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SONIDOS E INCONVENIENTES – Israel Galván

A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.


 

CRÓNICA XXXII: “LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA” – Israel Galván

 TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO

 

1 de marzo de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Los sonidos evidencian situaciones más allá de la intención con la que pueden ser emitidos. Si alguien tose cerca de mí, más allá de que pueda querer reconcentrar la atención de quien le antecede en una fila, capto matices como si es fumador o no, si anda congestionado, si está deshidratado o se ha despertado hace menos de treinta minutos; para un oído sensible, el mundo es transparente. Esto puede ser un inconveniente, no quepa duda: la sobreinformación esculpe un ambiente animado en hosco, con el dolor de cabeza que le sucede, por supuesto. Muchísimos músicos perciben estas líneas en la telaraña del día a día, al tener un entrenamiento superior en la escucha activa. Yo, sin embargo, sé hacerme el sordo a placer.

No obstante, hay ocasiones que tu mente derroca todas tus defensas porque reconoce un sonido que puede augurar amenaza y, en mi caso, en aquel vestíbulo del Teatro Central, me sorprendió reconocer dos tonos de voz joviales que hacía nueve saltos intertemporales había padecido en forma de acoso: Por supuesto, me refiero a la extraña pareja, uniformados de gris, la chica de la melena y el chico alto como un junco, que resumiré en adelante como «Pelo Rosa» y «Pelo Pincho» o, en conjunto, como los «Fan-Fantasmas» o «Fan-Fan», seguidores acérrimos de la actividad paranormal, que ya me buscaron las cosquillas en su día con su detector de psicofonías. Los vi enfrascados en una conversación en torno a dos aparatejos que manipulaban con mucha atención. «¡Qué pesados!» exclamé y uno de aquellos aparatos iluminó un piloto rojo mientras ellos confirmaban sus sospechas y miraban a su alrededor. Decidí esquivarlos y me fui tras los pasos de uno de los miembros del equipazo del Teatro Central; una mujer alta, con el pelo rubio, que irradiaba movimientos enérgicos, y derrochaba vitalidad, mientras tenía enfundados unos cascos con micro por los que iba dando indicaciones a vete tú a saber qué ejercito de técnicos. Los Fan-Fan detectaron movimiento en el otro aparato que tenían, alguna variante de temperatura infracorporal, o algo así oí que dijeron mientras me alejaba, yo qué puedo saber de eso si para mí un bolígrafo es toda una modernidad.

Caminamos a la Sala A, al vestíbulo de vuelta (las maquinitas de los Fan-Fan venga a pitar), escaleras arriba, abajo, a la puerta principal, de vuelta a la Sala A; lo cierto es que el trabajo de esta mujer la mantiene en forma física y mentalmente, ¡qué control para que todo marche como debe! «¡Eva! Eres Eva Burgos, la jefa de sala, ¿verdad?» exclamó Pelo Rosa y la mujer a la que acompañaba se giró con una sonrisa y confirmó su identidad. «¿Podríamos acompañarte hasta que comience el espectáculo? Somos estudiantes de…» No sé qué trola presentaron, pero Eva Burgos, tan generosa y profesional, les indicó rápidamente que no tenía impedimento, siempre que le dejaran espacio para trabajar. «Inframundos, cómo han intuido mi modus operandi» murmuré con rencor, y aquella luz roja no hacía más que parpadear como un faro para el más allá.

Sonidos, Inconvenientes, Israel Galván, Danza

Fuimos los cuatro al acceso a la sala principal mientras el numeroso público llegaba en un anunciado «Localidades agotadas» para la obra «LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA» de Israel Galván. Pude contemplar, en aquel espacio abierto del escenario, diferentes elementos, círculos de madera en su mayor parte, algunos como tarimas y otros como contenedores de otros elementos. También hubo una zona con arena y gravilla, otros con una suerte de alfombra, alguno más con una plancha de metal. Pero el protagonismo visual, desconcertante cuanto menos, eran los dos pianos de cola, enfrentados y próximos, que se disponían en el lateral izquierdo. «¿Qué pretenderán?» medité absorto por la belleza de aquellos instrumentos. Tras rápidas comprobaciones de los Fan-Fan, Pelo Rosa dio un paso hacia mí y dijo «Estamos convencidos de que hay un espíritu en el Teatro». Por supuesto, sus palabras se dirigían a la jefa de sala, que miraban a través de mi cara. «Todos los teatros tienen su propio fantasma», dijo antes de marcharse para comprobar alguna señal por el auricular.

Yo decidí huir donde nadie me siguiese, al centro del escenario. Y ahí quedé. Hasta que apareció el propio Israel Galván, vestido de negro, con chanclas, y comenzó a pisar un inflador que recargaba una suerte de colchoneta rectangular de goma, propia para piscinas, o eso tengo entendido. Yo, a su lado, pude ver el rostro de sorpresa del público, que luego derivó a la risa, a la paciencia amable y, finalmente, a la observancia del reloj con disimulo. Quince minutos, conté casi al descuido, duró el experimento de taconear y moverse sobre la colchoneta, en completo silencio, a fin de que fuese reproduciendo por los altavoces el ritmo de aquellos pies descalzos sobre el plástico. Puede que ya viniese nervioso, quizás no me enterara de la importancia de la reincidencia durante tanto tiempo, pero a mí, tras cinco minutos, ya se me empezó a hacer larga esa primera etapa. Entonces llegaron los pianistas.

