sábado, julio 27, 2024
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EL HAMBRE DE LOS QUE HACEN (Crónica II del 19 Festival de Cine Europeo de Sevilla)

Este es un año de riesgo y oportunidad en el que las historias surgen dentro de otras, como un continuo fluir. El 19º Festival de Cine Europeo de Sevilla desarrolla toda su potencia en sus tres sedes para ofrecer una abanico audiovisual muy completo al cinéfilo, todo ello acompañado de encuentros con autores relevantes del panorama. Precisamente este año, Víctor Vigía atravesará por primera vez ese mundillo con toda la legitimación imaginable: Acreditado como cineasta. O eso va diciendo por ahí. 


Yo, Alberto Revidiego, dejo paso a esta primera crónica escrita por Víctor Vigía desde «La butaca del Enmascarado» en el 19 Festival de Cine Europeo de  Sevilla. 

Crónica II del 19 Festival de Cine Europeo de Sevilla

Un artista mira hacia dentro y atrás para explicar lo que tiene delante. Es confuso, debo reconocerlo, pero siempre funciona así, o esa es mi experiencia; es la única forma de atrapar a esas criaturas etéreas que son las ideas. Corren por el viento, se esconden en los cajones, retozan sobre las almohadas y danzan entre los vapores de una taza de café. Son caprichosas: cuando las necesitas, se alejan; cuando no tienes tiempo, te apabullan. Por eso existe la necesidad de reflejarlas fuera de nosotros. O eso creí entender en Las paredes hablan, el documental filmado por Carlos Saura. 

Bajo mi almohada esa noche sólo habitó mi acreditación, que cada cierto tiempo sacaba y besaba, como si se tratase de la estampita de un santo o un duende de la suerte. Poco pude dormir de pura emoción, por ello a eso de las ocho de la mañana salí de mi piso, desayuné cerca del centro neurálgico del Festival y entré al pase para acreditados de las nueve y media. Saura se propone hablar de la misma necesidad que ata a su entorno tanto al artista de las Cuevas de Altamira como a distinguidos pintores y grafiteros de la actualidad. Se reflexiona, se hacen preguntas, y por el camino circulan personalidades como Juan Luis Arsuaga, Miquel Barceló, Suso33 o Musa71. «Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo.» recoge en pantalla la frase de Jorge Luis Borges. Yo, por mi parte, reconozco que me sentí inspirado y busqué con urgencia en los bolsillos de mi cazadora hasta encontrar un pequeño lápiz de los que “regala” Ikea. Con él empecé a hacer rayones en un viejo ticket de mi bolsillo: Un bisonte con gafas de sol y un bote de spray; a su lado un ciervo, con una botella de licor de hierbas, vomitando. Ahí empezó mi carrera como artista plástico que duraría exactamente veintitrés minutos (arranca la contrarreloj). 

Fui a por café (diez minutos). Saqué el libro que había pillado por casa para los tiempos muertos, segunda novela de vikingos de la saga Sajones, Vikingos y Normandos y leí su inicio: «Estos días miro a los jóvenes de veinte años y se me antojan patéticamente imberbes, apenas destetados de los pechos de sus madres.» Levanto la vista, coincido de pleno, veo a los chicos en Prácticas en el SEFF y aunque apenas nos llevamos una distancia de cinco años… es una realidad (ocho minutos). «Con todo, cuando yo tenía esa edad me consideraba un hombre hecho y derecho. Había tenido un hijo, luchado en un muro de escudos, y detestaba dejarme aconsejar por nadie. Por no alargarlo, era arrogante, estúpido e indomeñable.» Ahora lo veo, soy así, mi hijo es mi corto; el muro de escudo, las dificultades para entrar al Festival (tres minutos, treinta segundos). Un vikingo me habita desde que soy cineasta, un vikingo que surge entre el azul y verde del mar icónico de este 19º Festival. Soy capaz de todo. Llamadme Ragnar Blár, pensé mirando con fijeza al camarero (un minuto largo). El camarero repitió la cuenta, impaciente. Cogí una servilleta y le dibujé un bisonte; pretendí pagar con Arte, algo singular y sensible, frente a la vulgaridad de las monedas que tenía en mi bolsillo (treinta segundos en forma de palpitaciones de sien). El camarero se confesó iconoclasta en horario laboral, aquello truncó mi carrera, pagué y, para olvidar el mal trago, entré a la proyección de The eternal daughter de Joanna Hogg.

