Coltrane, que en sus inicios admiró con reverencia al trompetista Dizzy Gillespie o a los saxofonistas Lester Young, Johnny Hodges y Charlie Parker, Bird, es el virtuoso del no virtuosismo, el maestro formal del silencio, de la sugerencia, del ritmo loco y atonal, de la nota fantasma. Un prodigio de la improvisación a piel de saxo.
La primera vez que visité New York me instalé en una de las pequeñas pero coquetas habitaciones de la Davids’s Room, una moderna residencia de estudiantes ubicada en mitad de la séptima avenida, en el Dowton, cerca del Greenwich Village. Para mí, que acababa de cumplir veintitrés años, aquel sería un viaje iniciático en todos los sentidos donde el tiempo y el espacio iban a rebasar con creces los límites inexpugnables de su propia dimensión.
Dos días después de mi llegada, alguien deslizó una hoja de papel por debajo de la puerta con un texto inquietante escrito en inglés «Si te gusta el jazz y te apetece asistir a un concierto mágico, toca tres veces la campana que hay en el descansillo y pasamos a recogerte a partir de las siete». El jazz no sé, pero sí me gustaba la música en general, aunque no tenía claro si me gustaba tanto como para dejarme llevar por nosesabebienquienes a un lugar inconcreto para escuchar algo indefinido. El caso es que no lo pensé demasiado, salí al descansillo y toqué tres veces la campana.
Me gustó que fueran puntuales y, sobre todo, insultantemente divertidos. Después de cenar la mejor Chees Burguer de mi vida, mis circunstanciales vecinos de la tercera planta de la David’s y yo, atravesamos la puerta que daba acceso al Village Vanguard, la madre de todos los templos del jazz habidos y por haber. Recuerdo no haberme acomodado todavía cuando las luces se apagaron de pronto y en el escenario aparecieron tres músicos relativamente jóvenes versionando canciones de un tal John Coltrane.
Aquel sonido me enganchó desde el minuto uno. Tocaron varios temas. Arrancaron con el In a Sentimental Mood y continuaron con Autum leaves, pero fue al escuchar el A love supreme cuando me pareció acceder a una epifanía en forma de éxtasis, esa sensación de saberse parte de una experiencia virginal, el pasmo ante la picadura de un alacrán llamado free jazz.
Me enamoré de aquel músico y de aquel tema en particular como otros se enamoran de los cielos anaranjados de los atardeceres o de las trenzas simétricamente dispuestas en la espalda desnuda de una muchacha. Desde entonces, no dejo de arrodillarme ante quien ha sido capaz de expresar, para mí, lo musicalmente inexpresable.
Coltrane, que en sus inicios admiró con reverencia al trompetista Dizzy Gillespie o a los saxofonistas Lester Young, Johnny Hodges y Charlie Parker, Bird, es el virtuoso del no virtuosismo, el maestro formal del silencio, de la sugerencia, del ritmo loco y atonal, de la nota fantasma. Un prodigio de la improvisación a piel se saxo.
Y el A love supreme, sin duda, el tema musical con más carga espiritual que he escuchado nunca. Un salmo que transpira al mismo tiempo amor cósmico y conciencia de una espiritualidad global. Una plegaria conmovedora, un auténtico evangelio de la revelación, capaz de trasladarte del cielo a la Tierra y del pecado a la adoración sin pasar por el purgatorio de lo insustancial. El intento logrado de dialogar con la divinidad a través de un saxo tenor.
Desde los primeros acordes, Coltrane anuncia un viaje lleno de misterio. Y es como la vida real, crees que sabes cómo controlarla. Sin embargo, los giros, las subidas y las bajadas, se producen como nunca antes lo habían hecho otras notas y otros arpegios al salir desde ningún otro instrumento. Cada vez que lo escucho es como si recorriera de noche el corazón de las tinieblas, de Conrad, subido en una montaña rusa.
A love supreme fue su carta de amor a Dios, el fraseo místico con el que Coltrane le mostró gratitud por haber podido acceder a una espiritualidad que, lamentablemente, no disfrutaría demasiado tiempo. Su adicción al alcohol y a la heroína iban a acortar su truculenta, pero inspiradora vida, más de lo que cualquier aficionado al jazz hubiera deseado.
Hoy, en la soledad de mi apartamento, rememoro aquel primer viaje a New York mientras escucho a oscuras el A love supreme de John Coltrane. El cielo de la habitación arde con cada alarido, con cada fraseo, con cada rasgo sostenido. Sigo pensando que hay un salto temporal entre el Matthaus passion de Johannes Sebastian Bach y este disco memorable. Lo que transcurre en medio de estas dos primaveras musicales, es tan solo un invierno de acordes y ripios más o menos bienintencionados, pero nada más, y eso hace que me pregunte si acaso el ser humano necesita a veces caer en el pecado para así poder alcanzar el misterio a través de la redención.
Quizás para llegar a ciertos límites creativos haya que vivir el hundimiento y después la regeneración, la expiación. No sé si quien no ha caído nunca en el pozo del barrizal y la sombra puede llegar a sentir ese vértigo del abismo y la posterior remontada hasta alcanzar de nuevo la superficie. No sé si realmente se puede llegar a alcanzar el amor supremo. Coltrane parece que sí pudo.
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