Memoria de la melancolía, de María Teresa León, es algo más que la narración de una vida: desde la orilla de su prosa alargada pueden otearse los confines bravíos de la poesía; tampoco es un ensayo, aunque su historicidad resulte significativa para una reflexión sobre nuestro presente confuso. María Teresa León, enraizada en ese árbol frondoso que fue la Generación del 27, dialogó con el olvido en un portentoso barco literario cuyos remos sortearon importantes sucesos del siglo XX a ambos lados del Atlántico.
Sobrina de María Goyri, una de las primeras mujeres estudiantes de Filosofía y Letras en una universidad española, la vida de María Teresa León se envolvió en el viento del progreso desde la niñez.
En sus artículos de juventud en el Diario de Burgos trató ya de posicionar a la mujer como sujeto —no como objeto— y en los siguientes años asistió a la Escuela de Comercio (de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer) con María Lejárraga, se licenció en la misma carrera que su tía, publicó obras de distintos géneros —guiones de cine, novelas, ensayos, cuentos—, estudió y participó en movimientos teatrales y literarios por media Europa y fundó la revista Octubre. Pero a esta galopada tenaz por las letras se le iba a venir encima un rotundo punto y aparte: el año 1936.
María Teresa, junto a su marido Rafael Alberti, asistieron al inicio de la Guerra Civil española entre los campos amarillecidos de la isla de Ibiza. Quizá la melancolía de su memoria comenzó precisamente allí, en esas últimas jornadas antes del cambio escarpado de realidad: las «tumbas cartaginesas cubiertas de alcaparras floridas», las redes plateadas de los pescadores repletas de «salmones carmín y oro», las ovejas que se bañaban en la madrugada. Tras las últimas e idílicas imágenes, el matrimonio se instaló en París para comenzar un exilio al que María Teresa León tildaba de “destierro”. No era una exiliada, era una desterrada. Los pies se los habían arrancado de la tierra. Comenzó así su desarraigo.
Sin embargo, antes de salir de España intervino en ciertos episodios de resistencia que ella misma narra con donaire. Es en estos fragmentos donde la autobiografía se transforma en trepidante novela de aventuras: las bombas se abalanzaban sobre el madrileño Museo del Prado y María Teresa, secretaria de la Alianza de Escritores Antifascistas, recibió el encargo de sacar los cuadros de la pinacoteca sanos y salvos para resguardarlos en un escondite valenciano. A aquella noche, la más larga de su vida, debemos la conservación de grandes obras del museo.
Pero recordemos que la guerra no la convirtió en heroína, sino que la empujó al desarraigo: «El cansancio de no saber dónde morirse es la mayor tristeza del emigrado». El matrimonio León-Alberti permaneció un año en París y después se marchó a vivir a Argentina hasta 1963, cuando un nuevo exilio llevó a María Teresa y a Rafael hasta Roma. Es allí, en la capital italiana, donde culminó su canto reflexivo a la memoria, al no-olvido; donde dio las últimas puntadas a su autobiografía. Los asuntos de lo migrante en la Memoria de la melancolía son un ejercicio de valentía, humildad y aprendizaje para esta sociedad nuestra en proceso de globalización, o ya globalizada.
Por esa vida asombrosa de su autora, Memoria de la melancolía se convierte en una lista interminable de recuerdos y vivencias, de sueños incumplidos y pesadillas recurrentes, de ciudades y caminos. También es un recorrido por las andanzas republicanas de las hordas rojas, como las de las otras Sinsombrero del 27 (María Zambrano, Rosa Chacel o Maruja Mallo) o las de mitos tan actuales como Rubén Darío, Pablo Neruda o Frida Kahlo. Caben asimismo entre las páginas los legendarios hombres Hemingway, Unamuno o Juan Ramón Jiménez y el afecto especial a las legendarias mujeres: «Me diréis: “No, estáis confundida, el Premio Nobel fue para Juan Ramón”, pero yo contestaré: “¿Y sin Zenobia hubiera habido premio?».
Las mujeres que se convirtieron en la «cola del cometa» que era el hombre recuperan su impulso autónomo de sujetos con la pluma de María Teresa, avanzan posiciones en las primeras contiendas de la batalla feminista y se convierten en reivindicación, como ocurre de igual modo con otro par de insignes amigos: «Federico, muerto al comenzar la agonía; Antonio Machado al terminarla. Dos poetas. Ninguna guerra había conocido jamás esa gloria».
La acertada recuperación de la Memoria por parte de Renacimiento nos brinda una nueva oportunidad para acercarnos a la figura de María Teresa León, a su diálogo constante e íntimo con la memoria, que no con los recuerdos: la memoria personal materializada en un puente que lleva a lo colectivo; del salón privado a la lucha social en una carrera de escritura constante: «Escribo con ansia, sin detenerme, tropiezo, pero sigo. Sigo porque es una respiración sin la cual sería capaz de morirme. No establezco diferencias entre vivir y escribir».
En los últimos años de su vida, cuando María Teresa había logrado ya el regreso, cuando sus pasos la habían devuelto a la raíz, a España, la enfermedad le sobrevino y la memoria se le escapó. Como si hubiese sabido que aquello iba a ocurrir mientras daba forma a su hermosa autobiografía, dejó con ella escritos los pasajes de una vida única con ecos de enseñanza: «Yo no quedaré, pero cuando yo no recuerde, recordad vosotros. Recordad que mi mano derecha se abrió siempre. Recordad que no era fácil el diálogo y la paciencia y que todo se venció hasta los límites y más allá».
María Teresa León no perdió la memoria, nos la dejó escrita para que no la olvidáramos. Por eso tampoco dejó de existir, porque la existencia se acaba solo cuando vence el olvido.
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