A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA XL: “EXIT ABOVE” – Anne Teresa de Keersmaeker, Meskerem Mees, Jean-Marie Aerts, Carlos Garbin, Rosas
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
27 de abril de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
La juventud es una fluctuación entre lo posible, el descaro y el realismo mágico: ¿Cuánto pueda engañarse uno mismo? Esa tarde me reconocí frente al espejo que hay al bajar de la primera planta del Teatro Central, en una suerte de gesticulación que pretendía ser fluida y que, me temo, resultaba espasmódica. Y todo ello porque había salido de un concierto que me había inspirado la capacidad de rapear con la fuerza de aquella joven. Espejismo, autoestafa, lo sé, apenas lograba tartamudear rápido y ya me creía todo un profesional, la emoción todo lo arrasa, es temible. Por otra parte, una vez vi qué obra se avecinaba en quince minutos en la Sala A, mi inclinación musical gravitó hacia la danza contemporánea, estaba dispuesto a mover este cuerpo espectral como un reflejo de lo que estaba por llegar: EXIT ABOVE con coreografía de Anne Teresa de Keersmaeker, música de Meskerem Mees, Jean-Marie Aerts y Carlos Garbin, así como producido por Rosas.
Me encontré un escenario oscuro cuyo suelo estaba dividido con líneas curvas de colores llamativos que se disponían como extravagantes intenciones, figuras geométricas, todas concéntricas, que regalaban la sensación de reparto energético de aquel espacio. A un lado, pude comprobar cuatro guitarras poco habituales, dos de ellas con resonador de metal, típica del blues y country. Al fondo, una cortina de plástico que cobraría gran protagonismo pronto, pero no quiero adelantarme.
Una vez el público se dispuso por aquel graderío hasta casi la ocupación completa, salieron tres de los protagonistas de aquella noche: el guitarrista, la cantante y el ángel. Me permito esta nomenclatura en función a la letra que se interpretó y a su papel como bailarín solista durante la primera mitad del espectáculo. Una rueda de efectos en loop se formuló como instrumental sobre la que Meskerem Mees cantaba con una cálida calma que era sorprendente. El resto del espacio escénico estaba dominado por aquel bailarín de rizos largos y claros durante los primeros quince minutos. En algún punto de este desarrollo, comenzó una de las ideas estéticas más bellas del espectáculo: cobró vida la cortina de plástico, que elevada a gran altura, empujada por los vientos de un ventilador potente, simulaba con el movimiento del mismo, regurgitar una marea oceánica que, a veces, galopaba sobre las cabezas de estos artistas, y otras caía sobre el ángel, en trampa que exageraba sufrir, y que creaba una atmósfera de cuento narrado o sueño, al que todos en el público nos entregamos con entusiasmo.
De hecho, el resto de los bailarines, un total de nueve más que se sumaban a los presentes, iniciaron su aparición por el fondo, y quedaron estáticos, como una sorpresa repentina, bajo aquella corriente de aire y plástico, extensión del realismo mágico, la cual a veces empoderaban acústicamente, deteniendo toda música durante minutos, para que se oyese el crepitar de aquel material que volaba y se retorcía con hálito de ficción terrenal. A partir de la quietud, del silencio, llegaría la segunda parte de esta obra, sembrada de acción y falsa sensación de entropía, pues a pesar de movimientos colectivos diferentes y esporádicos, se entreveía una sincronicidad intermitente que hacía palpitar aquella energía joven y cargada de electricidad orgánica.
Con alas musicales al más puro blues guiado por la resonancia de una marcha o beats electrónicos que subían los bpm para forzar el cardio de la actuación (por cierto, aplaudo cómo los programadores del Teatro Central encuentran vínculos entre obras, como en las obras de aquella tarde fue la elaboración sonora con electrónica y guitarras), incursiones en rapeos, break dance y acompañamiento de saxo eventual, este grupo de jóvenes entregados desataban sus habilidades con descaro y sin regalarse en sonrisas o gestos de alivio, no, más bien al contrario, durante muchos momentos miraban con seriedad al público, casi retándoles (no me incluyo porque como eidôlon no era capaces de captarme con sus pupilas terrenales), aunque acto seguido hicieran muecas infantiloides o simulasen arcadas (la primera fila se llevó más de un susto cuando parecía que alguno de ellos les vomitaría en el regazo).
Diversión y poder, arrojo, potencia concentrada de su juventud, precisión bajo presión, la elevación de una estética desde el estoicismo de formas y tempos. Esto supuso la obra durante la hora y media que ocuparon aquel espacio. A veces me recordaban a los clásicos ejercicios que se emplean como calentamiento en un curso de teatro, amparados en la improvisación nerviosa que lleva a engrasar la máquina, a conocerse e intuirse, para luego trabajar con vinculo. Pero el esfuerzo y la meticulosidad era patente. Incluso consiguieron que el público arrancase a aplaudir sin poder esperar al final de la obra, medalla que se llevaron de Sevilla, junto con la lluvia final de aplausos de aquella enorme grada. Acabé bailando en el escenario cuando todos salieron, cuando las luces cedieron al descanso, olvidando, por su culpa, mis veinticuatro siglos de trayectoria y los límites mentales con los que uno mismo se tiraniza cuando se descuida.
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