martes, diciembre 3, 2024
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EL OLVIDO QUE RECUERDO – David Montero

A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionadas con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.


 

CRÓNICA XXVI: “El tiempo del hijo” – David Montero

 TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO

 

10 de febrero de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Recuerdo una anécdota, aunque parezca contradictoria. Una mosca me rondaba en este espacio sin tiempo que es el Limbo, sin piedad, repito, sin-pie-dad. Metía manotazos alrededor de mis orejas, me intentaba proteger de su zumbido pero siempre fracasaba, «¿quién te envía, pertinaz? ¿Con qué te han tentado para que me acoses así?», le llegué a gritar, como un poseso. No entendía que hubiese moscas en la posvida. Caminé, casi siempre, en círculos, y no sé si fue la mejor estrategia para dejarla atrás, pero en esas circunstancias no puedes amasar ideas, aun así fui paso a paso, con prisa, como si nadase por el aire, para dejarla atrás y volver a ser uno mismo. Nunca vi a la mosca. En ningún momento. Cuando caí en la cuenta de mi histeria parece que se desmaterializó, no estaba en ninguna parte. Entonces yo me transporté al Teatro Central, anduve por sus pasillos, me interné en la Sala B, tomé posesión de una butaca y olvidé esta lamentable batalla entre especies. O eso creía hasta que vi EL TIEMPO DEL HIJO de David Montero.

Me explico rápido: David Montero ha creado una dramaturgia autobiográfica que pretende la catarsis de la experiencia como hijo que ve a su madre transitar el descenso al Alzheimer y, tras el páramo, su muerte. La intensidad es elevada desde que se lee la sinopsis en el folleto que se oferta en los pasillos del propio teatro, pero la responsabilidad escénica le ha llevado a filtrar todo el homenaje a su madre y su dolor desde una multiplicidad de recursos que facilitan al espectador un acompañamiento amable y emocional.

Olvido, Recuerdo, Alzheimer, teatro, David Montero

Llega el público y David, vestido en tonos grises, enmascarado con un caso de esgrima, se encuentra iluminado, en una suerte de armario metálico, con las puertas batientes abiertas, llenas de pantallas que reproducen diversas imágenes, y que, en el tercero de los escalones instalados hacia el suelo escénico, se haya acoplado un rectángulo luminoso en el que transita un mensaje en letras rojas sobre la prohibición estatal de arrojar en cualquier parte cenizas humanas. Este elemento servirá como punto de fuga para el drama, mediante una misión informativa y humorística.

Cuando llega el momento, tras apagarse numerosas pantallas de aquel tríptico visual, con ademanes mecanizados, casi protocolos nemotécnicos contra el olvido, se quitará el casco y bajará frente al público, iniciando unos saludos de agradecimientos, como si se tratase del final de la obra. Con esto, David Montero desconecta la linealidad del espectáculo, entregándonos al desconcierto a base de repeticiones, y cuando decide aterrizar, cuando la música se distorsiona y deshace, cambia el ambiente lumínico y comenzará a narrar su experiencia por este tránsito del dolor y desconcierto.

Olvido, Recuerdo, Alzheimer, teatro, David Montero

«La madre luchará por recordar y el hijo por olvidar» se dice de forma contundente. En esta purga emocional se atravesarán diversos episodios musicales, cosa que me llamó mucho la atención, pues no lo habría imaginado. Boleros, flamenco, disco, saetas… Esto me hizo recordar en el último día que me materialicé en este teatro. Justo aparecí en el recibidor y contemplé al propio David Montero entregar la urna de cenizas de su madre al director del teatro, la misma urna roja que ahora está en escena, acompañado por un par de músicos, un séquito de silenciosas ánimas y alguien que, desde la primera planta, cantó en su homenaje algo como una saeta religiosa. Aquel flash surgió desde mi propio olvido, sí que fue muy extravagante, y lo dice un eidôlon. Hay homenaje, por supuesto, pero también mucho humor duro y necesario para sobreponerse en la mayor de las desgracias.

Una exposición valiente y arriesgada en la que se intenta contener una narración de historial clínico, de momentos en la vida de una mujer que lo dio todo por sus hijos, de cuidados y presencia desgarradora («el Alzheimer es como un duelo en diferido»), pero también de dudas que corroen por dentro («¿Es verdad que no fuiste feliz en ningún sitio o soy yo que tengo Alzheimer para tu felicidad?»). Por supuesto, llega el momento en el que se agrieta esa firmeza y surgen gritos, canciones, intermitencias de los temas, ironía, apoyo lumínico para habitar un espacio que bien podía ser la caverna del olvido, y hasta una exposición innegociable de su propio cuerpo mientras canta a su madre, abrazado a la urna, para cerrar su propia trilogía autoficcional.

El apoyo visual, mediante las pantallas de mayor tamaño, también tendrá un papel importante, tanto en colores y luces, como en vídeos, como unas manos cocinando (las manos de Montero llevaban las uñas pintadas de la misma manera, intuimos que del color con las que se las decoraba su madre), una fotografía del día de la boda de su madre (detonante para la interrupción del discurso), o imágenes de él mismo, en posición recogida sobre amigos o personas de apoyo, que recordaban a las posturas icónicas de escenas como La Pietà de Miguel Ángel. Un gran amor acompañado de un temor reverencial a la ausencia, con rostro de olvido y de muerte. Toda una expiación para la amnesia y el recuerdo.


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