A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.
CRÓNICA XXIX: “Still?” (Tientos de la ruina futura) – Raquel Madrid y 2 Proposiciones Danza-Teatro
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
24 de febrero de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Un parpadeo medió desde donde (cuando) estaba y donde (cuando) aparecí. El vestíbulo del Teatro Central se veía dividido por la mayor fila de espectadores que he visto en los últimos tiempos dentro de aquel auditorio. Junto a la entrada, los siempre atentos agentes de sala dispensaban a los recién llegados de una cuartilla de papel en la que estaba impresa un mapa con aquello de “Usted está aquí” y cuya leyenda rezaba: “PLANO GENERAL DE LA EXPO – 92”. Para ser sincero, no sabes el alivio que sentí cuando una chica le hizo un par de fotos con el móvil… Me hubiese descolocado materializarme en el mismo lugar pero en época diferente, ha pasado en otras ocasiones y no me hace gracia tener que aprenderme de nuevo en qué pasillo o tras qué puerta está cada cosa.
¿A qué se debía entonces ese folleto rescatado en fotocopia de aquel evento de 1992? Pues en la temática de la obra de danza y teatro que se desarrollaría bajo el título STILL? bajo la dirección de Raquel Madrid al frente de su compañía 2 Proposiciones Danza-Teatro, con texto y dramaturgia de Ruth Rubio. Y es que el ambiente del público ya destilaba un ánimo de celebración nostálgico y agridulce de un pasado reciente en la ciudad, en el que se invirtió muchísimo trabajo e ilusión para acabar deshecho contra el rompeolas de la desidia administrativa y el empobrecimiento local. Pero, eso sí, el regusto de aquellos días se regurgita con alegría y mucha iconicidad. Se rompe la linealidad del tiempo, «bailar es presente puro».
La obra arranca antes de empezar. Puede ser paradójico, pero es que por el pasillo hacia la Sala B han decorado el espacio con una cinta de banderas triangulares azules, propias de cumpleaños, guiando al público hasta sus butacas. Una vez dentro, más allá de un humo que parece extenderse junto a un calor que tardará en bajar, vemos en el escenario una suerte de andamiaje cubierto con una red blanca que apenas deja ver a través, también un sillón y, sobre el mismo, un gran gato negro de algún material liviano. Aparecerán los intérpretes (Arturo Parrilla, Anna París, Sandra Ortega, y la propia Raquel Madrid) por uno de los lados, en avance a cámara lenta, en una formación unida que pretende extender en diagonal un nuevo lazo con banderas azules, mientras otros portan globos y alguien, incluso, una tarta. Aquel camino parece incursionado a través del tiempo, retrocediendo a lo que fue o llegando desde la pretérita alegría. Me alegró muchísimo ver que uno de los intérpretes llevaba, como yo, una falda con aires escoceses. A aquellos cuatro bailarines se le unirá un quinto (Cipri López), desde aquel sofá que funcionará de punto de fuga de la tensión dramática. Buscan un brindis, no sabemos muy bien por qué aún, solo que ante la propuesta parece desmoronarse el techo, y cae un puñado de arena desde las alturas. Ese gesto, quizás, define todo el sentido de la obra: Una celebración inútil (como debe ser todo Arte, palabras de Wilde) a favor de la belleza de lo que fue la Expo 92 en Sevilla.
Disecciono uno de los elementos más impresionante de la actuación. Durante prácticamente desde que aparecen todos en escena hay música ambiental, que a veces no despegan de la categoría de efectos sonoros, y otras se transforman en canciones plenas de sentido para nuestras costumbres auditivas. Todo ese poder, que sonaba francamente bien y equilibrado, estaba a cargo de tres músicos que interpretaban todo bajo y tras aquel andamiaje de hierro que los semiocultaba. Estos músicos (Bernardo Parrilla, Juana Gaitán y Pablo Cabra Canela) eran capaces de tocar varios instrumentos o cantar, a medida que iba avanzando la obra. Por ellos, desde el primer momento que los percibí (al inicio estaban ocultos tras aquella red que, más tarde, caería) pensé que deberíamos hacerles el mayor de los brindis, ¡qué gran trabajo!
