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DRAMATURGOS TENTADOS POR EL DIABLO – La Zaranda

A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionadas con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.


 

CRÓNICA XXIV: “Manual para armar un sueño” – La Zaranda

 TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO

 

2 de febrero de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Como buen dramaturgo lo sé: Una vida que merezca la pena tiene que navegar, necesariamente, entre contrastes. Enriquece la calma y el impacto contra el rompeolas, todo son escalones cromáticos en el paisaje que se forja en el día a día, ¿quién quiere un bodegón muerto en lugar de una ventana diáfana en el vagón de tren? Salí de una pintura estática al final de aquella tarde, asustado de no comprender si la quietud era todo lo que me esperaría, y derivé entre los muros del Teatro Central hacia la agitación intelectual más nutritiva que se invocaba en la Sala A bajo la firma de La Zaranda y el título de MANUAL PARA ARMAR UN SUEÑO.

«No sé si la suerte se busca o se encuentra» se cuestionaban los protagonistas al comienzo de la obra, y la duda corría entre las butacas como un niño gracioso pero molesto, porque el tono se impondría desde ahí, un tratamiento formal y a la vez cómplice, cuyo propósito sea universal y su tratamiento un andaluz culto y muy marcado. Hubo murmuraciones a mi alrededor a medida que avanzaban los diálogos, que si era como rejuvenecer el Siglo de Oro y focalizarlo en una Sevilla atemporal. Y es que esta obra explora verdades rocosas con el humor que Cervantes trascendía para hacer florecer la literatura mayúscula.

dramaturgos, teatro, diablo,

Y es que se palpa la deuda orgullosa a favor de este autor y su Quijote. De entrada, en la apariencia de los principales protagonistas de esta obra (altísimamente interpretados por Gaspar Campuzanoy Francisco Sánchez) que apenas se abre la luz lo apreciamos como buscadores de oro o mineros, de ya una avanzada edad, que trabajan lejos de las miradas, entre sombras, en busca de algo que ya no se suele ver, entenderemos pronto que se refieren a la mirada de los maestros literarios y escénicos del pasado, enterrados no sólo en el tiempo, a veces se aglomeraron en el olvido. Aquí me sentí terriblemente identificado, quien sabe mi historia conoce la hondura de mi sorpresa.

La edad se reforzaba con una barba gris, despeinada, y culminada en un inmenso bigote a juego, que en equilibrio con sendas calvicies y miradas desenfocadas recordaban inevitablemente al fantasioso Alonso Quijano. A ello le sumaron pantalones oscuros, camisa blanca aireada, botas y zapatos oscuros, lo que presumimos como una suerte de moda cervantina. Bien podrían ser Quevedo y Góngora cuando se culminaron en una media capa oscura sobre los hombros. «Vais a pensar que estoy loco por hablar solo» dice uno de ellos, justo antes de oír replicar al otro, en ilusión de espejismo, en sombra que llega desde el otro lado del espejo (recurso que emplean con una plancha de metal bruñido), guiño evidente a Carroll y su Alicia. Y entonces atravesarán (atravesaremos) esa barrera de reflejos para encontrarnos en una conexión entre la vida y la muerte, la memoria y el olvido, el buscador y la experiencia. «He venido a rescatarlo del olvido» dice tras atravesar la barrera entre mundos. Esta es la historia de un dramaturgo que busca auxilio en la gloria olvidada de otro dramaturgo para alcanzar la excelencia escénica de su puño y letra.

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Mi primer pensamiento fue, obviamente, el de la dulce envidia, «ojalá alguien viniese a mis sombras en busca de palabras de aliento creativo», pero luego detecté entre el público aquella melena rosa junto al chico alto y desgarbado, ¡los buscadores de psicofonías! Y me cerré en banda, me niego a dar una sola palabra con la que puedan seguir mis huellas, hasta ahora, indetectables. Volví pronto al escenario, porque lo que allí aconteció durante sesenta minutos, que se perdieron con mucha más rapidez de lo que uno hubiese deseado, fue un viaje arduo para los dramaturgos a través de un camino repleto de puertas trampas mientras intentaban alcanzar esa sabiduría mínima para escribir algo que trascendiera. «El tiempo desaparece cuando se sueña», fue otra de las excelsas frases que aquel guion contempla y me tuvo fascinado, o aquella que decía «el hombre que vive sueña lo que es hasta despertar». Ecos del Segismundo de Calderón de la Barca llegaban a mi teatro mental.

Entre esos escenarios tentadores que se desarrollaban antes sus ojos para distraerlos de su finalidad conocemos los peligros de la fama, los contratos que embaucan, las envidias de los mediocres, las seguridades mínimas a cambio de renunciar a tus sueños, las deudas financieras, las trabas administrativas, un destello que recuerda a los círculos infernales descritos por Dante pero a la medida fiel de los creadores contemporáneos de corazón puro que expondrán su voluntad a prueba. Los recursos escénicos para recrear cada espacio anímico que rivaliza con la concentración necesaria para llevar a cabo esta empresa son maravillosos, nacidos desde el ingenio, el humor más redondo y la mirada crítica a la actualidad. Un alegato desde la experiencia contra todo y todos. Aquí sólo se salvarán del naufragio los creadores puros (y afortunados).

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El mal será manejado e interpuesto por un tercer protagonista, que hace las veces de demonio, interpretado de forma elegante por Enrique Bustos. Será el promotor de las tentaciones, de dorar los oídos convenientemente, de sembrar alfombras rojas y revestir con lentejuelas a los incautos. Un trabajo magnífico que cerrará en forma de monólogo metaliterario como un soñador más y que los dramaturgos resumirán con la simple conclusión de que aquel demonio no es más que «el papel que le ha tocado en esta obra».

No quisiera destripar el final, nunca lo hago, pero sí que debo confesar mi asombro cuando consiguen volar a la manera de Quijote y Sancho, a la manera de todo creador en activo, a la forma en la que los lectores lo hacen con páginas entre las manos y los espectadores se disponen arrojados en sus butacas. Una gracilidad propia de la inteligencia y el juego. Grité mis «bravo» y mis alabanzas, me dio igual la factura que debiese pagar tras ver cómo el detector de fantasmagorías de aquellos jóvenes brillaba, pitaba y vibraba con todo el escándalo que era posible.


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