Terra Santa es un relato navideño, apropiado para estas fiestas, escrito por el autor Luis María Vieito.
Aguardaba sentado frente al establo a que el Niño naciera otra vez. No había llegado nadie todavía, ni María, ni José, a lomos de su viejo asno. Tampoco el buey y la mula, lo que le extrañó aún más. Miraba alrededor, esperando ver llegar a una mujer encinta, a punto de dar a luz, y a su marido, apoyado en un cayado que apenas soporta su fatiga. Preparó una pequeña cuna con uno de los cajones, vacío, donde comían los animales. Lo vistió de pajas para dar la razón al villancico que cantaban cada Nochebuena rodeando una fogata que nunca era suficiente para disuadir el frío de la noche al raso.
Colocó el pesebre en el centro del establo, visible desde la puerta, para que pastores y niños pudiesen adorarlo. Aquí se tumbará el ganado para dar calor con su aliento y, a sus lados, los Padres, cansados de viaje y parto. María dará a luz entre pajas y corrientes de aire que se colarán por las rendijas que dejan las maderas de los muros.
Estaba todo preparado. Siguió aguardando. ¿Era hoy? ¿No se ha equivocado de día? No, es 24 de diciembre, no pueden tardar. Tal vez, al celoso adorador le pudo la impaciencia y llegó demasiado pronto al lugar. Escudriñó el cielo, la estrella que guiará a los Magos tampoco se deja ver.
Al cabo de algunas horas, comenzó a inquietarse. No podía ser, era casi el momento. La misa del gallo estaba a punto de comenzar y allí, en Belén, no había Niño al que cantar. Silenciados los villancicos, abandonadas las ofrendas, olvidados los zurrones con leche y miel.
Decidió ir a su encuentro. Debían de estar cerca, tal vez José buscando posada para María. ¿Y los pastores, dónde están? Y el ángel que les avisó ¿se habrá olvidado de darles el recado del Nacimiento de Jesús?
Caminó durante casi toda la noche. Arrinconó el pesebre, al buey y a la mula; a María, a José y al Niño; a los adoradores y a los sones de zambombas, panderetas y almireces. No había caminos que llevaran hasta Belén, arrasados por una lluvia de fuego y metal que caía sin clemencia. Casas y viviendas como escombros; hijos de Dios, Alá y Yahvé yaciendo bajo las piedras que fueron hogares, exterminados por una plaga que el profeta ―¿importa cuál?― no acertó a predecir y que no se puede leer en libro sagrado alguno.
Fue derramando lágrimas de impotencia, rabia, incredulidad, cansancio, desesperanza, tristeza. Había tantas razones para el llanto. Tomó de la mano a los supervivientes heridos que encontraba en su camino. Intentaron alejarse de aquel lugar todo lo que le permitieron sus fuerzas. De vez en cuando, hacían una pequeña pausa para las oraciones buscando la Meca. Otros se santiguaban y rezaban Padrenuestros que aún no deberían haber aprendido de la voz del Niño que aquella noche no nació. Y había quien recitaba oraciones sin esperar que llegara el día del perdón. Cada vez eran más, cogidos de la mano, los que entrelazaban una cadena de diferentes colores de piel, idiomas, dioses, miedos.
―¿No es hoy vuestra Navidad? ―preguntó un muchacho musulmán al cristiano que buscaba a Dios entre aquellas ruinas.
―Sí, es hoy. Pero cuando he abandonado el pesebre donde la esperaba, un Niño se ha cruzado conmigo y me ha señalado a lo lejos el fuego que consumía vuestra aldea y me ha dicho que hoy no había ninguna Navidad que celebrar.
Luis María Vieito
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