De forma exponencial, los bailarines se impulsaron en los cambios de ritmo para mover sus cuerpos de forma casi didáctica, pero poco a poco irían creando sus propios sistemas de comunicación individual o sincronizada que dialogaban con la música y el progreso narrativo del espectáculo. Todo ello con bálsamos de focalización sobre algunos de ellos, para poder marcarse lo que llamaría solos de baile en los que van desarrollando emociones personales frente a los hechos comunes a los que se enfrentan. Me era muy difícil quedarme quieto en las ocasiones en los que todos bailaban a la vez, porque sin duda una de sus armas más afiladas, a nivel escénico, era la capacidad para proyectar entusiasmo y alegría, como si les fuese muy sencillo establecer un amplio canal empático con su público.
En un momento determinado, surge en escena un tarro de tierra al que se abrazan, incluso al bailar o al divagar con el guion, símbolo evidente de la decadencia de las simuladas estructuras en las que viven los personajes, algún rincón de aquellos pabellones creados para la Exposición Universal. Desean con fuerza que se mantenga, que no desaparezca en una suerte de brindis por el pretérito frustrado, algo fugaz y sin sentido. Yo, como vivo como vivo, en este estado de postvida de saltos en el tiempo, no pude dejar de observar el paralelismo con la obra que vi la semana previa, en la que un hijo creaba una purga animada frente al duelo de su madre, cuyas cenizas, de hecho, estaban en un tarro presente, al que también acabó abrazado. «Amor inclemente frente al embiste del tiempo», medité y, rápidamente, me dije que era una frase cojonuda, y lo apunté en el libro en blanco que siempre llevo conmigo (verán todos cuando termine mi Gran Obra).
«Creer cansa muchísimo» se manifiesta en plena obra, «quiero irme a un lugar en el que la esperanza no sea una obligación». Entre puntada y puntada, se teje una visión idealista con optimismo. «Todo se hace por amor. El amor cansa mucho». Y ese deseo se va plegando en otras verdades más transparentes, ya sea a través de la danza o el teatro, con la música y el humor como armas aliadas. Porque en esta obra el humor es capital, un humor blanco y generoso que exalta la fuerza de las palabras y una proximidad humana entre los personajes y frente al público que asfalta la comunicación emocional.
Ese mismo humor conduce a romper la cuarta pared en el tramo final de la obra, a discutir el propio sentido de la narración que desarrollan («la gente no se va a enterar de nada, te lo digo ya»), o a cuestionar incluso si están conforme con el personaje que le ha tocado representar, una de las grandes fases del espectáculo, con río de carcajadas entre el público. Y, atado a esto, en pleno cruce cultural, traído desde el pasado más simbólico, nos encontramos en un momento determinado con el secuestro de «Don Francisco», cuyo nombre real se conoce de forma mucho más cercana entre todos los hijos del Guadalquivir: Curro. Sí, efectivamente, Curro, Currito, la mascota de la Expo 92. La ola entusiasta que recorrió el graderío del teatro fue notable. Yo, un poco ajeno a este icono de la sevillanía noventera, quedé impresionado de ver a este pájaro blanco enorme con su cresta y pico de más colores que el arcoíris. Pero reconozco que tenía algo intangible por lo que brotaba mi simpatía hacia su figura. No contaré más, muchos querrán saber qué pasa con el secuestro de «Don Francisco», pero apuntaré que hay un momento de presunta seriedad que ni los propios interpretes pudieron contener la risa.
Al salir de la sala, tras el baño de aplausos, bajo nuevas banderas (ahora negras), escuché a los asistentes comentar cómo los movimientos de cada uno destilaban la personalidad de cada personaje, todo un éxito que merece otro brindis. Mucha sensibilidad, energía cálida y empatía, ingredientes destilados del duro trabajo que tienen detrás. Era estreno absoluto, casi llena la asistencia y, visto lo visto, confío en que la obra ruede cada vez con más fuerza, más allá de los sueños frustrados, más allá incluso de los que se alcanzan. Como dijeron al final de la obra, «dedicarse al movimiento no productivo es lo más revolucionario que haremos nunca».
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