Continua esta 20º edición del SEFF entre documentales y películas de ficción que nos transportan a mundos sin tiempo, en los que una tensión palpita sin nombre, un miedo abstracto, quizás un reflejo de nuestro tiempo.
Yo, Alberto Revidiego, dejo paso a esta primera crónica escrita por Víctor Vigía desde «La butaca del Enmascarado» en el 20 Festival de Cine Europeo de Sevilla.
CRÓNICA II DEL 20 FESTIVAL DE CINE EUROPEO DE SEVILLA
El look de director documentalista tiene dos posibilidades, la sureña o la norteña. Es importante elegir con acierto, la carrera vendrá determinada por esta inclinación estética, y será muy arriesgado un arrepentimiento posterior, bajo pena de que te tachen de chaquetero. En muy resumidas cuentas, todo se reduce a elegir entre largas patillas o gafas de pasta, sur y norte, canalleo o ínfulas, camisa abierta o cuello alto, apariencias corruptibles por la humildad, el cariño y la afabilidad que luego llega en las distancias cortas, todo hay que decirlo. Debía elegir, era el momento, el inicio de una nueva carrera, una apariencia que decante mi mirada tras ser vista por la otredad. Me llevó toda una mañana, pero finalmente elegí, cómo no, la patilla bravucona y la camisa abierta, pelito del pecho asomando. La sevillanía, más cercana al sol que a la alta montaña, debería traducirse en mis fotogramas, una contemplación plácida pero exigente.
Fui con mi gorrilla Kangol de imitación, mi camisa negra, mis pantalones oscuros y mis botas con tacón. Las patillas no me salen a fuerza de voluntad, así que me las pinté con bastante acierto con betún de zapatos y un pellizco de algodón. Me colgué la acreditación de la edición pasada, limpié la cámara de mi móvil y me lancé en busca de un autobús que me dejase cerca de aquellos cines. A las cinco y media, tras grabar unas tomas de la puerta de acceso al cine, entré a la proyección de Anselm, una experiencia cinematográfica dirigida por Win Wenders, que quizás es más documentalista de cuello alto y gafas con montura de colores.
¿Qué tuve ante mis ojos? Difícil de explicarlo, porque se trata una suerte de propuesta pictórica-poética para acercarnos al artista contemporáneo, Anselm Kiefer. Arranca con una exposición en mitad de la naturaleza de esculturas de vestidos de mujer de los que emana diferentes objetos, y ello da a paso a una visión por su impresionante nave donde trabaja el artista, que tiene unas dimensiones tales que necesita una bicicleta para desplazarse entre las diferentes zonas de la misma. Es acorde, visto lo visto, al tamaño de las obras que proyecta. Lienzos y esculturas del tamaño de una pared de hogar y tamaños asimilados. Un ejemplo, emplea recreaciones (¿o quizás eran reales?) de alas de avionetas para colgarlas del aire mediante cables o amontonarlas en el suelo con cierto orden. También emplea recursos como el plomo hirviendo o un lanzallamas para acometer decoraciones en planchas de metal. Desde luego este científico del Arte no se aburre.
«He vertido la noche de la botella», decía el poeta Paul Celan, una de sus inspiraciones para su tarea creativa. «Soy la melancolía, azote de artistas y genios». Ahora lo veo y pienso que puede considerarse una película documental, aunque intuyo que su autor es más de cuello alto y gafas de pasta en color llamativo. Kiefer tiene una predilección por la poesía, la historia y la mitología, en las entrevistas que se les hace se demuestra. Caigo tras la proyección que he podido ver varias de sus obras en persona, concretamente en el museo Guggenheim de Bilbao, y si alguien lo ha visitado en los últimos ocho años podrá decir lo mismo. Esta proyección me insufló la necesidad de otorgar de una mayor carga poética a mi montaje, aun a riesgo de que el público no lo entienda.
