Atravesar un festival tan poliédrico como es el SEFF es un carrusel de emociones, nunca sabes si la película por la que apuestas será una bobada o una de esas obras que te emocionan bien adentro. Ese vértigo es la atracción principal. Hay que recorrer la oscuridad escalonada de la sala y ampararse en una butaca. El rito lo es todo para disfrutar la experiencia cinéfila. Víctor Vigía conoce sus bajadas y ascensos, no todo es apuesta segura y aquí afronta las consecuencias.
Yo, Alberto Revidiego, dejo paso a esta primera crónica escrita por Víctor Vigía desde «La butaca del Enmascarado» en el 19 Festival de Cine Europeo de Sevilla.
Crónica III del 19 Festival de Cine Europeo de Sevilla
Aunque no os lo creáis, antes de ser un director de Cine Breve con gran éxito fui un don nadie. La ventaja de ser anónimo, más allá de poder ejercer el mal por lo bajini, es que no cuestionan tu ignorancia. Me explico: Es muy fácil reconocer que no tienes ni pajolera idea de a lo que te enfrentas y preguntar. Cuando eres famoso o reconocible por algún mérito es… mucho más difícil; como si la sobrexposición pública conllevase cierta sabiduría que queda fatal desmentir. Cuando era alumno en la E.S.A.D. de Sevilla tuve un profesor muy bueno que me dijo: «Víctor, tienes la cabeza hueca. Eso es bueno. Las historias se guardan dentro de otras historias, como cajas dentro de otras cajas, y tú, muchacho, tienes espacio para amueblar.»
Aquel martes ocho tuve a mi profesor en mente mientras esperaba que comenzara una película de animación del director francés Michel Ocelot, quien se pasaría por el Festival para el encuentro con profesionales y público: Le Pharaon, Le Sauvage & La Princesse. Una película que contiene tres cuentos; la historia que guarda historias. Una proyección preciosa, cuyo uso de los colores y el espacio varía en cada relato pero que todos mantienen una estética identificable, la huella Ocelot. Conecté rapidísimo con esta proyección y creo que a todos nos dejó un buen sabor de boca. Se dice en algún momento de estas aventuras: «Si no existe, me lo invento». Una forma de vida, qué voy a contar. A la salida me percaté que había varios miembros del jurado del Festival en la sala y, de forma inevitable, sobresalía una melena de pelo morado y rosa: Elisa Victoria, meritoria novelista de Sevilla, otra creadora que modela su realidad desde la imaginación. No me extrañó que coincidiéramos en sala, reconozco que los que amasamos la realidad para crear nuestra propia mirada solemos recorrer los mismos afluentes. Lamenté no tener alguno de sus libros a mano para que me firmara. Pensé que igual no le importaría dedicarme el libro de vikingos, todos los fuego el fuego, así que la seguí.
Entró (entramos) a Godland de Hlynur Pálmason, película que narra una historia inspirada en fotografías reales que se han hallado sobre un religioso danés que exploró Islandia a finales del siglo XIX con una cámara para recoger aquella tierra dura y sus gentes. De nuevo, historias que surgen de otras. La elección de grabar la película en formato cuadriculado de 4:3 otorga una apariencia de película antigua, y la fotografía está tan cuidada (paisajes impresionantes, vestuarios verosímiles) que nos transporta a la época. Película bella y dura, paulatina desesperación de un retratista que debe echar mano a todas sus fuerzas y fe para seguir vivo. El caballo se llama Bacalao, creo que sólo por eso hace que merezca la pena.