Tilda Swinton está sensacional en esta obra, cuya tensión psicológica se genera de forma automática al comprobar que la misma actriz interpreta el papel de madre e hija de manera  simultánea. El inicio ya es una declaración de amor por el cine de miedo más clásico: Carretera nocturna, bosque espeso, niebla por todas partes, silencio y mansión con rumores de fantasmas. Un gesto que pretende ser de amor acaba en escalofrío. Recordé que hoy tenía sangre nórdica para infundirme valor ante un posible sobresalto en pantalla, pero esta obra no va por ahí. Es una película calmada (si es que este adjetivo puede desgranarse del concepto de lenta); tanto diálogo en voz baja y oscuridad ofrece la sensación de espiar una escena privada. Me encanta que tenga giro final en un sentido similar a otra gran película de nuestro imaginario. No diré cuál es para evitar el spoiler. 

Tal como salí, agité mi acreditación en la cara ceñuda de los porteros y volví a colarme para ver X14 de Delphine Kreuter. Ciencia-ficción médica, podría ser el subgénero, como también podría ser una realidad contemporánea puesto que ¿estamos seguros de que no existen ya trasplantes que necesitan ser recargados en un enchufe? El robot es el anzuelo para acudir a ver esta película (¡un robot con cresta! Un robot con sentimientos, celoso, un poco psicópata y salvaje. Un robot bastante vikingo, por otra parte). Estuvo bien aunque, siendo su género la comedia, está lejos del diez. 

Pillé un programa del Festival y observé mis opciones vespertinas. Pensé que debería optar por los retos jugosos, es decir, acudir a los teatros implicados, ya que, por algún fallo administrativo, se habían olvidado de invitarme a la Gala la noche anterior. Por ello, me decidí por el Teatro Alameda, con el objetivo de ver Cante Jondo, Granada 1922 de José Sánchez-Montes y Val del Omar, Poeta Audiovisual de Jesús Ponce. Cuando llegué vi que allí estaba la gente guapa. Yo sé a lo que me refiero: Gente que se arregla con alguna excentricidad, los cortes de pelos atrevidos, los narcisistas echando horas frente al río; pero también los organizadores de eventos, los músicos desaliñados, las mentes pensantes con ojeras, los introvertidos socializando con su barrita de energía a la mitad, los extrovertidos intentando sin éxito no gritar y algún que otro vikingo con mirada ebria. Mi gente.

Al pasar por la puerta me pidieron entrada (¡qué pesados con tanta eficiencia!). Les mostré mi acreditación, ya tengo el gesto ensayado, y vi que no se fiaban. «¿Eres ayudante? No, director de cine» ante el silencio tenso añadí «breve. Director de cine breve». Me dejaron pasar porque la tarjeta parecía real y se había formado cola detrás. Pero ahí acabó un poco mi suerte. Cuando llevábamos diez minutos de metraje tras una presentación concisa, la pantalla petó. Vamos, que se fue, kaput, fundido a negro. Todos entendimos el apuro para la organización del propio teatro y festival, no obstante, un tercio del aforo empezó a girar sobre sí mismos, resopló e hizo comentarios para dejar testimonio expreso de que no les gusta que le corten el rollo. Mi vecino mencionó algo en ese sentido, me solidaricé y rellenamos el entreacto con algo de hate. Resultó ser un director documentalista que no ficharon ese año en el Festival. Por supuesto, no le dije que yo estaba dentro, me metí la acreditación por el cuello de la camiseta y Banksy me guardó el secreto. Me dijo que el próximo año volvería con un nuevo documental, y pensé que ojalá nos viéramos los dos como directores en la edición 20ª del Festival de Cine Europeo de Sevilla. Me preguntó mi nombre, le dije que Ragnar Blár (no sé por qué lo hice) y él me preguntó: «¿BlaBlaCar?». Eso me molestó y volví a sacarme la tarjeta. Entonces se apagó de nuevo la luz, así que me giré en mi asiento y, aunque me comentó algo sobre sus miedos como creador, hice como si no existiera. Tengo absoluto respeto a la gran pantalla.

