sábado, abril 19, 2025
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SIN FE, ESPERANZA NI AMOR – Angélica Liddell – “VUDÚ (3318) BLIXEN”

A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.


CRÓNICA XVII: “VUDÚ (3318) Blixen” – Angélica Liddell y Atra Bilis   

TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO

8 de marzo de 2025 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

En veinticuatro siglos he visto muchas carcasas para el dolor, un desgarro mutante, contagioso, replicado, que palpita con la misma sangre de siempre, como un idioma arcano del que no se puede huir, como la sombra nacida en los talones, el hambre con el que se nace, la muerte con la que se cuenta. El pasado 8 de marzo de 2025, en la sala principal del Teatro Central, asistimos a un ritual catártico orquestado por Angélica Liddell en torno a lo que se quiere, a lo que no se tiene, y al odio ardiente como vehículo certero para atropellar verdades y alcanzar la frágil voluta de lo poético: VUDÚ (3318) BLIXEN. Quien te diga que te puede contar la obra, miente, se sobreestima, denigra tu confianza, no le ofrezcas ni un minuto, porque lo que vimos florecía en tantísimas direcciones que vas a tener que asistir, someterte a lo imprevisible, para compartir la rabia, la belleza, la honda desesperación y el humor negrísimo que parpadeó durante cinco horas y media en aquel escenario de Sevilla, y así, sólo así, enterarte de en qué consiste la catedral gótica que ha diseñado Liddell.

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Comprenderla es otro cantar. Porque hay tantas capas en sus escenas, tanto símbolo compitiendo por llamar tu atención, por no hablar de una participación de casi cincuenta almas sobre el escenario, que dudo mucho que en un único visionado pueda cualquier hijo de vecino atar todo bajo el flexo de la razón. Pero el teatro, cuando está bien hecho, juega en la liga artística, es decir, se disfruta sin intelectualizar nada, porque va de emociones y aquí nadie salía como entró. Medalla para Angélica Liddell. Dentro y fuera del teatro se desataba una tormenta aquel día, y el público congregado (agotadas las butacas) ondeaba su intergeneracionalidad, allí nadie quería quedarse al margen. La obra estuvo dividida en cinco actos, en los que tuvimos que someternos a diferentes tempos, formatos de discursos, estruendos y silencios, provocaciones, incertidumbres y atmósferas.

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Todo para transitar desde la llama más blanca, casi azul, (la combustión más pura) de un odio monstruoso, con ojos hechos a base de rencor y una lengua que es una herida abierta (todo desde un espacio altísimo cubierto de cortinas azules, y al centro, sacos de claveles blancos, desde el que hablará y maldecirá Angélica con toda virulencia). Acto I: No me abandones. Arrancó vestida de rojo y negro, con un micrófono del que caía una peluca rubia y larga, y con una recreación desganada y sin tacto de la famosa canción del belga Jacques Brel, Ne me quitte pas. Ya calibró al público con una interpretación excesivamente larga. A partir de ahí… jóvenes desnudas como ninfas, discursos sobre asesinatos y muertes grotescas, gritos guturales, monólogos impactantes y muy elaborados que trenzan la poesía, las filias criminales y el lenguaje vulgar que mejor desahoga, «ven y fóllate mi agujero de bala», imágenes como un fogón de cocina, a fin de encender unos puros y arrojarlos a un cazo con leche, a una vida convencional, todo marinado con extractos musicales de cuerdas, de electrónica, Lacrimosa de Mozart y silencios lacerantes. «Todo aquel que me arrebató la alegría en vida, morirá en verbo» sentenció, y es que la escritura, como pacto con el diablo, como venganza, como territorio creativo donde poder hacer justicia, lo es todo en esta obra. Tanto es así, que llegó hasta el nivel de los predicadores, independientemente de la secta, maestros de ceremonias con un magnetismo rápido para incautos, con gritos de «el que tenga fe en el infierno que me dé un amén», a lo que hubo parte del público (primero dos pares de tímidos, luego media audiencia) que voceaba amenes como locos, lo que me hizo preguntarme de qué sería capaz Liddell si sus intenciones no se perimetraran al Arte.

Acto II: La hora llegó. Se proyectaban los rótulos sobre el fondo, esta parte fue todo calma, para contrastar con la anterior. Aquí se esparcieron claveles rojos frente a una silla de madera, un manto rojo a su respaldo, una bola de demolición a su lado, de metal, que fue caldeaba con un soplete antes de empezar un nuevo y largo monólogo en un tono más reflexivo acerca de la escritura, de la traición y de hombres crueles que, rocen o no la psicopatía, merecen ser descuartizados, malditos y olvidados para que el mundo respire de nuevo en paz. «La escritura es un don que nos dispensan desde le inframundo. Todos los dones del arte proceden de ese pacto. A cambio alguien debe sufrir». Todo un guiño a la baronesa Karen Blixen, a la que invocará en numerosas ocasiones, más conocida como la escritora Isak Dinesen, quien más allá de su éxito literario, pactó con el diablo, según se cuenta, una vida digna de narrar a cambio de su alma. Aprovecho para aclarar que el título de la obra señala un asteroide, el 3318 Blixen, en homenaje a tal escritora. Lo de vudú tiene más que ver con los orígenes africanos de la Humanidad, con los rituales de artes oscuras, con el deseo y la frustración sangrante. Algo de eso cerraría el espectáculo. Por cierto, el insulto más gravoso (y que más me entusiasmó) de este acto fue «materia inficcionante». Llamar así a alguien me pareció extinguir toda su esencia. Maravilloso.

