A continuación, PARTITURA PARA EL FUEGO, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad del XXVII FESTIVAL DE JAZZ UNIVERSIDAD DE SEVILLA, celebrado del 23 al 26 de octubre de 2024, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado.
26 de octubre de 2024
El broche final del XXVII Festival de Jazz de la Universidad de Sevilla, por suerte, sería bajo techo en el ESPACIO TURINA. Pienso en la suerte como el favor de un gato, que no siempre se puede obtener a voluntad, por mucha predisposición a la complacencia que se manifieste, la suerte y los gatos, seres caprichosos, no te la juegues si no puedes asumir el riesgo de perder. Aquella mañana ya la tuvimos en el patio del CICUS, cuando el cielo quedó contenido, justo hasta acabar el concierto. Ahora teníamos la fortuna de disfrutar de un concierto final en un espacio cálido y confortable, porque aún arrecía sobre las calles de Sevilla, oscurecido el ambiente y bajo el imperio del frío.
En aquel espacio, tan transitado en tiempos de festival, FRED HERSCH mostraría de lo que es capaz con un piano al alcance de sus dedos, pues presentaba su espectáculo SILENT, LISTENING. Empapado (pues los dioses no usan paraguas, no sé quién dictó la norma) llegué al auditorio y fui directo al baño. «Vilama, ¿qué son esas pintas? ¿Así te educaron en la escuela para deidades? Ya te vale…» Es duro ver frente al espejo el rostro de un dios vapuleado por los elementos. Chasqueé los dedos y mis ropajes volvieron a estar secos, mi pelo incluso acondicionado. Me dirigí a la sala y allí, bajo una luz azul, habían dispuesto sobre el escenario un Steinway & Sons, que si mi memoria no me falla, es una marca que lleva más de 160 años fabricando pianos de cola (he visto su evolución en mi extensa vida). El público fue llegando con sus paraguas metidos en bolsas de plástico que facilitaban en el acceso. Me senté y medité que era el último día de esta nueva edición, y algo de congoja bailó de hombro a hombro. Con lo que me ayuda emocionalmente este evento… ojalá fuese cada seis meses, ¡o un continuo! No se ha cerrado y ya estoy impaciente por ver qué llegará el año que viene.
Llegó Hersch con sobriedad, con una camisa azul y unos zapatos a juego, y tras unas generosas inclinaciones de agradecimiento a los aplausos de bienvenida comenzó a tocar. Yo desenfoqué la vista, para disfrutar más de aquella habilidad con la que ejecutaba una piensa rápida y emocional. La tapa del piano rompía los reflejos de los focos y los arrojaba contra la pared del fondo, pluriempleando las geometrías de luz. Hersch vivía su música, se movía, gesticulaba, y eso sería una constante en su trabajo. Ese primer tema me dio aires de cómo sería el jazz en el Romanticismo, esa belleza oscura, pero que no puedes dejar de seguir. Tras unos minutos esto cambió drásticamente, paso a hacerse un ritmo bailable más propio del siglo XX, y así él mismo se movía desde su asiento, y los destellos en la pared vibraban a su vez.
Antes del segundo tema, durante los aplausos, se recogió las mangas un poco, tomó el micrófono y, tras disculparse por no hablar español, sugirió que, para lo que estaba por venir, dejáramos «volar la imaginación». Arrancó con suma delicadeza, mi mente se iba por derroteros de historias de superación, de amor a pesar de… lo que fuese, una contención que era palpable, porque eché un vistazo a mi alrededor y todos estaban tiesos en sus asientos, quietecitos y todo focalizados a esa historia sonora. Cuando terminó se oyó notoriamente cómo respiraron la mayoría, por lo que no fue impresión particular ese sobrecogimiento.