El documental de Cante Jondo era prácticamente animación, con alguna que otra entrevista y foto sobre croma. El resultado es precioso y me dejó con ganas de saber mucho más acerca de aquel primer festival de cante jondo propulsado por personalidades como Falla y Lorca. Cuando aquello terminó me quedé en mi asiento, con toda la información en la cabeza como un salvapantallas. De hecho, creo que se despidió aquel director pero lo ignoré con éxito. Veinte minutos más tardes, repetíamos el ciclo de oscuridad y luz para descubrir a un científico-poeta de la cinematografía, Val Del Omar. 

Genio de la cinematografía, creaba sensaciones más que una narrativa al uso, estaba empeñado en que el público viviera una experiencia extrasensorial cada vez que entrase en una sala de cine. Este autor estuvo implicado en las Misiones Pedagógicas que llevó la cultura a la España de postguerra, así como inventó multitud de cámaras y dispositivos para lograr nuevos efectos. De hecho, fue el primer cineasta que empleó un zoom en una película. Es terrorífico que su figura sea prácticamente un secreto, siendo un Da Vinci del séptimo arte, pero que tenga dos exposiciones de su obra en el Museo Reina Sofía (y una tercera en camino) ya nos debe decir mucho. Sus conocedores son defensores radicales de su obra, otro motivo de orgullo patrio para nuestra cultura.

Con esa sobreestimulación me pasé la noche entera investigando a Val Del Omar, sus películas, experimentaciones, cobertura mediática a través de las décadas, algo casi disimulado en proporción al talento que derrochaba. Cuando agoté Internet, me propuse probar combinaciones de ángulos y elementos a la hora de grabar; puse a cargar el móvil mientras recopilaba por mi piso herramientas: desde el envoltorio de caramelos hasta paraguas y botecitos de curry. Horas de revolcarme por el suelo y subirme a la lámpara, de gritar como lo haría una gárgola o de moverme como un tubo inconformista dieron su resultado. Lo luché, es lo que quiero decir, todo para intentar un segundo corto que mereciera la pena y sorprendiese a los fans del poeta audiovisual. 

Desperté dentro de la bañera, con la cabeza sobre una cacerola en cuyas asas tenía calcetines y plumas. Vi en el móvil que ya eran las doce de la mañana, habría dormido unas cuatro horas; aproveché para ducharme y fregar de paso mi almohada. Salí vestido únicamente con aquellos calcetines a un piso que era un campo de batalla. El cine es complicado, los que no son directores no podrán entenderlo, pero aquella imagen era un buen presagio. Me terminé de vestir y fui en busca de los míos; había visto en Instagram que el director J. Bayona estaría en el Teatro Lope de Vega esa mañana, así que acudí a su encuentro. 

El teatro estaba a rebosar, como es lógico, aunque una gran mayoría de las butacas eran ocupadas por esos jóvenes imberbes a los que aludía mi libro, un público fervoroso que aplaudió y acompañó con respeto al cineasta (a mí ni me reconocieron al entrar, indignante). Se habló de su trayectoria, de cómo es trabajar para Hollywood, de la necesidad de hacer más cine en español y, en ese sentido, dio una exclusiva «ya que estoy aquí, por mi padre, que es de Osuna»: Está rodando A sangre y fuego, película inspirada en la obra homónima de Chavez Nogales. Internet ardió ante la exclusiva aunque a mí me pareció más importante el ingenio final con el que cerró el acto. Había turno de preguntas, se apostó por una última fuera de tiempo, y la chica afortunada quiso saber su opinión sobre el hecho de doblar películas. Se hizo el silencio. Él dijo que respetaba esa profesión pero él prefería consumir películas en su versión original para degustarla en su totalidad. Intentó ser diplomático pero acabó saliendo la sangre sevillana para decir con guasa: «En cuestión de películas… a mí no me la meten doblada.»