Salí hambriento como una bestia, sin fuerzas, dejé marchar a la melena rosada y me dediqué a la caza de alimentos. Cuando estaba en la cola de un supermercado próximo para pagar una empanada de pollo y setas (lo sé, poco vikingo) me percaté de que el cajero me miraba muchísimo la acreditación colgada al cuello. Al pagar, buscó en una mochila que tenía a sus pies y me dio un sobre, acompañado de una sonrisa y un rechazo gestual a mi billete: «Considérelo un adelanto». Desconcertado, salí indeciso y desde la puerta le miré, me miró, las personas en cola protestaron, dejó de mirarme, se me acercaron e increparon que dejase de bloquear la puerta, les miré, me devolvieron impaciencia, me aparté, me insultaron en voz baja, acepté sus opiniones con indiferencia, busqué al cajero de nuevo, vino el guardia de seguridad, me largué con la intriga. En la esquina abrí el sobre y desplegué el A4 que había dentro plegado en forma de rectángulo: Un currículo de actor. Me sentí muy feliz, tanto que se me pasó el hambre y pospuse la empanada en el bolsillo de mi chaqueta. Por fin alguien me veía como lo que era. Lo que no imaginé por entonces es que acababa de conocer a la que sería mi mayor pesadilla en el futuro.
Con el subidón me pavoneé por la zona, gafas de sol en ristre aunque el día estaba nublado, la actitud lo es todo. De nuevo en la puerta me interrogaron, ya les parecía sospechoso que estuviese todos los días por allí, no hay tantas presentaciones de películas con el mismo director, a lo sumo dos. «Víctor Vigía, director de Cine… Breve» repetía con voz grave de anuncio pseudoerótico. «¿Presenta un corto?», negaba y negaba, el Cine Breve es otro pétalo cinematográfico, miraba a todos lados, nunca a la persona que me interrogaba, como distraído con cada pared u objeto que podría inspirarme para mi próxima obra; formas de imbécil con éxito. Siempre el apuro del inquisidor frente al muro de soberbia, algo que resolvían dejándome pasar (por pesao) y aprovechaba para meterme en cualquier sala abierta, sin quitarme las gafas de sol en aquella oscuridad escalonada. Así me enfrenté a Forever young (Les amandiers) de Valeria Bruni Tedeschi.
Esta película va de actores que quieren ser mejores, que compiten por entrar en una escuela digna y que, una vez dentro los elegidos, deben sobrevivir a la presión del trabajo y la socialización que supone estar allí dentro. Se nota que la directora, Valeria Bruni, es también actriz, porque está muy trabajado ese punto de vista y la psicología que orbita a la historia. Me sentí muy identificado con cada uno de los actores y actrices, como si fuera una representación coral de mi inestabilidad y virtud emocional; sería incapaz de destacar el trabajo de uno frente a otro, todos, absolutamente todos hacen un trabajo excelente. En mi libreta sólo acerté a escribir: «Amo al elenco actoral de Forever young». Ello me hizo leer el currículo de aquel chico a la salida del cine; el cajero se llamaba Luco Larzo, tenía diez años menos, una foto a color, un tweet que le resumía y un código QR para mayor intriga. Algo me dijo que no estaba aún preparado para atravesar ese portal, así que volví a guardarlo y me fui a por café.
Me pareció ver allí a Luco Larzo como camarero tras la barra, un sinsentido, lo sé, pero me inquieté cuando volví a experimentar esa ilusión desde una butaca situada al otro extremo de la sala de cine cuando aposté por Inmotep de Julián Génisson para acabar el día festivalero. Las luces se apagaron y no pude descubrirlo. No obstante, lo que sí me encontré fue una proyección de conspiración psicodélica desde un humor surrealista y una leve sombra propia de Black Mirror. ¿Cómo describirlo mejor? Dudo que sea posible. Una película sin diálogos, en el que la única voz que se escucha a veces es la robótica del sofware Loquendo; una película de luces saturadas, imágenes anodinas que hacen sospechar de su intención y actitudes suaves de los actores. No puedes dejar de pensar en que todo es una falacia y en algún momento se va a destapar una verdad desgarradora tras tanta visión azucarada. ¿De dónde salen las personas que son fotografiadas para contenidos en stock con marcas de agua? ¿Qué tiene que ver el faraón Inmotep, el primero que mandó construir pirámides? ¿Quiénes son esos personajes que parecen sacados de mundos insustanciales pero que inquietan? Muchas preguntas que acompañan a una banda sonora electrónica experimental. Cuando llegaron los créditos salí pasmado. «¿Qué he visto? ¿Me ha gustado o todo lo contrario?». Noqueado, di por concluido el día.
