») o, incluso, a la enérgica canción de Nirvana, Rape me. También se proyectó, casi al final de la obra, zooms importantes a la obra de Henry Darger, escritor y pintor estadounidense, que recordaba un poco a la entropía de El Bosco, pero cuyas protagonistas eran niñas (y algunos niños) que, por resumirlo muy por encima, lo pasan bastante mal en contacto con los adultos, todo un ejercicio de denuncia frente a numerosos atropellos y guerras.
La obra avanzaba y no era parca de críticas sociales, como aquella que definía tradición como «cosa que se hace por costumbre» y costumbre como «pereza». Que incluso más tarde complementarían con «pereza, la artrosis del riesgo». O aquel otro caso en el que aquel actor comenzaba a toser en mitad de un monólogo, se salía del papel (aparentemente), pedía un caramelo al público (rápida salió una mujer a darle no uno, sino ocho caramelos) para luego continuar con el texto que acababa en pleno grito, indignado, con un «¡¿De verdad sólo una puta persona me ha dado un caramelo? ¿Lo guardáis para las niñas?!». Una actuación impecable que buscaba criticar la quietud boba, la permisividad frente a los abusos, o el establecimiento de «hombres y mujeres satisfechos con su insatisfacción».
Por la parte que me toca, me gustó ese tratamiento especial con los fantasmas. «Los muertos están entre nosotros / Los muertos no existen / Nos hablan pero de un modo que no lo apreciamos». La de veces que he intentado comunicarme con mi compañero de butaca sin éxito… pero la escritura remedia lo que la conversación pierde. Por eso alguna de aquellas niñas solicitaban al espectro de su amiga muerta que volviese y atormentara a los vivos, que «si ya no creen en los fantasmas, sé el cambio climático». Una de las imágenes finales fue de las más poderosas: Tres amigas con las brazos entrelazados, girando en pleno juego, en aquel patio de recreo decadente, bajo la luz densa de los focos rojos, que todo lo pintaban del color de la sangre. Una unión que pervive más allá de la muerte.
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