Todos salieron, la excusa clásica de debecogerunaviónyvaconeltiempojusto cruzó el auditorio sin crédito. A ver cuándo aprenden a mirar horarios de transporte… o van con la verdad por delante, «un rato, bien; mucho es demasiado, pesaos». Yo cuando llene auditorios en el futuro me pienso relamer en el tiempo, anda que no me gusta hablar de mí mismo, como a casi todos los actores, para qué engañarnos… Procuré saludar a Bayona pero no hubo manera, un nuevo muro de escudos nos separaba. Yo le grité que era su colega, él me miró y vi el vacío en sus ojos; motivo de más, insistí con que pasarle por Whatsapp el corto que hice esa misma noche. Me dio el OK con el pulgar y se fue por otra puerta. Me sabe mal… Seguro que ahora estará pensando por qué no se lo he pasado aún, mira que es despistado… ¿cómo quiere que lo haga sin su número? En fin. Pillé un sandwich (noruego, por supuesto) en el Carrefour más próximo y volví a Nervión para disfrutar de Trío en Mi bemol de Rita Azevedo Gomes.

Esta película es el tipo de obra por la que merece la pena acudir a un festival de cine. Minimalista, rodada durante la pandemia, en una casa que tiene voz propia por sus extraños ángulos y su apertura al espacio natural que le rodea. De hecho, al finalizar la obra, estaba presente la directora y parte del elenco actoral y de diseño, disponibles para coloquio, y alguien del público explicó que, como arquitecto que era, conocía la casa y tenía un magnetismo especial; felicitaba al equipo por haberla aprovechado de tan buena manera. Esta obra tiene una delicadeza especial dentro de la tensión bella que son dos amigos que fueron pareja y que sigue quedando una unión muy fuerte, con la que desarrollan conversaciones (y silencios) muy elaborados a través del Arte, las anécdotas y la complicidad. De hecho, el título corresponde a una obra homónima de Mozart para clarinete, piano y violín que tiene mucho que ver con su historia: Aquí el trío son la ternura, el amor y la pasión. Además juegan con romper la cuarta pared, la película dentro de la película. Salí de allí con más ganas de ser actor que director (tuve que recordarme que mi pasado como actor fue un desastre, al menos sobre las tablas… Para colarme al festival durante dos años sí que fue útil).

Me hubiese ido a reflexionar sobre la película a un rincón del mundo, alejado de la civilización, junto a una chimenea y con una buena taza de café humeante entre las manos. Puse en mis cascos la pieza de Mozart en bucle (anoté en mi libreta el nombre de Rita Durão y Pierre Léon, así como que debía incluir esa música en mi corto experimental valdelomariano). Y anocheció, por lo que decidí, abierto en sensibilidades como estaba, acabar el día con el visionado de Skin Deep, la propuesta de Alex Schaad.

Skin Deep (Aus meiner Haut, título original) nos propone la utopía médica de poder cambiar de cuerpo nuestra conciencia. Hacer trasvases del ego para resolver problemas de pareja o simplemente reavivar la llama, divertirse, probar cosas nuevas. Hay acuerdos expresos y todo transcurre en la intimidad de una isla. No podía dejar de pensar mientras la veía que tuvo que ser muy, muy, muy divertida de crear por parte de los actores (buenísimos la mayoría, y creo que destacan con diferencia el elenco masculino porque las actrices se quedan bastante planas, inexpresivas). No requiere de mucho artificio, es una película de laberintos psicológicos y preguntas sobre la identidad. El día me dio la noche y, contra todo pronóstico, estaba tansobreexcitado que no tuve sueño mientras la luna seguía expuesta, iluminando el cielo como una pantalla circular de cine.

Si dormí dos horas fue un milagro. Dolorido (creo que aún tenía la señal de la cacerola en mi cuello de la noche anterior), fui en busca de una butaca de cine reconfortante. Polaris de Ainara Vera era una gran opción para estar bien hundido en el asiento mientras ves desfilar imágenes de nieve, viento huracanado, icebergs y oleaje embravecido través de paisajes árticos. La música es excelente y acompaña de manera ideal a esos paisajes blancos que se difuminan con el cielo. La protagonista, capitana veterana de navíos de expedición, lleva a cuestas la responsabilidad de que no se hunda su barco, su hermana que acaba de ser madre ni su vida personal. Resistencia física y mental. Me gustó mucho el tratamiento del tiempo, que es muy sutil, siempre reflejado en los cambios del bebé. Una historia de una mujer fuerte y capaz, aunque quizás tiene algunos puntos algo confusos. 