El miércoles me paseé por el río hasta el photocall de la ribera, ya un clásico de este Festival de Cine Europeo, que usa gran parte de esta ciudad a su favor. Vi a directores y equipo posando sobre aquella columna promocional con el nombre del SEFF y una nube negra de fotógrafos repicando hacia ellos. Pasé por al lado, como el que no quiere la cosa, facilitando una lluvia de fotos hacia una joven promesa del Cine Breve pero no me hicieron ni puto caso. Uno de ellos me gritó que me apartase, que hacía sombra. Con esa bajona me volví a la cueva en la que todo se olvida, donde nada puede ir mal, a la butaca de la misericordia y el empoderamiento. Frente a mí: Everybody loves Jeanne de Céline Devaux.
La lucidez de esta película reposa en la forma de filtrar con humor algo tan lacerante como es la ansiedad, transformada aquí en un dibujito animado con voz chillona que compite en protagonismo con el propio arco actoral. Esas imágenes que se intercalan con lo que va a pasando a una apática mujer, interpretada por Blanche Gardin, y un arrasador amigo de la infancia, extraordinario Laurent Lafitte (lo anoté en mi libreta). Comedia francesa como suero contra la depresión y los síntomas ansiosos. Me pareció un buen trabajo que recomendaría a cualquiera con tales síntomas.
Otro mundo diferente nos vino de mano de Youssef Chebbi, que estuvo en persona. Este director tunecino ya presentó el año pasado la gran Black Medusa, que recogí en mis crónicas, y este año llega con Ashkal, un thriller policíaco en el que gente sin relación entre sí se inmolan a lo bonzo y siguen la pista a un fantasma que ejerce este terror sin violencia directa apreciable. Una película en la que no es difícil apreciar el amor por el encuadre, la sensibilidad para usar los edificios abandonados o en obras para crear una atmósfera inquietante y laberíntica, precisamente la misma que antiguamente podríamos obtener de un bosque en mitad de la noche. Tomo nota como director de Cine Breve. Y es que aquí el uso de sombras duras es primordial, la ciudad es una tela de araña y entre sus opacidades causa el pánico ese asesino en serie. El tráiler no defrauda. Intensa actuación de Fatma Oussaifi y Mohamed Houcine Grayaa, como pareja de investigadores. Me encantaría ver más películas de ellos.
A mitad de tarde, tras correr para alcanzar un autobús que me dejase por la Alameda, estuve anotando ideas para mejorar mis próximos trabajos. Lo cierto es que ser autor de Cine Breve está bien pero no sabía cuándo surgiría la necesidad de dar el salto al largometraje. Volví a revisar mi Instagram, cero mensajes de parte de Daniel Brühl o Rodrigo Cortés, empiezo a asimilar su falta de palabra. Antes una promesa pesaba más. Cuando llegué con el tiempo justo por la zona, volví a trotar para llegar al Teatro Alameda y colarme en una proyección muy especial: El abrazo del tiempo de Ricardo Iniesta y Félix Vásquez.
Esta proyección ha sido muy especial porque celebra los cuarenta años de trayectoria de Atalaya/TNT, la compañía teatral que reside en Sevilla, que es mucho más que las palabras que pretendan condensarla: Es un espacio único en el que la formación y reflexión teatral son reconocidas con resultados y méritos (Premio Nacional de Teatro en 2008, entre otros). Un punto de referencia a nivel internacional, en el que el propio Ricardo Iniesta ha ido moldeando con su visión como dramaturgo y director teatral. Un derroche de talento que no surge de la nada, sino del trabajo duro y el laboratorio más arriesgado. Me encontré con el Teatro Alameda rebosante de audiencia, la mayoría alumnos y partícipes de aquella compañía. Por supuesto, yo como actor, me mimeticé al instante; me daba cierta envidia ese sentimiento de pertenencia a una familia de las Artes Escénicas. Yo siempre anduve errante entre escuelas; luego me hice autodidacta, algo muy milenial, por otra parte. Lobo solitario rodeado de manada ajena. Familia feliz, cabe subrayar.
