La luz que no se apaga nunca es un relato fantástico que junto a veintitrés columnas de un «antidiario» del confinamiento, publicadas en el mes de mayo en Diario de León, forman la serie El sueño de McSorley. Esta serie es también un cuento, un monólogo teatral que interpreté en el Festival Celsius 232 de Literatura Fantástica de Avilés, entre la desescalada y los rebrotes.
La Revista Espacio 17 Musas recopila ahora todos los textos de la serie El sueño de McSorley, a mitad de camino entre la literatura y el periodismo, entre la realidad y la ficción, como antesala del Curso de Creación Periodística que vamos a programar próximamente.
Una taberna de Nueva York que no ha cambiado en ciento setenta años. Una bodega del Bierzo con un ataúd junto a la barra. Una luz de emergencia en un garaje subterráneo que no se apaga nunca. Una novela sobre la Gran Hambruna que no termino de leer. El eco de las pandemias que han acechado a la humanidad. Y una serie de ruidos en el desván de mi casa durante los días del último confinamiento.
Bienvenidos a este universo paralelo.
La luz que no se apaga nunca
A menudo no recuerdo dónde dejo el teléfono. Doy vueltas por todo el piso y no lo encuentro. Miro en la mesa de cristal de la cocina, allí poso siempre los periódicos en cuanto entro en casa, lo busco en la encimera, ocupada por la plancha de asar la carne y el pescado, dos botes de sacarina, la tabla de madera donde corto los tomates y un hervidor. Pero no lo veo.
Luego entro en el despacho, tanteo junto al teclado y la pantalla del ordenador, enciendo la luz y abro la tapa del viejo escritorio que me llevé del piso de mi novia antes de que lo tirara, pero allí solo hay libros de Nueva York.
Al final me doy cuenta de que es una auténtica tontería lo que acabo de hacer. Solo llevo cinco minutos en casa y si de algo me acuerdo es de que no he entrado en el despacho, mucho menos he abierto la tapa del escritorio, donde reposan las guías de viaje, los libros de fotografía y en especial ese de arquitectura sobre los rascacielos de Manhattan. Nunca he estado en Nueva York y quizá por eso tengo tantos libros de la Gran Manzana, tan cinematográfica.
Salgo del despacho y lo busco en el sofá y en la mesa del salón, en la estantería que cubre la pared, con más películas en DVD que libros, y tampoco lo encuentro.
Seguro que me lo he dejado en el coche, me digo. Pero me da pereza bajar al garaje. Es de noche. No me apetece salir al pasillo y llamar al ascensor, descender los seis pisos, escuchar el sonido de la puerta cuando se abre y volver al enorme aparcamiento que ocupa el primer sótano del edificio. Nunca he sabido lo que hay en el segundo.
Seguro que lo he olvidado en el asiento del acompañante, me digo. Siempre lo poso ahí cuando arranco. Y antes de que tenga que salir del piso, todavía miro en el dormitorio y en el baño, vuelvo a la cocina y al despacho, y al final sostengo el inalámbrico, marco mi número de móvil y cuando no lo oigo sonar en ningún cuarto, comprendo que es verdad, que me he dejado el teléfono en el coche. Y el coche está en el garaje. Y son más de las doce de la noche porque he llegado tarde del trabajo, es lo que tiene estar empleado en un periódico. Y cuesta horrores, nunca mejor dicho, bajar los seis pisos, escuchar el sonido de la puerta del ascensor que se abre y uno nunca sabe lo que va a aparecer al otro lado, y caminar entre las sombras de otros automóviles aparcados hasta el mío, escondido entre dos columnas y muy cerca de la rampa que desciende al segundo sótano del edificio, donde siempre que aparco observo una luz, encendida día y noche, y me pregunto qué habrá allí, que nunca baja nadie.
El teléfono está en el coche, murmuro otra vez. Me lo he dejado allí, seguro. Así que voy a tener que bajar, aunque no me haga ninguna gracia oír el sonido solitario del ascensor mientras desciendo los seis pisos. Ninguna gracia que se abra la puerta y una sombra fugaz cruce en el espejo. Y en eso estoy pensando, con el inalámbrico en las manos, cuando alguien descuelga mi móvil y reconozco una voz familiar, la mía, que me pregunta ¿quién eres? ¿qué haces en mi casa?
El móvil lo recupero al día siguiente por la mañana. No quiero actuar como un personaje de una película de terror, ese que siempre se mete en la boca del lobo, en un pasillo oscuro, en un sótano mal iluminado, en un aparcamiento rodeado de automóviles en penumbra y una rampa donde nunca se apaga la luz.
Qué estúpido, pienso.
Así que espero a que se haga de día, llamo al ascensor, se abre la puerta y mi reflejo me sonríe en el espejo, desciendo los seis pisos, la puerta se abre de nuevo y no hay nadie al otro lado, y cuando arranco el coche para ir al trabajo descubro el móvil en el asiento del conductor, sin batería.
Me aguarda una jornada larga. Una rueda de prensa por la mañana. La alcaldesa presenta los presupuestos. Una entrega de premios después, a los mejores escaparates navideños. Almuerzo en el burger de enfrente. Un menú del día. Un café solo. Y vuelvo a la oficina para hacer unas llamadas. A media tarde comienzo a escribir. Tres páginas. Los números de los presupuestos se me atragantan. No parecen muy contentos los comerciantes que han ganado los premios del concurso de escaparates navideños cuando veo las fotos. ¿Qué le pasa a esta ciudad?, me pregunto. ¿O soy yo?
Así que se me hace de noche y entrego mi última página muy tarde. Ya no queda nadie en la redacción. Las aceras de la ciudad pequeña sobre la que escribo a diario se vacían. La gente se recoge en sus casas, como pájaros en su nido. Se desprende la niebla del río, igual que en una película de terror, mientras bajo las escaleras del periódico, el ascensor está otra vez averiado, atravieso el parque donde juegan los niños cuando salen del colegio, camino hacia el aparcamiento y me subo a mi coche, un viejo Mazda 3 rojo, con el teléfono en un bolsillo y el cargador en otro.
Conduzco por la ciudad desangelada y la niebla se embosca en todas las esquinas y en todas las ventanas. No tengo hambre, me digo. No tengo a nadie que me espere en casa. Este oficio… Y cuando entro en el garaje, procuro que no me deslumbre la luz que emerge del segundo sótano, como la niebla, no vaya a borrar la realidad.
A saber lo que hay ahí abajo, pienso, a saber qué es eso que escupe luz y lo que nadie ha puesto nombre. Entonces aparco, las luces de emergencia del garaje parpadean. Se apagan todas, una a una, menos la luz que no se apaga nunca. Y suena el móvil que he dejado en el asiento del acompañante, suena el móvil, y cuando descuelgo reconozco una voz familiar que me pregunta; ¿quién eres? ¿qué haces en mi coche?
Y no sé qué contestarme.
Este relato de 2016 es parte del material de trabajo para el Curso de Creación Periodística de Carlos Fidalgo en la Escuela del Espacio 17 Musas.
Te invitamos a leer otros relatos y artículos de Carlos Fidalgo en la Revista 17 Musas.