jueves, abril 25, 2024
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¡Qué grande era el Cine!

¡Qué grande era Garci¡ ¡Qué grande era el cine¡ ¡Qué bello era (sigue siendo) vivir¡ Gracias a ellos aprendimos a interpretar los poemas visuales del cine mudo, descubrimos el cine negro, el neorrealismo, la nouvelle vague y a los actores, actrices, directores o guionistas más grandes de la historia del cine. 


Hace poco leí una frase del director de cine Billy Wilder que me devolvió a aquellos instantes primigenios de la infancia (y parte de la adolescencia) donde los verdaderos alumbramientos y deslumbramientos se celebraban en torno a una rectangular pantalla de tela blanca y un cucurucho de palomitas con sal.

“Si el cine consigue que un individuo olvide por unos segundos que ha aparcado mal el coche o ha tenido una discusión con su jefe, habrá conseguido su objetivo”.

Y yo estoy muy de acuerdo con él, porque, a fin de cuentas, la vida consiste básicamente en eso, en evadirse por unos instantes de la realidad y saborear placeres tan exquisitos, mundanos e intensos como los que, por ejemplo, el cine es capaz de ofrecernos a poco que nos dejemos llevar.

Cuando el escritor cubano, Guillermo Cabrera Infante, era precisamente un infante, y la escasez en la isla, abundante, su madre le preguntaba si prefería ir al cine o a comer ¿Cine o sardina? no había suficiente dinero en casa para hacer ambas cosas. Guillermo nunca escogió la sardina.

Cuando uno es niño, la pasión por ciertas maravillas se coloca por encima de ciertas necesidades fisiológicas, por eso, no es de extrañar que la infancia y el cine continúe siendo, a día de hoy, uno de los encuentros que más fascinación provoque.

Recuerdo las dos primeras películas que yo vi proyectadas en la gran pantalla de un cine. Fue en las sesiones de los sábados, en el salón de actos del colegio donde estudiaba. Ver con siete años La máscara del zorro (la de Tyrone Power) o Robin de los bosques (la de Errol Flynn), me conformó como el adulto que hoy en día soy. Ambas marcaron, en cierto modo, mi forma de ser en la vida.

Me marcó el sentido del humor y la ironía como armas de recreación masiva dibujada en todos sus protagonistas y me marcó, sobre todo, el sentido de justicia social de las tramas de ambas películas. Un espadachín burlón que se pone del lado de los oprimidos y un arquero a caballo que roba el dinero de los ricos para dárselo a los pobres, te hace tomar partido. Quien vea en el cine a tan corta edad al Zorro o a Robin Hood, sabe ya para siempre de qué lado va a estar en la vida.

Pero me marcó también la estética del lugar. Lo que sucedía en una sala de cine era lo más parecido a lo que podía suceder en un sueño. Solo había que acceder a ella atravesando unas cortinas de terciopelo rojo escarlata, sentarse en la butaca y esperar a que se apagaran las luces para que alguien comenzara a contarte un hermoso cuento mediante imágenes secuenciadas 24 veces por segundo.

Cuando aquellas películas finalizaban lo hacían siempre con un THE END. Entonces aumentaba en la sala el volumen de la música y los títulos de crédito comenzaban a trepar desde la zona baja de la gran pantalla. Yo, sin moverme de la butaca, asistía ensimismado al colofón con la fascinación del niño que observa una medusa deshaciéndose en la orilla.

Ver tantas películas y a tan temprana edad, hizo que los de mi generación supiéramos bien pronto lo que era el cine, lo que no sabíamos era lo grande que era. Eso, nos lo fue mostrando poco a poco el cineasta José Luis Garci desde el plató humeante de un programa de televisión que comenzó a emitirse a principios de los 90. ¡Qué grande es el Cine! o ¡Qué grande era el cine! Si Bach con su música había ordenado el cosmos, Garci ordenó los registros cinematográficos de quienes intuíamos una grandeza artística aún por descubrir.

Sólo escuchar en la cabecera la música de Moon River, el inolvidable tema de Henry Mancini para Desayuno con diamantes, al tiempo que aparecía en pantalla un rollo de celuloide en cuyos fotogramas salían imágenes de Gilda, Ciudadano Kane o Lo que el viento se llevó, sabíamos que nos encontrábamos ante un programa de inmensa calidad que colocaba en el centro del escenario al mejor cine clásico de todos los tiempos.

Se llegaron a proyectar 476 películas. Desde la primera «El buscavidas», hasta la última «Fresas salvajes», transcurrieron diez años. Todos los lunes a la misma hora, durante esa década absolutamente prodigiosa, yo asistí puntual a la cita, con la inquietud y la curiosidad de quien aguarda impaciente para abrir un regalo sorpresa en forma de western, aventura o comedia romántica.

Garci, aquel hombre tranquilo, nunca estuvo solo ante el peligro, un grupo “salvaje” de críticos y tertulianos entre los que se encontraban Antonio Giménez Rico, Eduardo Torres Dulce, Juan Miguel Lamet, Juan Tébar, Nativel Preciado o Clara Sánchez, lo acompañaban en el plató para desenfundar sus agudos comentarios con más puntería y rapidez que el mismísimo John Wayne. A veces se preguntaban ¿Por quién doblan las campanas? Otras, viajaban en busca del Arca perdida o regresaban enamorados de Howard End gritando ¡Qué bello es vivir¡

Gracias a ellos aprendimos a interpretar los poemas visuales del cine mudo, descubrimos el cine negro, el neorrealismo, la nouvelle vague y a los actores, actrices, directores o guionistas más grandes de la historia del cine. Sí, en aquella época, la fiesta del séptimo arte fue grande.

¡Qué grande era Garci¡ ¡Qué grande era el cine¡ ¡Qué bello era (sigue siendo) vivir¡


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