A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA XVIII: “UN SUBLIME ERROR” – NEEDCOMPANY
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
21 de marzo de 2025 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Cada vez más, el Arte rompe las costuras de la realidad. Es un sastre generoso, veámoslo así; si sentimos que acecha a nuestro contorno la fuerza de la costumbre, que aprieta aquí y allá, mira la manga, la cintura prensada, el corsé de las costillas o las sienes, el botón que no cierra, y todo se vuelve un sin-espacio para el aire, es decir, para la sonrisa cómplice, es decir, para el tiempo, pues… él saca sus utensilios y, en apenas un ratillo frente a un escenario, nos cede unos centímetros de calma y confort, para que salgamos a la calle mucho más ágiles y oxigenados, a seguir liándola. Y un auxilio así fue UN SUBLIME ERROR, la obra de NEEDCOMPANY, escrita y dirigida con la clarividencia certera de Jan Lauwers e interpretada en exclusiva por un fastuoso Gonzalo Cunill.
A veces mi postvida me depara incursiones que sólo enriquecen. Esta obra, dispuesta en la Sala B del Teatro Central, se presentó entre paredes negras, con una suerte de construcción de cristal sobre una mesa amplia en el centro de la estancia: Vasos, cuencos, floreros, láminas; todo de una frialdad arcoiriscente y rígida (a veces surgen palabras que sólo existen en las tramas creativas) mientras eran atravesados por la luz blanca de los focos. Pronto apareció Cunill en escena y me vi altamente reflejado, como un truco más de aquellos cristales: Hombre de autoridad, con barba canosa y pelo largo, apenas recogida su avanzadilla en una coleta alta, el resto suelto. Sus ojos, como sus gestos, eran lentos y acertados, con un autocontrol magnético. Y llegaba con un traje crema, sobre una camisa blanca, con unos puños enormes que asaltaban la desembocadura de su chaqueta. Si el tiempo lo permitía, me colaría en su camerino y le robaría hasta la gomilla del pelo; anhelaba su elegancia, disfrazar mi rudeza grecohispana. Posicionado frente al público, nos habló directamente, en breve explicación de la obra y personajes que estábamos a punto de ver. «La fascinante historia de tres amigos del alma» dijo con su grave voz, reposada con suavidad en su deje argentino.
El número tres tiene mucha importancia en esta obra. Tres serán los personajes que interpretaría nuestro actor, con minimalismo de posiciones y voces, y gran éxito a la hora de reflejar sus psicologías. En algún momento se hablará de una hija entre aquellos personajes, nacida tres meses antes de lo debido. También se hablará de otro trío de amigos, los artistas Dalí, Buñuel y Bretón. Y lo más llamativo, que me ayuda a destacar de la bilateralidad de atenciones que desenvolvió el espectáculo, fue que sacó hasta un total de tres personas del público a escena. Y es que hubo una comunicación fluida con los asistentes, era parte del formato, recrear escenas y comentarlas con nosotros. Otra de las cosas que me gustó especialmente es que él, el personaje principal que ejecutaba este ejercicio de memorias biográficas, era un muerto. Todo giraba desde un epicentro que era su velatorio, a partir de ahí podía llevarnos a donde quisiese, pero que nadie perdiese esto de vista. «Un muerto no tiene nada que reprochar» diría, y yo no sabría estar de acuerdo como eidôlon que soy, porque los muertos también tenemos criterios pendulares sobre los vivos, que nadie se duerma en los laureles y se confíe. Pero poco a poco vemos que aquello iría con la personalidad de cada uno.
Tanto los personajes como la historia en sí estaban perlados de humor, de homenajes descarnados a la amistad, de un fluir hacia delante, sobre todas las cosas y todos los ánimos, de conocerse a uno mismo. «¿Qué otorga la identidad: el corazón o el cerebro?». Y poco a poco avanzaríamos a través de las mismas dudas que se filtraban por el protagonista, «el tema de esta función es la felicidad […] ¡Nos hace fuerte!» frente a «los años que me encerraron sentí muchas cosas, aunque es difícil sentir cuando se está solo. […] Estar solo no tiene sentido. La única palabra que escribí en la oscuridad de la celda fue: juntos».
A medida que avanzaba la trama continuaba con aquella construcción de cristal, que recordaba vagamente a un Taj Mahal, una de las tumbas más bellas, perfecto reflejo para la ocasión. A veces pisaba unas reducidas pilas de cristales rotos, como recurso de fragilidad y grieta emocional. Pero siempre el humor salía al rescate: «Vamos a beber algo. (A lo que respondía su amigo) No tengo sed», o aquello de «Por cierto, mi muerte fue muy tonta» y pasaba a narrar la anécdota (el punto de vista desde la postvida, algo muy familiar para mí). También sacaba a relucir la gracia con cierto sabor agridulce, como cuando decía: «Yo soluciono todo con la risa. La risa del cobarde, me decía Alex», en referencia a su sombrío amigo. O la razón por la que vemos una silla verde en escena, un actor de amor truncado por la inconsciencia que no revelaré aquí. También el absurdo está presente, como narrar cómo se puede recibir una paliza por no querer dejarse barba en un puesto de trabajo y acabar ese abusador (ese jefe) suplicando al maltratado, entre lágrimas, un mínimo acuerdo de barba de tres días a fin de no quedar mal frente a los demás empleados. O ir a un baño de restaurante y leer un cartel frente al lavabo que reza: «No chupar las piedritas aromáticas». Esos guiños que dice uno, ¿a quién se le ocurriría…?, pero quién sabe, si el Arte rompe las costuras de la realidad, la realidad a veces se empeña en dar la vuelta a las mangas.
La obra también se apoyaba en un control sobre la proyección y detenimiento de la música o efectos sonoros por el propio actor, a veces de forma cortante, que generaba un oleaje de risas y murmuraciones entre las filas del público, todo a fin de cambiar de tema, de atmósfera o emitir una aclaración. Pero para mí, lo que más me impactó del espectáculo, fue sin duda el texto (y la interpretación del mismo, espero que se entienda). Admiración por frases como «No hay nada que venga del pasado sin que sea eterno» o reproches tal como «creemos que la experiencia y la edad es un mérito, ¡pero podríamos hacerlo mejor!». Chapó. De hecho, la importancia del texto, la poética de algunas escenas, también se derramó a favor de algunas escenas, como cuando narra cómo muere un hombre en los brazos del protagonista y se convierte en un ángel que «desde entonces viene conmigo», situándolo entre bromas detrás de un foco o al fondo de la grada; o con el reloj que pidió a un espectador y acordó que sería una representación de él mismo en el velatorio, situándolo bajo aquella construcción de vidrio y luz; o con aquella descripción final, en el que se lista una serie de escenas que van quedando bajo una nieve que todo lo cubre y apaga. «¿Cuántos ángeles habrá aquí en la sala?», sospecho que ninguno, pero un par de seres, como mínimo, que vivimos fuera del tiempo.
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