Las Meninas es uno de los cuadros más investigados de la historia del arte, y sin duda, del que más se ha escrito (y se seguirá escribiendo). No hay en él una acción bélica, ni un paisaje deslumbrante, no hay lucha fratricida, ni batalla naval sangrienta. Esta es una obra maestra porque lo son sus motivos técnicos y pictóricos, y que va mucho más allá del propio hecho histórico pintado; motivos técnicos, por cierto, nunca superados.
Dice el escritor y crítico de arte, John Berger, que la realidad solo puede ser visible después de ser percibida por los sentidos, y le da una especial relevancia a la vista como estímulo principal antes de la producción de palabras.
Cuando yo vi por primera vez Las Meninas, en la sala XII del Museo del Prado, me costó verbalizar lo que estaba visualizando, entre otras cosas, porque no sabía si en aquel momento estaba dentro o fuera del cuadro.
A pesar de habernos sido ya revelados muchos de los secretos que envuelven la famosa pintura de Velázquez, ésta todavía guarda algunos difícilmente descifrables. Eso, y la absoluta maestría de lo plasmado en el lienzo (hace ya casi cuatro siglos), lo convierten en una obra de arte especialmente indicada para la pesquisa, la conjetura y el análisis técnico.
En primer lugar, hay que decir que este cuadro no siempre se llamó así. Velázquez lo tituló La familia de Felipe IV, y no recibió su actual nombre hasta 1843, cuando los expertos de arte coincidieron en que la obra iba mucho más allá de un retrato sobre la familia real, ya que en Las Meninas están perfectamente reflejados los más variopintos personajes que convivían con la realeza en aquella época.
Velázquez sitúa estratégicamente en el centro de la escena a la infanta Doña Margarita María de Austria, que parece tener unos 5 o 6 años de edad. A ambos lados de la princesa aparecen las meninas, María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco, que la acompañaban y asistían en su rutina diaria. Justo detrás de ellas vemos a doña Marcela Ulloa hablando con un desconocido guardadamas. A la derecha del cuadro están los dos enanos, Mari Bárbola y Nicolasito Pertusato, este último, incordiando con su pie a un mastín del Pirineo que reposa plácidamente en primer plano.
En el centro de la pared del fondo hay una puerta abierta en la que un hombre sube, o quizá esté bajando unos escalones, mientras mira al espectador; es José Nieto, el aposentador de la reina. Al fondo, al lado de la puerta, hay un espejo que refleja los rostros del rey Felipe IV y la reina Mariana de Austria. Y, por último, a la izquierda de la escena, vemos al propio Velázquez que (nos) mira desde detrás de un gran lienzo.
Algunos estudiosos del cuadro asumen que los reyes están de pie en el mismo lugar en el que estamos los espectadores, y que lo que Velázquez está pintando es su retrato (por eso aparecen reflejados en el espejo). Pero hay quien dice que en el lienzo no hay nada pintado. Otros, que en el lienzo está plasmada la misma escena que se representa en el cuadro. E incluso, hay quien especula con la posibilidad de que esté retocando otra pintura, que todos los personajes que aparecen en la escena estén solo observando cómo lo hace, y que es únicamente cuando los reyes entran en la habitación, que tanto Velázquez como el resto de los personajes, se giran para saludarlos.
Bien, ésta es la composición de la escena, ahora voy a tratar de explicar por qué los expertos consideran que es una obra maestra.
Cómo Velázquez pintó el aire en <i>Las Meninas</i>
Lo que ellos argumentan para defender dicha maestría es que Velázquez consiguió pintar lo único que no se ve, lo único, hasta ese momento, imposible de pintar. Algo que, desde el Renacimiento, trataban de plasmar todos los pintores y que solo él logró. Pintar el aire. Velázquez consiguió algo que a día de hoy aún sigue asombrándonos. Velázquez logró que los espectadores tuvieran la sensación de estar dentro del cuadro y poder pasear por su interior. Para muchos pintores la solución era crear volumen con las sombras, pero para pintar el aire, el secreto estaba en la luz, y para lograrlo, Velázquez se apoyó en cuatro puntos de luz.
El primero llega desde la zona donde el espectador está mirando el cuadro. La luz se proyecta hacia el fondo, pero como las niñas se interponen en su camino, la luz pierde fuerza y se desvanece.
El segundo punto de luz es la puerta abierta donde aparece el aposentador de la reina subiendo ¿o bajando? unas escaleras. Este punto crea una luz que también decae al llegar al centro de la habitación, ya que sale desde una pequeña puerta.
Esos dos puntos de luz, fondo y primer plano, que se desvanecen al llegar al centro de la pintura, crean la ilusión de espacio intermedio. Esto es ya absolutamente genial.
Pero hay dos puntos más de luz. El primero proviene de los ventanales laterales. Aquí la idea de continuo claroscuro se repite creando así una especie de balanceo de luz que va de derecha a izquierda y de adelante hacia atrás en un bucle inacabable.
Ahora bien, en el cuadro no solo está el primer plano y el fondo. El espacio intermedio también está. Está, como ya he dicho antes, el aire. Velázquez consigue este efecto al pintar el alto techo (jamás lo había pintado en ninguno de sus cuadros anteriores), y también, al pintar borroso el fondo.
El último punto de luz es el del espejo colgado de la pared con la imagen proyectada de los reyes. Una luz más débil pero que también aporta.
La composición general y la disposición de todos los elementos que participan en la puesta en escena, es absolutamente genial, y lo es porque Velázquez utiliza la luz como lo hacen en la actualidad los fotógrafos en su estudio.
Por todo esto, Las Meninas es uno de los cuadros más investigados de la historia del arte, y sin duda, del que más se ha escrito (y se seguirá escribiendo). No hay en él una acción bélica, ni un paisaje deslumbrante, no hay lucha fratricida, ni batalla naval sangrienta. Esta es una obra maestra porque lo son sus motivos técnicos y pictóricos, y que va mucho más allá del propio hecho histórico pintado; motivos técnicos, por cierto, nunca superados.
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