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Acto III:  Asteroide 3318 Blixen. Ya sabes la historia, de nada. Te doy otro dato más: Título homónimo, es una novela de Liddell que puedes encontrar en tu librería de confianza. De nada, de nuevo. En este acto habría movimiento, bajaría una pantalla redonda como una luna sobre la que se proyectarían imágenes de un mercado de animales, mientras sobre la escena una pareja de avanzada edad, vestida con lujos de otra época (sombrero de copa, baste como signo) bailaban sin música, felices en su burbuja. A partir de ahí, habría participación de otras actrices de la misma edad, junto a otros jóvenes y la propia Angélica, con actitud de enfermeros, aparecería caminando sobre sus manos la misma imagen del ahorcado del tarot (su sentido nace en su discurso del primer acto), se vaciaría en el centro, sacos y sacos de arroz blanco, por el que esa figura con la soga atada a un tobillo no dejará de retorcerse y  brincar tumbado, y mientras ella navajeaba más bolsas de ese cereal, habría un desfile de figuras, como unos recién casados con drástica diferencia de edad (qué casualidad que la novia es prácticamente una adolescente), o un chico joven que llegó desnudo y embadurnado por completo de algún pringue negro (por completo, repito) y se empezó a empanar en aquellos montículos de arroz dispersos por el suelo, para acto seguido abandonar el escenario. Qué picor de sólo pensar que los granos de arroz se colaban por… En fin, sacrificios artísticos. Y así, numerosos personajes de ese sueño extravagante, a los que ella no dudaba, en cómico baile de pies y manos, simular que los apuñalaba con su navaja cuando iban saliendo de escena. Más adelante, tras una fina tela, cambiaron el fondo y suelo, y todo parecía estar derramado en sangre, entonces, en ese espacio, habría un desfile de seres pesadillescos, casi como si se tratara de un casting para el próximo cuadro de El Bosco. Que, de hecho, debo puntualizar que en un par de ocasiones se emplearon lienzos grandes con representaciones de cuadros clásicos, que descendían desde los cielos teatreros, y conformaban una representación estática, casi de cuadro dentro de un cuadro. Me gustan esos detalles. El Arte encuentra la forma de cobijar todos los caminos, ideas, bromas y dolores para que fluyan hacia el valle narrativo y escénico, para que una historia, que siempre son muchas historias, acabe haciendo vibrar al anónimo insensato que está atrincherado en una butaca y no tiene aliento mental para analizar qué está presenciando a tiempo real. Pero lo siente.

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Acto IV. La violencia activa pasaría a unos ritos sosegados. Figuras como sacerdotes oscuros dispondrían cruces como tumbas, sangre de barreños, panes y peces, desplumarían gallinas, despellejarían a un pobre conejo, recrearían posturas y movimientos propios de vidrieras medievales, mientras ella participaría leyendo a Moby Dick o compartía las crueldades que se han llegado a hacer con niños por la simple «envidia de los dioses». Pensaba en todo el Olimpo, lo que me pilla más cerca, cuántos culpables, ya no digamos en otras mitologías, antiguas y contemporáneas. «Mi único objetivo es enterrar todo mi odio bajo toneladas de ternura» rogaba a sí misma, difícil tarea. Entremezcla heridas, desengaños, «eres la peor persona que se ha cruzado en mi vida con diferencia», embarazos imaginarios, el destino de los oráculos, «la materia gris disuelta en el ácido de la sinrazón», y hasta una resurrección del amor, con una ceguera irracional de su poder, un todo lo puede, casi como escapatoria a las tinieblas. Llegará incluso a aparecer un carro fúnebre, como de otra época, con su corte y sus jóvenes almas, y lo observará como un espejo, de sí misma, de lo que fue y de lo que pudo ser. «Así que tengo que escribir».

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Acto V. Todo oscuridad, el teatro era un no-espacio en el que tan sólo una voz, la versión más sosegada y relajante de Angélica Liddell, defendía que «ya sólo nos queda la palabra». Se llevó a cabo un discurso, no breve ni liviano, que pretendió generar incomodidad, encarar la idea de la muerte individual, de la insignificancia, del paso del tiempo, del sosiego que debe ser nuestro desasosiego, y de que, después de todo, sólo importan tres cosas que ya nos vaticinó antes: Fe, esperanza y amor. Pero sobre todo, el amor. «No soy parte de ese guirigay donde el amor es tabú». Pero todo supondría una preparación para su propio funeral. Una vez prendieron las luces, vimos que todo el escenario, hasta las alturas, estaba revestido de cortinajes rojos, con dos ataúdes blancos al centro, algunas figuras de negro y ella, de blanco final. A partir de ahí, una suerte de rito simbólico y legal, sobre cómo ser celebrada una vez llegue su momento del funeral, con salvas de cañón incluidas, que a más de uno del público le sobresaltó cuando comenzaron. Algún compañero de fila dijo algo de que le pareció aquella sala medio onírica con cortinajes rojos un poco Twin Peaks, aunque un eidôlon como yo desconoce a qué se referiría. Me ilusionó ver el empleo de un cuervo en directo, que salió volando de un lateral y fue a picotear uno de los ataúdes, casi como una letra o una nota final, negro sobre blanco. Pero el final de los finales aún tenía reservado un par de concesiones: Un cigarrillo que disfrutó la autora y una proyección, que vaticinaba una pieza de Bach, pero que comenzó a sonar Ray Heredia con su Alegría de vivir. «Y el infierno de tu gloria/Ha pasao por mi/Ahora siento y pienso adentro/Alegría de vivir». Las rondas de aplausos a los casi cincuenta intervinientes en escena fueron merecidísimas, pero sospecho que casi todos nos fuimos removidos y agridulces. Revoloteaba la reflexión que decía: «Pocas veces el placer es tan intenso como el sufrimiento». ¿Por dónde surcará ahora mismo el asteroide 3318 Blixen?

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