¿Es posible un humorismo religioso? ¿Se le pueden tirar las barbas a Dios, como jugando, y no dejar de ser creyentes por eso? Gilbert K. Chesterton cree que sí, y en El hombre que fue Jueves nos muestra cómo lo hizo.
El hombre que fue Jueves (así, con mayúscula) es una especie de mascarada, de larguísimo juego de espejos en el que nada es lo que parece. Inicia como una novela policial, pero no cualquiera.
Gilbert K. Chesterton nos cuenta la historia de Gabriel Syme, un agente secreto de la Policía Filosófica, destinada a combatir no el crimen, sino a las ideologías que justifican el crimen: «Los ladrones creen en la propiedad, y si procuran apropiársela sólo es por el excesivo amor que les inspira. Pero, al filósofo, la idea misma de la propiedad le disgusta, y quisiera destruir hasta la idea de posesión personal», es lo que se le explica a Syme antes de aceptarlo en el Cuerpo, y es a esos criminales a quienes deberá perseguir.
Y Gabriel Syme consigue infiltrarse en una peligrosa y secreta organización anarquista, en la que todos sus líderes usan los nombres de los días de la semana, Syme será Jueves. Esta organización está liderada por el poderoso Domingo, un hombre que sobresale entre los demás: alto, ancho y gordo, con una cara que casi no parece posible, ágil y saltarín como un mono, pero macizo como un árbol al mismo tiempo.
Los conspiradores planifican el asesinato del Zar de Rusia, reunidos en la terraza de un café, hablando a gritos de sus planes, mientras todo el mundo se ríe de su charla, sin imaginarse que están planeando el asesinato de verdad. La mascarada sigue su curso.
Y falta mucho todavía, puesto que Syme va descubriendo uno a uno a sus camaradas anarquistas. Todos, excepto el Domingo, son policías encubiertos, espiándose unos a otros y creyendo que están infiltrados en una célula anarquista y terrorista. Cada uno de ellos esconde lo que es, y han copado la organización hasta el punto en que en ella ya no hay anarquistas verdaderos, solamente quedan policías.
Indignados, intentan exigir una explicación al Domingo. Ese hombre casi sobrenatural que les ha jugado una broma, y que (¡horror!) se parece sospechosamente al hombre que los reclutó como policías filosóficos.
Pero Domingo escapa, liviano como una burbuja. Cuanto más lo persiguen, más lejano parece, y menos pueden entender sus motivos. Aquí ya empezamos a salirnos del terreno de la novela policial, y la búsqueda empieza a tornarse metafísica: los seis policías burlados ya no persiguen a un criminal, sino que buscan explicaciones para sus vidas, para el mundo y para comprender los designios de su misterioso jefe.
No revelaré el final de la mascarada, pero sí diré que ellos encuentran a Domingo, que reciben un traje que no los disfraza, sino que los revela, y que aunque no encuentran respuestas a sus preguntas, revolotean sobre la lectura las palabras del Salmo 80: «Muéstranos tu rostro y seremos salvos».
Gilbert K. Chesterton, al fin, no ha hecho poco. Ha escrito la novela policial más sorprendente de la historia y con uno de los títulos más fascinantes que se conozca. Ha construido un elegante laberinto conceptual, se ha reído de Nietzsche, de la moral, de los Estados, del anarquismo, de la poesía, de Dios y de sus lectores, sin que nadie pueda tomárselo a mal. Es una novela de humorismo elegante y filosófico, y hacia el final, como una máscara que no esconde sino que revela, la obra de un verdadero creyente.
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