Leí por primera vez Le Petit Prince de Antoine Saint Exupéry en el francés original, en grupo, interactuando desde el asteroide B-612 con los más variopintos personajes, analizando cada frase, desencriptando cada metáfora.
El relato nos acompañó durante todo un curso y ensanchó hasta límites insospechados nuestra ya de por sí desbordante imaginación. Sin embargo, solo con el tiempo entendí algo que hasta entonces, para mí, había pasado totalmente desapercibido.
Mis padres creían (acertadamente) que las lenguas extranjeras serian importantes en el futuro, así que a los siete años me matricularon en el Liceo Francés creyendo (equivocadamente) que este sería el idioma que más se hablaría en el mundo.
En cualquier caso, aquella fue una experiencia maravillosa. Aprendí una lengua nueva, participé de un concepto muy avanzado, en cuanto a enseñanza se refiere, y descubrí una forma excepcionalmente libertaria de relacionarme con el cosmos y quienes lo habitan. Allí leí por primera vez Le Petit Prince de Antoine Saint Exupéry en el francés original, en grupo, interactuando desde el asteroide B-612 con los más variopintos personajes, analizando cada frase, desencriptando cada metáfora.
El relato nos acompañó durante todo un curso y ensanchó hasta límites insospechados nuestra ya de por sí desbordante imaginación. Sin embargo, solo con el tiempo entendí algo que hasta entonces, para mí, había pasado totalmente desapercibido, y es que lo importante de aquel extraordinario cuento estaba en su dedicatoria.
Años después, a principios de los 80, acudí una tarde a la Biblioteca Municipal a consultar un libro de Rafael Sánchez Ferlosio, La homilía del ratón para un trabajo de lengua. Abrí la primera página del volumen y me encontré con esto:
«A la memoria de quien más he querido en este mundo, Marta Sánchez Martín, que tantas veces metió baza en estas páginas con su palabra aguda y redicha como una campanita de convento que, a despecho del mundo, todavía me sonaba a amanecer».
Al llegar a casa indagué sobre la identidad de la receptora de aquella preciosa dedicatoria. Entonces supe que el escritor Rafael Sánchez Ferlosio había estado casado con la también escritora, Carmen Martin Gaite. Que ambos tuvieron una hija llamada Marta, y que Marta se había muerto, con veintinueve años, víctima del sida.
Al día siguiente volví a la biblioteca y comencé a buscar todos los libros de Carmen Martín Gaite tratando de encontrar en ellos una dedicatoria para su hija. Sin embargo, el primero que encontré Entre visillos estaba dedicado a su hermana, Ana:
«Para mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano».
Encontré otro, en este caso, dedicado a Sánchez Ferlosio cuando ya no era su marido. Usos amorosos del Dieciocho en España, publicado tres años después de la ruptura:
«Para Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora».
El resto de sus libros, al menos los que yo pude localizar, se los dedicó siempre, directa o indirectamente, a su querida hija. En Nubosidad variable, por ejemplo, la dedicatoria es especialmente delicada:
«Para el alma que ella dejó de guardia permanente, como una lucecita encendida, en mi casa, en mi cuerpo y en el nombre por el que me llamaba».
Ésta, la incluye Carmen en su novela Retahílas:
«Para Marta y sus amigos (Máximo, Elisabeth, Juan Carlos, Alicia, Pablo), siempre turnándose, al quite de mis horas muertas».
Y esta otra, en su extraordinaria Caperucita en Manhattan:
«Para Juan Carlos Eguilor, por la respiración boca a boca que nos insufló a Caperucita y a mí, perdidas en Manhattan a finales de aquel verano horrible».
No encontré más de esta escritora, pero seguí buscando dedicatorias de otros autores en aquella, para mí, casi infinita biblioteca. Entendí que no solo ante el dolor se podía dedicar un texto. Que muchos escritores reservaban un espacio en su libro para escribir en él unas palabras de afecto, recuerdo o agradecimiento. Algunas anticipaban la belleza de lo que nos íbamos a encontrar a partir de esas escuetas líneas.
Desde entonces, mi afición por las dedicatorias que los autores incluyen en las primeras páginas de sus relatos, no ha dejado de crecer. A continuación, cito aquellas que, de alguna u otra forma, me han conmovido, me han hecho reír o me han hecho, sobre todo, reflexionar.
La del poeta Luis García Montero, casi epistolar, dedicada a su compañera de vida, la escritora Almudena Grandes:
«Porque vivir entre recuerdos es ya tan importante como imaginar el futuro».
La de Camilo José Cela en La familia de Pascual Duarte:
«A mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera».
Dedicatorias muy locas, como la de Juan José Arreola en Palíndroma:
«La dedicatoria se suprime a petición de parte».
La de Neil Gaiman en Coraline
«Empecé este libro para Holly, lo terminé para Maddy».
Y me desencaja la de Tobías Wolff en Vida de este chico
«Mi padrastro solía decir que con lo que no sé se podría llenar un libro. Aquí está».
El ego también aparece en algunas. Babe Walker, sin ir más lejos, no encontró a nadie mejor que él y se lo dedicó a sí mismo.
«Dedicado a la persona más fuerte que conozco: yo».
Y una, la penúltima, con una insuperable carga de humor e ironía, encontrada en un libro de relatos de cuyo nombre no puedo acordarme.
«A mi esposa, sin cuya ausencia, me hubiera sido imposible escribir este libro».
Pero mi preferida de siempre, lo decía al principio, es la que Antoine Saint Exupéry escribe para El principito, y en la que se disculpa con los lectores (para él, siempre niños) por dedicársela inicialmente a un adulto:
«A Leon Werth:
Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esa persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esa persona mayor lo comprende todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esa persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío; tiene verdadera necesidad de consuelo. Por si todas esas razones no fueran suficientes, dedico este libro al niño que una vez fue esta hoy persona mayor. Todas las personas mayores han sido niños alguna vez (pero pocas lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A Leon Werth, cuando era niño»
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