Hace un par de semanas, viendo la maravillosa Días del cielo (Days of Heaven), me acordé de Néstor Almendros, su director de fotografía. Constaté, de manera inequívoca, la tremenda relevancia de este maestro de maestros en el arte de la iluminación cinematográfica y de la captación de la luz natural en esas escenografías en las que participó a lo largo de su carrera, cuando ponía su cámara (y su talento) a disposición de la historia narrada.
El fotógrafo Néstor Almendros era una enamorado de los amaneceres y de los crepúsculos. Un artesano del encuadre y un genio de la composición de paisajes. Sus instantáneas son espacios repletos de luz palpitante pero también poemas de Emily Dickinson, mundos amarillos como los de la Chirstina del pintor Andrew Wyeth, campesinos rezándole al sol en un páramo, o noches incendiadas a lo Van Gogh.
En sus lienzos translucidos se aquietan cielos rasos, blanquiazules; empalizadas de ladrillo cocido, huellas de pájaros sobre la nieve o abejas zumbando con esmero en torno a una colmena. Dimensiones colosales exploradas con reverencia y tacto infinitos que él supo descodificar, porque Néstor Almendros fue, ante todo, un traductor de la luz.
Nació en Barcelona en 1930 y llegó a Cuba en el año 1948 acompañando a parte de su familia para reencontrarse con su padre, exiliado en la isla unos años antes huyendo del franquismo. En esa época inicia su formación en el campo de la fotografía y, tras doctorarse por la Universidad de La Habana, viajará a Nueva York donde se establecerá durante un breve periodo de tiempo para estudiar cinematografía y montaje en el City College.
Contaba el escritor cubano, y gran amigo suyo, Guillermo Cabrera Infante, que James Joyce declaró en una ocasión que él era original por decisión propia, aunque estaba menos dotado que nadie para tal tarea. Néstor Almendros se hizo fotógrafo por voluntad, por una veta férrea en su carácter que dejaba boquiabiertos a propios y a extraños.
Para Almendros, llegar a La Habana supuso una revelación. Le produjo asombro la gran cantidad de salas de cine que había por toda la ciudad y el hecho de que muchas de las películas que en ellas se exhibían estuvieran en versión original. Se asombró también de la enorme documentación cinematográfica que hallaba en librerías o bibliotecas, o de la gran diversidad de revistas especializadas que se publicaban, dedicadas al cine.
Pero al descubrir La Habana, Néstor Almendros se descubrió también a sí mismo, y al hacerlo, descubrió su homosexualidad. Siempre fue un hombre discreto, tanto en la forma de vestir, como en la forma de hablar que decidió vivir la sexualidad como lo hiciera en su época el poeta Konstantinos Kavafis, con lo cual, podemos intuir que La Habana fue para él su particular Alejandría.
Cuando Fulgencio Batista da el golpe de estado y se hace con el control del gobierno, Néstor Almendros abandona por primera vez la isla, y lo hace rumbo a Estados Unidos. Regresará años después con el triunfo de la revolución cubana, para volver a marcharse definitivamente de Cuba en 1961, aludiendo a problemas personales con el Instituto del Cine y, sobre todo, con su presidente, Alfredo Guevara, que había vetado su documental Gente en la playa, y también, por qué no decirlo, porque ya asomaba la persecución que más tarde se desataría en la isla contra los homosexuales. Esta vez, el destino será Francia.
Al poco de llegar a París, empieza a colaborar con los cineastas Eric Rohmer y François Truffaut, máximos representantes de la denominada Nouvelle Vague, con los que pronto alcanzó reconocimiento internacional, siendo considerado uno de los mejores fotógrafos de todo el panorama cinematográfico. A partir de entonces trabajó asiduamente en Estados Unidos participando en un buen montón de películas, hasta que, en 1979, obtuvo un Oscar a la mejor fotografía por la ya citada, Días del cielo, el extraordinario y visual film que dirigió con maestría, Terrence Malick.
A Néstor Almendros la muerte le sorprendió en plena madurez creativa un 4 de marzo de 1992. Tenía 61 años y había contraído el sida un año y medio antes. Su estado se agravó durante el rodaje de Billy Bathgate, por lo que tuvo que ser internado en un hospital neoyorquino, del cual salió en situación preagónica para poder morir en su casa de la avenida Broadway de Nueva York, tal y como era su deseo. Cuentan sus amigos que pocas horas antes de su muerte, Néstor Almendros despertó de su agonía y habló largamente con ellos. Sabía que en ese momento se estaba despidiendo del mundo.
A lo largo de su larga y cinematográfica vida, este maestro de la luz pudo filmar cientos de paisajes, la mayoría relacionados con la vida rural: campos de trigo maduros despeinados por el viento, campos escarlata llenos de amapolas, campos de maíz o de cebada… su ojo los captaba durante la «hora mágica», esos últimos veinticinco minutos del día donde el cielo se desgaja en tonos naranjas, malvas o tostados, antes de adentrarse, como él, definitivamente en la noche.
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