La novela La Guerra de las Salamandras inicia como un relato de aventuras exóticas en el océano Índico, con unas grotescas salamandras que pueden manipular objetos, a las que el intrépido, violento y bebedor capitán Van Toch entrega cuchillos, para sacar perlas a cambio de comerse las ostras. El trato es justo, y el capitán consigue vivir de las perlas que sus salamandras obtienen.
Si me fuera dado algún día escribir una novela, querría que fuese una novela satírica. Ya quisiera tener el humor despiadado de un Swift, un Orwell o un Vonnegut, y disparar mi desprecio contra los vicios humanos, haciendo heridas de las que no puedes evitar reírte.
Me hace feliz cuando una novela señala que el emperador va desnudo, y consigue ponernos en contra de todos, incluido nuestro propio rostro. Me gusta el humor de Fo, de Twain, del Sartre bilioso de La puta respetuosa o el chiste magnífico ese de «Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto».
Y hace poco descubrí otra sátira insigne, de un autor que yo desconocía absolutamente. Karel Capek, novelista checo relativamente desconocido en Latinoamérica y la verdad, estamos aquí ante una pieza mayor de la literatura del siglo XX, ante una obra maestra con todas sus letras.
La novela La Guerra de las Salamandras inicia como un relato de aventuras exóticas en el océano Índico, con unas grotescas salamandras que pueden manipular objetos, a las que el intrépido, violento y bebedor capitán Van Toch entrega cuchillos, para sacar perlas a cambio de comerse las ostras. El trato es justo, y el capitán consigue vivir de las perlas que sus salamandras obtienen.
Pero luego, bueno, luego está el capitalismo. Y si un hombre ha conseguido vivir bien explotando un recurso desconocido, querrá explotarlo más y sobretodo mejor. Y el capitán Van Toch irá a buscar a algún inversionista, le hablará de las salamandras, de lo listas que son, de que pueden hacer enormes trabajos bajo el mar si sólo hubiera quién pusiera el dinero para explotarlas. Y, eventualmente, por supuesto que lo encontrará.
El exotismo desaparece, y veremos cómo funciona la explotación racional de los nuevos obreros: cómo se los cría en granjas acuáticas, se los divide según su fortaleza, se los adiestra y envía a construir diques, puertos, islas nuevas, a modificar continentes.
Es la nueva era del progreso, gracias a las industriosas salamandras, las cuales, por otro lado, empiezan a demostrar una cada vez más aguda inteligencia: aprenden a hablar (y varios idiomas), a construir ya no madrigueras, sino verdaderas ciudades bajo el mar, a manejar maquinaria delicada con la mayor destreza, e incluso alguno se las arregla para publicar artículos de geología abisal en una destacada revista científica…
Ya para entonces las salamandras habrán dejado de ser simplemente carne para la explotación; se les reconocerán derechos, tendrán acceso a educación, bienes de consumo, recibirán a predicadores religiosos, así como a delegados de los partidos políticos. Serán el músculo que mueve a nuestra sociedad en muchos aspectos, y se planteará el problema de su estatus y sus derechos ante la humanidad, en la medida en que se hace cada vez menos posible considerarlos simplemente máquinas vivas que entregan su fuerza de trabajo y generan plusvalía para la gran empresa, a cambio de medios de subsistencia.
Hacia el final de la novela estallará, por supuesto, el conflicto, y los intereses de las salamandras chocarán con los de los seres humanos. Qué progreso, desde ser unos reptiles que no sabían abrir ostras a convertirse en una especie que se plantea la destrucción de la humanidad, y ¡tan sólo en unas décadas de contacto con nosotros!
En La guerra de las salamandras, Capek se burlará del capitalismo, obviamente, pero también del racismo (recordemos que este libro se publica en 1936, lo que le valió a Capek el odio del régimen nazi), de las religiones, de la política, de nuestra estúpida soberbia y de todo lo demás. Al convertir a las salamandras en el otro, resulta mucho más visible el sinsentido en la forma en que tratamos a los otros.
Y no sólo hay una sátira «de gran alcance», acerca del racismo o la explotación en términos generales. Capek desciende al nivel de las observaciones puntuales, en los que da espacio a su humor, de forma perfectamente coherente con el sentido general de su sátira.
Por ejemplo, cuando nos cuenta que en India las castas inferiores se sienten ofendidas cuando los empresarios manipulan a las salamandras directamente con las manos, porque a ellos no les está permitido tocarlos. O cuando nos cuenta que la Iglesia de la Gran Salamandra apenas sí tuvo éxito entre las salamandras, pero sobre la tierra firme se convirtió en una exitosa moda en ciertos círculos de adinerados, atraídos por la novedad. O el detalle magnífico de que, al empezar la guerra, el equipo negociador de las salamandras para definir los detalles de la rendición humana, estaba conformado íntegramente por abogados de nuestra especie…
En fin, que Karel Capek se las arregla para despacharnos a todos. Y antes de terminar, dos palabras sobre el estilo: en una novela de 1936, aparece una serie de artículos (en diversos idiomas, y no siempre traducidos), citas de panfletos políticos y poemas inventados, artículos científicos y resoluciones de congresos ficticias, conformando una especie de collage (con participación del autor incluida) que ya se hubiera querido William Burroughs o el Sabato de Abbadón el exterminador.
Una parábola terrible, en la que no hay salvación verdadera, más allá de confiar en nuestros propios defectos, en nuestra siempre renovada capacidad de destruir lo bello.
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