A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA VI: “AMADORA” – Miren Iza, María Velasco, Teatro Kamikaze, Simei Global
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
18 de enero de 2025 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
La memoria es un perro guía al que apenas vemos las patas traseras mientras corre hacia cualquier dirección. Corremos detrás, y a saber lo que nos falta para completar la imagen, es más, dalo por imposible, no se puede resolver, la memoria es todo trampa y tobogán, pero más vale no perder de vista al perrete si quieres acabar en firme, lejos de los pantanos de niebla. Y ahí estaba yo, caminando por los pasillos del Teatro Central, tratando de dilucidar por dónde se iba a la Sala Chacena, que siempre me hago un lío cuando salgo de una sala y tengo escasos minutos para abordar otro espectáculo.
Una vez llegué, la sala estaba llenísima, apenas pude encontrar hueco detrás de personas muy altas, todas con envidiable genética capilar, maldigo mi mala suerte, tendría que ver todo el show de pie. Arrancó la obra sobrepasado su horario, cuando los últimos abandonaron la vida callejera, angustiados por prisas que a saber si eran reales, y tomaron asiento, en la penumbra descafeinada que concedía el escenario abierto. En aquellos metros bañados por luz había varios objetos: una lavadora antigua, un sofá, un ventilador, una pequeña nevera, una silla y unas escaleras que llevaban a un segundo plano, al fondo, que estaba cerrado con cortinas en toda su extensión. Todo estaba listo para “AMADORA” producción de Miren Iza, María Velasco, Teatro Kamikaze, Simei Global.
«Esta obra está dedicada a las que nos parieron» se dice al comienzo de la misma, y las cartas están sobre la mesa para la hora y media que estaríamos ahí reunidos. Me gustó ver cómo el elenco actoral, todas mujeres talentosas, iban adquiriendo diferentes caras del poliedro que puede llegar a ser una vida completa de mujer. Quiero destacar sus nombres, las justicieras escénicas, hablo de Socorro Anadón, Celia Bermejo y Carmen Mayordomo. Con mucha facilidad pasaban de actitudes melancólicas, típica del los buenos viejos tiempos, a otras mucho más guerreras, llenas de luz y baile, embebidas por el deseo de cambio, de acción, a fin de desdeñar ideales asfixiantes y roles de una sociedad que no las trata como se merecen. Y nosotros, como público, nos mecíamos entre esos estados emocionales.
Por supuesto, el texto, afiladísimo, cabe señalar como evidencia, que tiene la voz de María Velasco, que ha sido reconocida en el pasado 2024 con el Premio Nacional de Literatura Dramática, que se dice pronto. El foco sobre las mujeres que han tenido que aguantar en silencio y sin compensación con el ejercicio de cuidadora de los demás, «a veces creo que me desdibujo», con salpicadas intervenciones poéticas que dejan un poso amargo, como aquella pregunta en torno a un rumor que interrumpe la reunión e inquiere «¿es el mar o la lavadora?».
Y otro recurso para transitar esos ánimos es, sin duda, uno de los platos fuertes de la obra: La música en directo. Miren Iza, más conocida por liderar la banda Tulsa, es la responsable de la idea original de esta obra. En 2023 publicó el disco homónimo “Amadora”, y esas mismas canciones acaban cruzando el espectáculo, con la aparición de una banda detrás de esa plataforma que estaba oculta tras las cortinas que mencioné. Teclado, batería, guitarra y micrófonos, que sumada a la eventual guitarra de Miren Iza, conformaban la unidad mínima necesaria para sonar de miedo, con una calidad increíble y una sensibilidad a flor de piel. De hecho, estas mismas canciones fueron reconocidas en 2024 con el Premio Nacional de las Músicas Actuales. Todas estos reconocimientos los conozco tras oír a mis vecinos de butaca, que al parecer eran grandes fans de la compositora guipuzcoana. Además estaba enormemente acompañada por Clara Collantes, Miguel González y Eduardo Gianello. En mi época, hace veinticuatro siglos, sólo teníamos al pesao de la flautita, repitiendo canciones en el ágora, y lo peor, ligando muchísimo. La magia de los focos, un recurso sempiterno.
Una obra con mensaje directo pero no exento de humor y sororidad, reconfortante entre tanto páramo emocional, «la queja, mi partido, la queja, mi religión» o aquello de que, llegadas a una edad, «las rodillas son como las caras de Bélmez». También con decisiones mínimas de actuación o cambios de luces, transforman un salón de hogar en un bar desmadrado o un lugar íntimo para bailes sexys frente a ventiladores, espacio mutante para vivencias movedizas a través de los años. Pero no podemos perder de vista la esencia de fruto amargo que conlleva una obra así, tan necesaria: «A cierta edad nos volvemos invisibles» se denuncia, «¿y si el dolor fuera para sentirse acompañada?». Lacera porque es una verdad que hemos visto en varias generaciones de mujeres, muchas de ellas en el papel de madres, «¿qué me queda fuera de los roles que me reservaron?». Soledad, distancia, omisión, silencio. Cuatro heridas que aquí se combaten, desde la memoria de justicieras de esta formación escénica tan variada y equilibrada, que nos ha conducido a un camino sensible, tiznado de urgencia, para cambiar miradas y actitudes con esas mujeres que estamos «obligados a querer con independencia de que las admiráramos».
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