Agotado como estaba, dejé que se fuera la gente y me escurrí al suelo. Mi cuerpo quería descanso; mi mente, más películas. Serpenteé por el suelo hasta la última fila mientras el equipo de limpieza colmaba su tarea de sala. Desde aquella posición, vi como empezaba algo que nunca había podido disfrutar: Un estreno de una serie en la gran pantalla. Me hizo ilusión ese factor diferencial. El proyecto es de Filmin y se llama Autodefensa, dirigido por Miguel Ángel Blanca. Una serie descarada, con personajes jóvenes que viven la vida sin reflexión ni ternura, huyendo hacia adelante frente a un panorama que no resulta muy reconfortante. Chicas listas, capaces, pero que actúan con estupidez o crueldad casi por voluntad propia. 

Proyectaron cinco capítulos: Cap. 1 – Sexo y drogas. Imaginé que me aburriría, hay mucho de eso ya, me parecía decadente que una serie española tenga que empezar con desnudos (como si no hubiese el tópico desde hace décadas relacionado con el audiovisual español en ese sentido). Además no sé cómo será ser adolescente en Barcelona, pero mis fiestas no acababan en cocaína y sexo aleatorio (y soy actor, ojo). Aunque se inicia como un sin sentido, reconozco la originalidad del planteamiento (cruel) de una chica que se aprovecha de un chico que no está seguro si hizo algo que le molestase a ella la noche anterior. No obstante, si eso es un ejercicio de empoderamiento, me parece contraproducente. Cap. 2 – Sigue en la tónica anterior, aunque quizás se baña más en el humor, chica conoce a ídolo de su infancia que le saca treinta años y tiene gustos cercanos a la pedofilia. Lejos de frenarla, se acuesta con él. Luego frases del tipo: «No sé si hago las cosas porque me gustan o porque quiero tener las experiencias más heavys». Empatía cero con gente que, pudiendo, no hace nada por mejorar su vida. Cap. 3 – Ansiedad como tema principal, miedo a desperdiciar la vida. Aquí sí que encontré un capitulazo, bien tratado, con riesgo. Broche de oro al discurso sobre el iglú. Cap. 4 – ¿Es más feliz el ignorante? Gran pregunta que todos nos hemos hecho. Incluso se atreven con cosas más abstractas o filosóficas como conceptos que nos representan. La serie va mejorando, si sigue así quiero verla entera, por supuesto. Cap. 5 – Si bien parten de una idea de piedra angular, desde la que hacer borrón y cuenta nueva, que consiste en dar gracias, pedir perdón y buscar lo que se desea, vuelven a caer en la estupidez voluntaria que intentan reflejar como rasgo habitual en los jóvenes (cosa que no cuela, estoy cansado de esa imagen absurda, que harán algunos, pero muchos otros no vamos por los mismos carriles ya tan trillados en pantalla). Aunque es un capítulo divertido me dejó poso triste. Resumen final: La veré cuando esté completa en Filmin pero creo que está lejos de ser algo que deje huella por mucha promo que le metan, precisamente por caer en lugares comunes de fiesta, drogas y descontrol. O eso o dormir poco me pasa factura y estoy muy hater. Mis disculpas. Cosas extremadamente buenas: Cada entrada es diferente; el guion me parece que engloba bien la oratoria de varias generaciones de jóvenes; hay humor propio original y referencias a humor de internet; la fotografía es colorida sin estridencias, muy agradable; a quien le guste la moda o la antimoda (si es que eso existe), esta serie va a ganar puntos.