Oí a alguien entre las filas que decía que lo más importante de un día como aquel era ir una hora más tarde al Cine Cervantes, porque allí habría un encuentro irrepetible. Yo, que soy de naturaleza entregada para el misterio, fui directo para allá, sin saber en qué me metía y si era una trampa para idiotas o una oportunidad para espectadores aventajados. Un punto de partida seguro fue mi ilusión por este destino, puesto que en este 2023 se ha reabierto este espacio, referente clásico en la historia cultural de Sevilla, tras años de cierre por deterioro inafrontable. Un auditorio que resuena hoy como la caballería que llega en último momento en auxilio de este 20º Festival de Cine Europeo de Sevilla. Tenía muchísimas ganas de incursionarme por sus pasillos y palcos, así que fuese lo que fuese, deseaba participar.
Una vez allí me topé con, azares risibles de la vida, con la proyección de otro documental, esta vez dirigido por Alfonso Sánchez y focalizado en la vida y obra de los hermanos Álvarez Quintero, del cual me he nutrido, como casi todos, por radiación indirecta y tácita. Más aún en mis orígenes como actor, en la academia siempre te lo acaban posicionando en el mapa de la memoria. Su película se titulaba Sembrando sueños y suponía un acto de justicia literaria para Serafín y Joaquín Álvarez Quintero. Estos sevillanos (utreranos, para más reseña) fueron trabajadores incansables desde niños, ambiciosos en miras, ya sea como poetas, narradores, periodistas, guionistas de cine o dramaturgos, sobre todo, dramaturgos. Revolucionaron el teatro de comienzos de siglo XX, limpiaron con una luz profusa y generosa la imagen de los andaluces para el resto del mundo, evitaron polémicas y desaires, y se refugiaron el uno en el otro con una lealtad que superaba el hermanamiento, llegando a decirse que eran una misma persona en dos cuerpos. Por algo, su logo o ex libris era un barco con dos velas. Me sentí muy agradecido de este descubrirles mediante esta obra, un trabajo del que estarían orgullosos los propios reseñados, no me cabe duda. Además, en el mismo teatro donde estrenaron los hermanos su primera obra de teatro, un círculo que aquí se cierra. Desde aquí mi más sentida enhorabuena a Alfonso Sánchez, Antonia Gómez, Alberto López y Carmen Canivell, así como al resto del equipo, que hicieron esto posible, con una especial mención al montado Carlos Crespo, del que se dijo que era el mejor cineasta del país, sin haber estrenado aún ninguna película propia, así como a Pedro Cabañas, autor del cartel de la obra, el mismo que hizo el presente cartel del SEFF 2023. ¡Qué gran idea aquella surgida en una tarde murciana!
Al finalizar, tras la marea de aplausos, hubo un breve coloquio con los responsables, bien salpicado de humor, como debía proceder. Me fijé que él también lleva esas patillas de documentalista sureño, buena señal. Yo me recosté en el asiento, sumido en mis pensamientos, con la vista puesta en aquel techo del teatro, que tras una gran lámpara esquelética pero bonita, se apreciaba, entre tonos dorados, una cúpula recubierta de corcho, aún por culminar su reedificación. Pensé en la idoneidad de aquel teatro, entre el pomposo rojo de la tela que cubría telón, entarimado y paredes de las patas (incitaba a un paseo vertical) y aquellos corchos o el grisáceo descolorido de los palcos más superiores; una humildad de escena dispuesta entre el mayor de los respetos de artistas y aforo. A los hermanos Álvarez-Quintero les hubiese encandilado esa noche tan especial.
Yo me sentí muy identificado con los hermanos, que se vendían como autores de Teatro Breve, reflejando en ello mi predilección desde el año pasado por ser considerado como director de Cine Breve (en vez de cortos, cuya terminología se me queda corta, valga la redundancia). Me fui a casa rápido, encandilado por las posibilidades que quedan por hacer, las obras que esperan su materialización. Y por el frío de cojones que hacía, la verdad.
