A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionadas con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.
CRÓNICA XV: VASILY PETRENKO Y FUND. BARENBOIM-SAID
TEATRO DE LA MAESTRANZA – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
29 de diciembre de 2023 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Es delicado materializarse cerca de un final de año, son días que ostentan una elevada carga enérgica, como si la atmósfera se electrizase, cualquiera puede sentirlo, se clausura una etapa y los vivos asisten a la intuición de una puerta que se abre, quién sabe a dónde. Lo sé porque me pasa continuamente como eidôlon, el parpadeo de una desaparición sedimenta en otro lugar y tiempo, difícil no volverse majareta. Por suerte, siempre fui un tipo con los pies en el suelo y la mente aferrada a la cola del viento, digamos que estoy acostumbrado a esa dicotomía. Por ello, cuando me vi rodeado de personas vivas y muy elegantes en el vestíbulo del Teatro de la Maestranza, entré con naturalidad al patio y saludé a los asistentes de sala (tardé en recordar que son incapaces de ver a los fantasmas, pero es que soy un tipo muy educado). Localicé alguna butaca disponible entre las primeras filas, cosa difícil porque estaba prácticamente lleno, y al tomar asiento, robé el programa de mano de mi distraída vecina y la alegría fue súbita: La FUNDACIÓN BARENBOIM-SAID, dirigida aquella noche por el reconocido director VASILY PRETENKO, interpretarían «un concierto literario» que suponía dos horas de grandes éxitos de música clásica del siglo XX.
Llegó la orquesta, toda jovencísima, y la audiencia los recibió con cálidos aplausos, como hicieron con la llegada de Pretenko, quien prescindió de mayores saludos y decidió, concentradísimo, entrar en materia lo antes posible. La primera hora de este concierto literario consistiría en abordar la suite sinfónica Scheherezade de Rimski-Kórsakov. Tras una fuerte presencia de vientos, se desenvolvió el tema principal con ese precioso violín, apoyado por una delicada arpa, melodía tan característica que me retrotrajo mi memoria a junio de 1910, cuando asistí al estreno de esta obra en el Teatro Nacional de la Ópera de París de la mano de los Ballets Rusos de «Serge» Diaghilev. Bueno, digamos que su recepción fue bastante… dividida. Dicho con lenguaje jovial, dada la media de edad de los intérpretes de la orquesta de Barenboim-Said, que no superarán los veintipocos años, diría que la audiencia en la Ópera de París lo flipó un huevo y, al instante, hubo muchos haters (aquello nada tenía que ver con Bach o Beethoven), sí, pero otros fueron muy fans desde el inicio, todo muy dividido. Aquello fue una sorpresa, coctel de prodigio y extrañeza. Una perplejidad que reverbera hasta nuestros días, quizás más apagada a fuerza de la costumbre, pero que sin duda sigue perturbando la calma de los corazones presentes (vivos y muertos).
La orquesta y Pretenko consiguieron cumplir aquella noche con la intención de Rimski-Kórsakov, al que oí decir en persona aquel verano del estreno que, al componer Scheherezade, él quiso que los movimientos de la misma «condujesen la fantasía de cada oyente por el camino que mi propia fantasía había recorrido». Todo un concierto literario, ideal para un espectador como yo, que me vuelco en mi propia escritura. Los aplausos inundaron el auditorio por segunda vez, puesto que ya habían prendido en un impasse entre movimientos, fruto de la admiración.
Se abrió el descanso y, por integrarme en ese animoso público, me levanté y seguí a un tipo que lucía una corbata rosa. Atravesado un vestíbulo lleno de comentarios sobre el concierto y la cena de fin de año, aquella corbata, casi como un fuego fatuo, me llevó hacia la sombra de un pasillo y, de ahí, al interior del lavabo para hombres. Hay límites que respetar, así que me contenté con quedarme allí en medio y mirar a un espejo que no devolvía mi imagen. Curioso, siempre asocié eso a los vampiros. Pero lo que más me impactó allí fue ver cómo un hombretón con sudadera amarilla estaba cantando por lo bajini la melodía de Scheherezade a su instrumento mientras desahuciaba el café de la tarde. Muy fan, sin duda, pero también un marrano, ya que se fue sin lavarse las manos, no como mi fuego fatuo rosa. Volvimos al patio de butacas, pero se me ocurrió que no quería disfrutar de la misma manera aquella segunda parte.
Según el programa de mano, dentro del marco del concierto literario, la segunda hora estaría dedicada a Romeo y Julieta de Prokófiev. Tras ver la primera parte, yo quise estar dentro de esa orquesta, qué sueño espontáneo, ¿cómo podría hacerlo realidad? Pues de la forma más literal: Me subí al escenario y comencé a pasear entre los jovencísimos intérpretes. Esta obra cargada de ritmo es muy asequible por el público general, prácticamente funciona por sí misma, y Pretenko es un director muy enérgico, tan sólo bastaba mirar las arrugas que se creaban y deformaban en su traje con cada aspaviento de batuta. Además, la temática sobre la que resuena esta obra, la homónima de Shakespeare, ¿quién no la conoce? Sigue siendo un éxito asegurado al desenlace de 2023. Tiene sentido que esta obra siguiese a la anterior, puesto que uno de los profesores de Profófiev fue precisamente Rimski-Kórsakov.
Debo confesar que mis conocimientos sobre música no llegan hasta discernir quién toca bien y quién finge que toca bien. No pasa nada, porque mi nota de corte la da la expresión de la vivencia con la que se interpreta y en esta orquesta hay muchos músicos que tienen un goce extrovertido durante su ejecución de aquellas partituras. Paseé por la sección de cuerdas y me maravillé con un par de chicas que tocaban mientras se agitaban como si el viento las llevase, taconeando en el suelo incluso. También el primer violonchelista, a la derecha de Pretenko, concentrado como él mismo, agitaba su preciosa melena oscura mientras se volcaba sobre las cuerdas de su instrumento, en una tensión dedicada y absoluta. Caminé al extrarradio del escenario, algo similar ocurría con otro chico rubio, contrabajista en el centro de su fila, que casi evadía la concentración con tanta pasión. Algo similar aprecié entre fagots, clarinetes y otros vientos de metal y madera; siempre destacan los que transmiten su pasión sobre los que ejecutan contenidos, quizás presa de nervios o de la misma concentración que se imponen, pero que, para un ignorante técnico como yo, pueden expresarle menos.
No obstante, el punto de conexión entre todos aquellos músicos brillantes era el buen ánimo que irradiaban. A un palmo de ellos, no me pasó desapercibido cada gesto de agradecimiento, por no mencionar las sonrisas cómplices, que se dirigían cuando un compañero pasaba la hoja de las partituras o terminaba un tramo de esa escalada musical. Fue acabar el concierto y, tras los procedentes aplausos, todos se fundieron en abrazos y palabras de satisfacción. Desde mi plano astral también me dejé las manos en aplausos porque esa energía tan sana y fuerte es más necesaria que nunca para empezar un nuevo año cargado de incertidumbres y oportunidades. Oí a una de la sección de viento que, justo esta vez, se acabaría a la vez día, semana, mes y año, todo de una, y que eso tenía que significar algo. Yo no seré quien la contradiga, pero me gustaría dejar escrito que hay que remar hacia la orilla a la que uno quiera llegar. Y ya veremos qué pasa. «¡Feliz entrada al año!», grité desde el escenario a todo el mundo mientras me desvanecía y todos se marchaban a sus casas. «Feliz año nuevo», contestó la voz del técnico de sonido desde algún altavoz próximo.
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