A la salida me entretuve cotilleando a los congregados (¿para qué edulcorarlo?). Alguien me tocó el codo y al girarme rompí un espejismo: Luco Larzo me miraba con una sonrisa. «¿Pudo leer mi currículum?» cuestionó con sonrisa servicial y tono escéptico, pero yo fui muy rápido, tengo una mente que cuando quiere me va a velocidad de la luz (o a velocidad de la subida-de-precio-de-la-luz, no sé qué va más rápido), y respondí: «Me meo» y salí por patas. Un minuto más tarde estaba encerrado en la cuadrícula de un váter intentando pillar cobertura para leer el maldito QR. Aquello no terminaba de cargar, recargué la página, parálisis del sueño en forma de círculo que no deja de girar, cargando, cargando, gerundio largo de los cojones, y oí cómo entró alguien más al baño y fue abriendo una a una las puertas de los cubículos. Ante la resistencia de la mía (tenía pestillo pero a su vez empujé con las manos, herencia de ver tantas películas de terror) una voz preguntó: «¿Señor Vigía? ¿Pudo leer mi currículum?».
Ok, aquello era creepy, ¿estamos de acuerdo? Gracias. Y la pantalla no terminaba de cargar, para más drama. Aquel teatro estaba fuera del siglo XXI, se cerraba muy fuerte El abrazo del tiempo, tanto como para no dejar pasar datos ni WiFi. Yo no respondí pero aquella sombra no se movía al otro lado de la puerta. Entonces hice lo que tenía que hacer: Me bajé los pantalones y procuré irme de vientre. Mi esperanza fue la guerra química. Un minuto más tarde, la sombra salió del recinto y yo, la verdad, me quedé a gustito. A la salida no me lo topé por suerte, me instauré la marcha forzada y volví a los cines para ver We had the day Bonsoir de Narimane Mari. Creo que tengo poco que decir sobre la misma, la aprecio como un acto de amor de la directora, un tributo a su pareja fallecida, el pintor Michel Hass. Salvo que se conozca mucho al pintor, se hace cuesta arriba. Planos estáticos sobre pared blanca o sobre objetos inmóviles mientras fluyen costosas conversaciones con el pintor en su etapa final. Para los legos en Hass, aburre. Puede que para los que les suene. A mí no me llamó ni siquiera su obra, por lo que cabeceaba en la butaca. Creo que el target principal de esta proyección es la propia directora. Fue un día largo, deseaba cenar y dormir porque tenía muchas esperanzas en la programación del día siguiente.
Jueves, diez de noviembre, desayuno churros que veo borrosos desde la cárcel del sueño, allí espero un café en vaso de cristal, fuego líquido que baje por mi garganta y me otorgue levedad corpórea y ganas. Se abre el plano: terraza soleada de un bar, figura solitaria se enfrenta a un clima otoñal con los codos sobre una mesa, su rostro se esconde tras unas gafas de sol negras y de su cuello pende una acreditación del SEFF. Sólo una buena película podía arrebatarme ese gozo. Sauce ciego, mujer dormida de Pierre Földes consigue arrastrarme de nuevo a la sombra del cine. Me intriga esta película de animación basada en la novela homónima del escritor japonés Haruki Murakami (¿quién no conoce a Murakami a estas alturas? YouTube está lleno de fans a ultranza para conocer su obra). Todo aquel que ha leído al japonés reconocerá en esta película sus rasgos característicos como realismo mágico, delicadeza poética, personajes que desarrollan una búsqueda existencial y alguna apertura a otras dimensiones de la realidad. Esto es un gran logro del director franco-americano. Anoto en la libreta: «Hay que ver lo que les encanta a los japoneses los animales gigantes; pienso en Godzilla, Gamera, Mothra… y aquí, salvando las distancias (o las alturas), Frog, una rana de tamaño humano.» Esta película te transporta, no puedes dejar de mirar y vivir la historia. Mereció la pena dejar la terraza al sol. La música es sensacional y me evocó a la obra maestra que es Waking Life de Richard Linklater. Para mí, Víctor Vigía, director de Cine Breve, con el criterio que eso supone, esta es la mejor película de animación del 19º Festival de Cine Europeo de Sevilla.