El domingo 26 de noviembre me despertaron unos golpes fuertes en la puerta de mi piso. Salté de la cama, apenas llevaría un par de horas el sol sobre la ciudad. Los golpes continuaron, cada vez más fuertes. Cogí un trozo de pan duro, lo más contundente que alcancé a mano camino de la puerta, por si tuviera que defenderme, y abrí. Una figura entró en mi piso sin invitación, con un discurso demasiado enérgico y veloz como para reproducirlo aquí, arrojó una bolsa blanca sobre la mesa y me ordenó con una sonrisa que preparase café. Allí, ante mis legañosos ojos, estaba Luco Larzo, que muchos recordaran del año pasado, cuando me acosó con su currículo de actor al verme mi acreditación de director de Cine Breve hasta que, finalmente, accedí (bajo una amable coacción) a contar con él para trabajos futuros.
El tipo abrió la bolsa, mostrando sus eurazos de churros, de rueda y de papa, a gusto del consumidor. Que hacía mucho que no nos veíamos, dijo el muy embaucador. Lo cierto es que, tras la edición anterior, intenté perderlo de vista, pero el tipo es un buen detective y me acabó siguiendo a casa tras una noche de cervezuras. Ahora tenía algo en la mirada, algo que contuvo hasta que se hizo el café y estábamos a mitad del desayuno. «Me han dicho que andas grabando, ¿eh? ¿Cuál será nuestro siguiente proyecto?». «Nuestro», el muy hijoputa dijo «nuestro». Como tenía una masa ingente de churros entre la lengua y el paladar, pues no pude corregirle al instante, creándose una reconducción tácita indeseada. Si es que el tipo es un estratega nato. Le tuve que contar, claro. Él estaba dispuesto a ser el protagonista (cómo no), aunque fuese cine experimental, decía que estaba abierto a nuevos horizontes. Estuvimos hasta el almuerzo planeando cómo desarrollaríamos las escenas, buscando el sentido al timeline y descargando algunos programas de edición que nos vendrían genial para le montaje. Llegada las cuatro de la tarde, me puse a buscar mi vieja acreditación del SEFF de 2021 para colgársela al cuello de Larzo, porque si íbamos a avanzar juntos con el SEFFUMENTAL teníamos que pillar inspiración cinéfila dentro de los propios cines.
Así fue como llegamos a La bête dans la jungle (al parecer, este año hubo una fascinación por las películas en cuyo título apareciera la palabra «bestia»), obra de Patric Chiha. La fiesta, especialmente dentro de una discoteca, es el leitmotiv de esta película. Es una historia que prometía muchísimo pero que no ofrece más que una pérdida de tiempo, casi reflejo interno-externo de lo que ocurre en la película y en la propia sala de cine. Si ya es agobiante el interior de una discoteca, en la que apenas se pueda hablar o ver bien, tener una película en la que más del noventa por ciento transcurre en ese escenario ya es remar a la contra. Pero además se ofrecen unos personajes muy extraños, reticentes, con silencios inquietantes, un poco estáticos, que a lo largo de la película se dedican a esperar y, simplemente, esperar a que pase algo extraordinario (eso dice el aquí protagonista) mientras ven cada sábado cómo bailan y se drogan los jóvenes en aquella discoteca en penumbra, todo con modo y distancia de arbitro, sin intervenir, con un diálogo abierto pero escaso. Además hay un «secreto» que comparten los protagonistas y una expectación tensa (elementos que son coincidentes con la gran película que vi el primer día, titulada de hecho La bête). Y sí debemos alabar el uso del tiempo en la película, que acaba difuminándose o incluso sintiéndose como un fluido viscoso entre fotogramas. Pues claro, todo esto a nosotros nos generó una expectativa al principio muy provechosa (si superábamos el insoportable ambiente discotequero) pero si van pasando los cuartos de horas, las medias horas, las horas, y no ocurre nada reseñable… Pues llega la decepción. Creemos que se desvirtuó la mirada inicial del director, una lástima porque partía de un mundo de posibilidades. No haremos spoilers, pero no volveríamos a verla.
