El Gran Salto Adelante fue un descomunal proyecto de desarrollo socio-económico en la China comunista, que degeneró en una de las hambrunas más mortíferas del siglo XX. Pero ¿cuántas de las víctimas lo vivieron así por entonces? Una breve reflexión sobre cómo nosotros mismos percibimos las tragedias históricas y qué sabernos de ellas, cuando nos toca vivirlas.
Perdidos en el tiempo. Capítulo 2. Gran Salto adelante, gran salto atrás
Entre 1958 y 1961, China se embarcó en un descomunal proyecto de desarrollo acelerado que debía llevar al país a completar la construcción del socialismo, cumpliendo con la transición global al comunismo.
Hacia finales de 1957 se multiplicaban los indicios de que se estaba fraguando un plan de desarrollo integral y masivo; no sólo en terreno económico, sino también social En enero de 1958, el presidente Mao Zedong dijo en un discurso que incluso era posible ponerse a la altura de Gran Bretaña en tan sólo 15 años. A ese proyecto se le denominó el Gran Salto Adelante.
También se hablaba de la necesidad de una “revolución permanente”: golpear el hierro mientras está al rojo vivo. Una revolución tenía que ir seguida de otra sobre la base del minban o dirección popular.
Cuando el Gran Salto Adelante se puso en marcha formalmente, en abril de 1958, cobró la forma de cooperativas que debían unirse formando comunas todas ellas autosuficientes. A finales de año, 700.000 cooperativas se habían unido en 24.000 comunas, agrupando cada una a 5.000 familias. En ellas, los trabajadores rotarían periódicamente entre las actividades industriales y las agrícolas, y con las fuerzas que les quedaban recibirían instrucción militar para defender las comunas en caso de guerra.
La propiedad privada desapareció completamente. Hasta las necesidades más básicas quedaron colectivizadas. Las familias fueron incorporadas en bloque a la vida productiva; de los niños se ocupaban las guarderías de las comunas y se comería en comedores colectivos. Y es que también era un proyecto de transformación social. Desmontar la familia tradicional, acabar con la división del trabajo hombre-mujer, implicar a los campesinos en trabajos industriales y a los trabajadores industriales en la agricultura, tener a todo el pueblo preparado para la guerra. E incluso modificar la naturaleza y la ecología: uno de los episodios más conocidos fue la campaña para exterminar a los gorriones, algo así como si un Golem letal hubiera sustituido a los tradicionales espantapájaros.
Como era de esperar, el Gran Salto Adelante arrancó con energía electrizante, con los objetivos de producción disparándose sobre la marcha: si para febrero de 1958 era d
e 6,2 millones de toneladas, en septiembre ya se sugerían 12 millones.
Sin embargo, tan rápidamente como crecía el triunfalismo, y se hinchaban las estadísticas, el Gran Salto Adelante se desinfló con gran rapidez a lo largo de 1959. Con las fábricas en reestructuración y las cosechas perdidas, la producción se detuvo, dejaron de publicarse estadísticas y el desconcierto ganó a las ilusiones.
La sinóloga Dolors Folch, de la UPF, me contó que en una visita a China había visto enormes bolas metálicas, de varios metros de diámetro, abandonadas en las afueras de algunas comunas. Habían sido fundidas en los tiempos del Gran Salto Adelante con la aportación de cualquier objeto de hierro que pudieran entregar los vecinos para ser fundido y guardado como reserva y fabricar útiles agrícolas en el horno local. Pero al final las esferas resultantes habían quedado inservibles, por inamovibles, permaneciendo olvidadas y oxidadas durante décadas.
El Gran Salto Adelante, y una fracasada secuela que se inició en 1960, fueron un rotundo fracaso, un desastre de enormes proporciones.
Provocó la muerte por hambre de un número incontable de personas: entre 16 y 27 millones de fallecidos, cifra esta última calculada por aumento acumulativo de la mortalidad.
En medio de esa situación, quizá durante el verano de 1959, un joven periodista chino, residente en Pekín, visitó la aldea de su familia y se encontró con que su anciano padre yacía moribundo por causas inespecíficas. No me pidais su nombre ni la referencia de esta anécdota. Simplemente, la leí hace tiempo en algún lugar y la he contado muchas veces desde entonces.
El agonizante tardó muy poco en morir y el joven regresó a Pekín sin saber qué había sucedido. Por supuesto, su padre había sido uno más de los incontables muertos provocados por la hambruna del Gran Salto Adelante.
Cierto es que en la República Popular China de aquellos años los escasos medios de comunicación estaban rígidamente controlados y no existían formas alternativas de conocer el alcance real del marasmo, sólo un poco más allá del entorno más inmediato Si, se cuentan historias terribles, hasta de canibalismo. Pero, resulta difícil saber cuánta gente en la inmensidad de China era consciente de lo que estaba sucediendo.
De hecho, la anécdota no es tan inusual en cuanto a lo que percibimos como realidad cotidiana de los grandes momentos históricos. Porque las tragedias individuales no siempre se identifican con las colectivas. Y por ello, cuántas veces hemos de esperar años para que nos expliquen la trascendencia de lo que hemos vivido. Y no, no es necesario recurrir una y otra vez a Stendhal que relató magistralmente cómo Luigi del Dongo, el protagonista de La Cartuja de Parma vive la batalla de Waterloo sin saberlo, en medio de la mayor de las confusiones, y ni siquiera reconoce a Napoleón cuando pasa cabalgando a pocos metros de él, ya en franca retirada.
Sin tanta carga dramática aparente, aquí estamos nosotros mismos, ahora, haciendo el arqueo de nuestros propios naufragios personales en el tsunami de la pandemia; descubriendo consternados el alcance de la tragedia que ha supuesto el final, cruel, de nuestros mayores. Esperando que los responsables políticos nos expliquen, como aquellos chinos de 1961, qué va a ser de nosotros.
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