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Dos pianistas para dos pianos (Daria Van Den Bercken y Gerard Bouwhuis). Su tarea no era interpretar piezas como disfrutan el común de los mortales, no… La mayor parte del tiempo que duró aquella obra se esforzaron por seguir partituras que regaban con notas sueltas y, a menudo, simultáneas, para crear una cacofonía bien intencionada y un acompañamiento sonoro (más que armónico) con el que insertar los ritmos que Galván haría con sus zapatos por las diferentes superficies antes mencionadas. A mí, aquella atmósfera acústica, me dio ideas decimonónicas de cómo espantar a mis perseguidores. Aproveché que los intérpretes se afanaban en un discurso triple que no parecía dialogar mucho entre sí, más bien sobreponerse a toda costa, y crucé el escenario, dispuesto a posicionarme junto a las butacas de aquellos amantes de lo paranormal. Una vez junto a sus orejas les soplé en la nuca (algo que siempre funciona), y empecé a recitar una serie de actos vandálicos que podrían sufrir sus almas si seguían con ese empeño en el inframundo. El aparatito vibraba como si no hubiese botón de apagado, y el piloto cada vez más colorado, y ellos pálidos, compungidos, con el tembleque en el extremo de la ceja, ya no sé si por los sonidos de Galván o porque mi mensaje estaba llegando a su destino.

Entonces el ambiente cambió. Israel Galván pasó su espectáculo rítmico sobre al proscenio, en el que un círculo de arena, microfoneada desde bastante proximidad, supondría un recurso fructífero para pisar y arrastrar las suelas de sus zapatos. ¿El resultado? ¿Acaso no puede cualquier imaginarlo? Fueron momentos muy desagradables, máxime con la elevada intensidad que se proyectaba de aquellos altavoces. Y es que el volumen en torno al trabajo de Galván creo que desmejoró el resultado final, distorsionando el goce auditivo en un estremecimiento incómodo según dónde pisase. Y no creo ser el único, vi a gente llevándose con disimulo una mano a la oreja para amortiguar aquel rechinar en gravilla. Yo, por mi parte, salí corriendo de la sala, al menos hasta que aquello pasase. De vuelta al vestíbulo, fue como respirar tras una gran inmersión submarina. Allí estaba Eva, mucho más relajada, comentando algo con compañeros del teatro. Me di una vuelta y decidí atravesar una pared que daba directamente al lateral izquierdo del escenario.

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Allí pude apreciar con más detalle la alta concentración de los músicos, quienes no despegaban las pupilas de los pentagramas, ni siquiera para cerciorarse si al público le gustaba lo que experimentaba. Oí un ruido y vi, fuera de escena, en los hombros del escenario, a esa pareja de Fan-Fan que venía siguiendo las evidencias tecnológicas que reportaban sus aparatos. Entonces me desplacé al otro extremo de la escena y me llamó la atención no ver al bailaor flamenco. Entonces volvió bajo los focos, con nuevos zapatos y un abanico de plumas rosas. Desató unos minutos de gestos y coreografías que, entiendo, pretendían crear balsas de humor entre tanto silencio oral y tanta entrega física, pero… no lo entendí. Es decir, soy un dramaturgo de hace veinticuatro siglos, se dice pronto, pero sé de sobra que ejercer movimientos y gestos de lo que tradicionalmente se ha considerado femenino como un recurso cómico, por el hecho evidente de que es un hombre el que los ejecuta, me pareció tan desfasado y pobre que no me invocaba ninguna empática sonrisa, más bien la indiferencia del que se le hace larga la broma. No sé, esto, el final con la montera de torero, la estridencia de la arena o la chapa metálica, la abstracción de los pianos, todo creó un conjunto que atisba buenas intenciones pero ideas que, vista la práctica, necesitarían pulirse más aún, atinar una mayor fluidez, eliminar esquirlas que sobran a todas luces, y dar rienda suelta a ese gran talento para el taconeo flamenco que manifiesta Galván en su trabajo.

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El título, «La consagración de la primavera», eluda a la obra de los Ballets Rusos de Serge Diaghilev (estrenado un 29 de mayo de 1913, con ánimo de romper la tradición y crear una nueva era artística), con aquel viejo argumento que orbitaba en torno a la historia del sacrificio de una víctima, mujer joven para ser precisos, que a fin de celebrar la llegada primaveral, bailaba hasta la muerte frente a su tribu. Creo que no es necesario, en este 2024 en el que aparecí, sacrificios ni invocaciones a la muerte más allá de ciertas fantasmagorías; mira por dónde, ahí sí estoy de acuerdo con Pelo Rosa y Pelo Pincho. No hay necesidad de agraviar la salud auditiva del público, tampoco de estirar repeticiones para rellenar tiempo, aunque entiendo el homenaje a la música de Stravinsky y Diaghilev, con un buscado reflejo sensacionalista de sorpresa y molestia por parte del público que no comprende, no está predispuesto o, simplemente, se siente defraudado. Es una variación, un homenaje, no es Stravinsky y Diaghilev en escena, por lo que no sé si todo vale refugiado en la bandera de la vanguardia. Puede que más valiese algo rico en brevedad, puntería y equilibrio. Quizás tenía la mente en otra parte, soy un completo ignorante en taconeos flamencos, sé que Israel Galván es alguien reconocidísimo, y la obra estuvo plagada de ejecuciones técnicas de alto nivel por su parte. No obstante, mi experiencia fue esa, y muchos a mi alrededor consultaban la hora o resoplaban con algún pretexto no muy lejos del mío cuando el espectáculo se enquistaba en sonidos e inconvenientes no pretendidos. La primavera, al parecer, también podría tomar cuerpo de silencio y florecer en paz.

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