De ahí fue a un tema que me dio reminiscencias de western o cine mudo, y es que se nota que Fred Hersch tiene un mundo interior fascinante, nunca te esperas a dónde irá durante la canción. Eso sí, imagino que no estaba al cien por cien, porque entre canciones, tenía que recurrir a un pañuelo, presupongo que estaría acatarrado, por lo que igual no tenía su capacidad mental a plena potencia y, aún así, vaya nivel y cómo ejecutaba cada pieza. Dejaba sin palabras verlo tocar. En los siguientes dos temas produjo el mismo efecto, pero se me sumó una sensación: Me parecía presenciar el equivalente musical a ver un cuadro de Wassily Kandinsky, arte abstracto, todo precisión, con su probable fundamento matemático y técnico, que sorprendía sin duda, pero que a veces sentía como algo frío. No quiero que se me malinterprete, pero creo que era un sentir general. Nadie discutiría su talento, pero quizás su capacidad para emocionar. Porque esos temas tan troceados, interrumpidos por cambios, veloces sin melodías a las que agarrarte, pues… a veces producían un desapego interior, algo así como que, superada la sorpresa inicial, ya me pareciera un poco repetitivo en su entropía. Lo mismo me ocurre con Kandinsky, a quien tampoco discuto su creatividad y técnica, pero la música, al menos como yo la percibo, debe fundarse en la emoción. La técnica por la técnica hace que gran parte del público pueda desconectar su atención.
No obstante, seguíamos conteniendo el aire durante la canción y respirando o tosiendo cuando surgían los aplausos. Quizás su empeño musical es la deconstrucción de melodías que puedan ser más asimilables o reconocibles, las cambia, retoca, contradice y da otra luz poco habitual. «Precioso» dice alguien cerca de mí entre el público y lo comprendo. Cuando la luz cambió a azul de nuevo, hubo un juego en el teclado con sutileza de minutero y mosca, con acordes muy breves y numerosos saltos individuales que discurrían como un discurso poderoso. Llegó un momento en que se creó una especie de trance y, en aquella oscuridad, podía verse a Hersch bañado por la luz blanca, inserto en un círculo, cuyo exterior era bañado de azul, y parecía un islote en el mar, y nosotros, recostados en las butacas, sólo aportábamos el brillo de nuestros ojos, las cabezas que asomaban en ese horizonte inferior al del escenario, en actitud clara de seres que se asomaban en la superficie del agua. Piano para peces.
Para «Do it», el octavo tema de la noche, se sirvió de un ritmo repetitivo en los graves, y esa constancia la llevó hasta el final. Estábamos en la recta final, se apreciaba. Al micrófono explicó que tocaría un par de piezas de Thelonius Monk, cosa que me alegró bastante. Eso sí, fueron pasados por la picadora Hersch para darle su toque. La primera de esa propuesta tuvo un inicio en el que parecía arrinconado en las notas graves, casi daba un aire a una película de terror. Se oyeron sonidos de satisfacción entre el público cuando comenzaron a reconocer el tema. Para la última canción esto fue más inmediato: comenzó a interpretarla y hubo cuchicheos de reconocimiento. Vuelvo a insistir, me pareció increíble el dominio que tiene en los dedos para los impulsos y cortes a gran velocidad, como no se van en pos de la continuación melódica que obedecería a la primera capa de la intuición.
Pretendió dejarlo ahí pero hubo tantos aplausos que volvió muy serio para interpretar un bis, mucho más accesible para el público general (y para las deidades). Pero la sorpresa fue que pasó lo mismo una segunda vez, el público no quería que se marchara, o no quería que acabase este magnífico festival, en cualquier caso, se salieron con la suya: Se interpretó un segundo bis, una versión de «After You’ve Gone» de Ella Fitzgerald, ideal para la despedida. Complacidos todos, se despidió de nuevo con varias reverencias y, con aquel aire sobrio y formal se marchó del escenario, y las luces se prendieron para que saliéramos poco a poco. Los fieles al festival, los heridos de jazz, aquellos que buscan en lo intangible sentimientos a los que abrazar durante unas pocas horas, nos vimos expulsados a una ciudad cuyo cielo aún se derretía, casi a cámara lenta, para cerrar el ciclo de esta importante cita anual.