 

The quiet girl de Colm Bairéad fue el punto fuerte del día para mí. Una película de drama posado, en el que seguimos los pasos de una chica tímida que vive en el seno de una familia pobre y distante entre sí. Cuando va a llegar un nuevo hermanito, sus padres la llevan a vivir con una prima de su madre a la que no conoce y con la que ni siquiera tienen mucho contacto. El choque será estar en un hogar en el que se le trata con cariño, sabiendo que tarde o temprano deberá volver con sus padres. Saqué la libreta y anoté: Catherine Clinch y Carrie Crowley llenan la pantalla. Muy emotiva, me encantó. 

Estuve a punto de abandonar el día, estaba la apuesta cinematográfica en un punto álgido, pero es difícil saber cuándo parar cuando tienes un poder ilimitado como es el de mi  acreditación. No obstante, «era arrogante, estúpido e indomeñable», así que me metí a otra película sin saber de qué iría: Solitude de Margarita Morales. Con esa decisión fui Ícaro rumbo al sol. La película va de… va de… La película es innecesaria de principio a fin. Y no lo digo de forma creativa, «todo Arte debe ser inútil», que decía Oscar Wilde; no, no voy por ahí. ¿Es esto cine? Para empezar una escena en la que la protagonista rompe el silencio arrastrando una butaca de metal por un suelo de gravilla durante sus buenos dos minutos. Luego una silla de metal… luego otra… luego una mesa… ¿imagináis el sonido desagradable que eso genera? No hay ni clave de humor, es sólo esa acción. Todo el mundo se quejaba del maltrato acústico. Desagradable. 

El resto de la película son planos interminables de una casa rural con mobiliario viejísimo y nada estimulante, una protagonista que guarda silencio, dos vecinos adolescentes con un guion paupérrimo y forzado, paisajes rurales en los que no pasa nada ni nadie, lecturas de extractos de libros de texto (que si ya eran aburridos por su lenguaje artificial y nada fluido… Incluirlos en una película me parece ya el colmo). Una obra de quietud soporífera: un rato bien; dos ratos, experimental; tres ratos, anda y cómete tu maldita película. Y estoy acostumbrado a pelis lentas, a escenas de plano fijo en un paisaje estático, pero esta… esta no tiene trasfondo ni argumento ni estructura o personaje que genere admiración. Sencillamente provoca indiferencia; me da igual lo que pase, lo que me muestres, lo que la motivó. Hice una cosa inusual, algo que jamás pensé que haría en un festival de cine, máxime con mi sensibilidad como actor y director de cine breve: Me puse a jugar al parchís en el móvil. Me dije que, cuando acabe la partida, si sigue sin ocurrir nada, me largo de aquí, cosa que ya había hecho gran parte del público (del escaso aforo  de insensatos e ingenuos). ¿Se puede hacer una película más aburrida? Me dio esperanza como cineasta: Si esta ha entrado, muy mal debería hacerlo para no superarla y poder exponer mi obra algún día en este Festival de Cine Europeo de Sevilla. Debo reconocer que me jodió sentir que una autora sevillana había hecho la que para mí es, sin duda, la peor película de esta 19º Edición del SEFF. Me alegré muchísimo de haberme colado; si hubiese pagado por verla me hubiese sentido profundamente estafado. Sólo salvaría la escasa y valiosa música. No me pareció una película de mal gusto, pienso más bien en falta de gusto.

Ícaro contra el suelo. Debí retirarme con The quiet girl, ahora lo veo. Así que me fui cabreado a mi casa, a dormir el enfado, a liberarme de tanto hate generado contra los quitamiedos de mi amor por la buena creación audiovisual. La montaña rusa de emociones que genera este festival es muy atractiva, tanto como mirar al abismo desde el borde del acantilado. Ícaro aquí, mañana, con alas de repuesto. Ragnar Blár dispuesto a cruzar el mar de la claqueta gigante situada frente a los cines. Víctor Vigía, director de cine breve, dispuesto a crecerse contra los elementos. El buen hambre no termina nunca, el hambre de los que hacen, los inconformistas y temerarios, esa devoción por devorar propia de uróboros. Sin embargo, esta 19ª edición del Festival de Cine Europeo ya alcanzó su ecuador y ahora todo sería una contrarreloj para elegir las mejores historias.


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