Salgo por la puerta de atrás justo al inicio de los créditos y me cuelo en la sala anexa a la que estaba para ver lo que se me ofrezca, todo un clásico que llevo haciendo desde 2020 (aprended, amigos acreditados). Tomo posesión de una butaca en la última fila, la línea de los alegales, obvio, y se apagan las luces: Holy Spider, de Ali Abbasi, se basa en hechos reales, lo cual es escalofriante, para conformar un thriller con altas dosis de suspense. Un asesino en serie de mujeres se establece en las noches de Irán y parece contar con el apoyo tácito de gran parte de la policía y sociedad. ¿El motivo? Una perspectiva religiosa radical frente a las prostitutas. Una periodista será la flecha que atraviese la oscuridad en busca de esa bestia. Zar Amir Ebrahimi está espectacular en ese papel, otro nombre más para mi libreta de actrices con las que me gustaría trabajar algún día.
Debía liberar tanta presión tras ese visionado, tenía el cuerpo cortado, efecto del buen cine frente al espectador partícipe. Salí al pasillo del cine y busqué asiento. Vi pasar mucha gente que lanzaban sus miradas en dirección a los enormes números de cada sala. Me alegré de una afluencia tan grande de público, algo debe estar haciendo bien esta cita cinéfila de la ciudad. Se nota que había ganas de retomar las salas y los encuentros con creadores sin depender de una mascarilla que te asfixiase durante el tiempo que durase cada asunto. Vi a un grupo de chicos que hablaban cerca con gran entusiasmo de la película que iban a ver y no pude reprimir mi instinto de pseudoperiodista (aquella otra vida que llevé hace dos años). Hablaban con tantas ganas de Grand Paris de Martin Jauvat que les seguí sin saber dónde me metía y me alegré mucho, no por encontrarme con una película que suponga un antes y un después, ni mucho menos; me refiero a que esta comedia desenfadada y de humor postadolescente me transportó en el tiempo a esa época en la que rondas la mayoría de edad, ubiquémonos: Tu vida es un fluir incierto, tus amigos suelen ser los centros de gravedad, se confía en el universo y su azar, todo es posible por lo que se abraza la casualidad y nos carcome las preguntas existenciales, el humor absurdo y las ganas de fiesta. Esa cápsula emocional es Grand Paris. Una fumada, es cierto; pero también una historia muy divertida sobre la amistad, que va del barrio al confín de la galaxia.
Nunca sé cuándo retirarme a tiempo, es un hecho, y aquel era la segunda noche consecutiva que estaba en un estado de ánimo elevado, sentía mis pies por encima de la superficie ruda del suelo, «es Leviosa, no Leviosá» y todo eso; fue entonces cuando decidí entrar a una película más («la última, va, y luego para casa», me dije como un adicto), y derrapé de forma estrepitosa. La responsable esta vez se llamaba Lucie loses her horse y lo firmaba Claude Schmitz. Si bien parte de un presupuesto seductor (madre que debe dejar su hijo pequeño para trabajar fuera de la ciudad unos días y despierta transformada en una guerrera medieval en un no-lugar silvestre), tiene un salto de paradigma, digamos una metanarración, y a partir de ahí todo se vuelve lento, repetitivo e insustancial. Ni trayendo El rey Lear de Shakespeare a colación consigue salir de ese ritmo pantanoso. Hubo gente que abandonó la sala antes de tiempo, yo aguanté porque ya había visto cosas peores en estos días… Pero eso no quita que no fuese una película buena. Al caer los créditos corrí a la salida. No obstante, fue un gran día, por lo que no manchó un historial que arrancó desayunando churros.