«Estoy entusiasmado, creo que podremos hacer mucho mejor nuestra película», expresó Luco Larzo, frotándose las manos para entrar en calor. «SEFFUMENTAL», especifiqué. Nos escabullimos por el pasillo de nuevo, así enseñaba mis trucos elementales al joven alumno que ahora tenía a mi lado. Hicimos un par de tomas de la gente entrando, nada extraordinario, pero quién sabe si luego se habrá filtrado una interferencia o intermitencia desde otro mundo. Y es que ya íbamos con la esperanza depositada en la siguiente película, La teoría universal de Timm Kröger, que versa sobre un joven doctorando en física que acompaña a su director de tesis a un congreso de física en los Alpes suizos y allí podrá conocer a otros físicos, con los que compartir sus teorías acerca de la posibilidad de resolver todas las leyes del mundo conocido mediante una teoría universal que aúne a las establecidas, especialmente la física de Einstein con la mecánica cuántica (algo que, por el momento, sigue pendiente de descubrir). A esto se le suma la aparición de personajes misteriosos que parecen saber mucho de él, que actúan con voluntades poco transparentes y, por supuesto, un goteo intermitente de violentos asesinatos. Una vez vista puedo decir que todo está bañado en un blanco y negro exquisito, con ejecuciones que recuerdan a cine clásico, especialmente a Hitchcock o Welles, con una trama que bebe bastante de Agatha Christie, H.G. Wells y Arthur Conan Doyle. Parece una película, dentro de una tesis doctoral, dentro de una novela, dentro de una película. Sin duda, nos cautivó desde el principio. ¿A quién no le gusta un thriller con paradojas temporales? Quizás, a título personal, no sé a Luco, pero a mí me hubiese gustado algo más de física pura, es decir, más explicaciones y fórmulas, aunque fuesen tramposas. Un capricho, la película es un diez de diez, nos salvó la tarde.
Llegados a este punto, salimos a por un café y grabamos un poco más al público que acudía a pesar del frío, lo cual siempre es reseñable. Adoro ver movimiento social en torno a eventos culturales, en este caso, a esta 20º edición del Festival de Cine Europeo de Sevilla. Estábamos en un momento delicado, se lo comenté a mi compañero actor. Tras una película buenísima cabe el riesgo de que, si nos metemos a otra, nos pasamos de frenada y nos vamos enfadados a nuestras respectivas casas. O tal vez la quiniela sale bien y te vas aún más satisfecho. Él me dijo que habíamos venido a jugar, yo le refuté que lo nuestro era trabajo, él sentenció que, como actor, sabía que el cine en sí no era «trabajo, trabajo», porque también hay mucho de juego y disfrute, yo le dije que eso sería para él que es un flojo, pero que vale, lo dejamos en empate y nos volvimos a meter al cine como buenos pseudocurrantes de la industria.
Nos encontramos con Tereddüt Çizgisi de Selman Nacar y no me extrañó que estuviera en una sala mediana con poca gente, porque no es una obra para todo el mundo, pero quiero que se me entienda, no es que sea difícil de acceder a ella, por abstracción o simbología, para nada, me refiero a que es una obra que genera mucha frustración si se empatiza con la protagonista, una abogada criminalista que hace todo lo que está en su mano y más por defender a un acusado de asesinato que es inocente. Pero la desidia, la poca profesionalidad, los prejuicios, la corrupción, el miedo y todo tipo de presiones familiares y profesionales harán de esta defensa una cuesta arriba impresionante que no permite recuperar el aliento al espectador ni una sola vez. Si eres una persona trabajadora, perfeccionista, que te gusta hacer las cosas como deben hacerse… vas a pasarlo malo. Tülin Özen está extraordinaria en su papel de abogada, Luco y yo aprendimos mucho de ella, también del montaje, que hace que sea un seguimiento constante de esta profesional que no debe detenerse apenas para conseguir cubrir con atención y resolución todos los elementos de este puzle psicológico y emocional que amenaza con venirse abajo en cualquier momento. Reflejó extraordinariamente bien el funcionamiento real de las vistas judiciales, eso es algo encomiable, nada de histrionicidades, si esa palabra existe. Salimos de la sala con dolor de estómago, quizás por la injusticia, quizás por los churros de la mañana, pero con la determinación intacta de hacer un buen trabajo para que todos puedan disfrutarlo.