martes, marzo 11, 2025
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UN CUENTO DE AIRE – Rachid Ouramdane y Compagnie de Chaillot – “CONTRE-NATURE”

A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.


CRÓNICA XIV: “CONTRE-NATURE” – Rachid Ouramdane y Compagnie de Chaillot

TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO

21 de febrero de 2025 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

El aire tiene la suficiente invisibilidad para distraernos de su presencia, pero cuando coge carrera, si incurre en prisa o en enfado de medianoche, ojo ahí, rebautizado viento, lo vemos con sus danzas en forma de vestido que ondea, árboles que tiritan o ese tractor cuyo ingeniero desprestigió su capacidad para volar en círculos por encima de las casas. ¿Puede el ser humano danzar como el aire? La pregunta parecía déspota contra las leyes físicas, pero ya no estoy tan seguro tras presenciar CONTRE-NATURE, la obra diseñada por Rachid Ouramdane e interpretada por la Compagnie de Chaillot en la principal sala del Teatro Central de Sevilla.

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Cuando comenzó, aquel telón abierto con su suelo blanco, en comunión a la obra anterior, quedó a oscuras y el humo evidencio el espacio invisible, el aire, y de ahí pareció situarse dos figuras, un adulto y lo que parecía un niño encapuchado en su sudadera, mirando a un fondo incierto mientras una música delicada resonaba en la penumbra. Desaparecieron y llegaron, de entre el humo, los intérpretes, como caminantes en ese mar de niebla, que se aproximaban y desaparecían, como en cámara lenta, al proscenio. Algunos caían al suelo, las gravedad aún les atrapaba, pero otros fueron quedando aupados por compañeros más fuertes, incluso una pareja sobre uno que hacía de base. Ya pude apreciar diferentes tipos de cuerpos, derivados de forma inteligente, a diferentes tipos de profesionales en cuanto a la danza, hecho que subrayaríamos durante la obra; había quien era más acróbata, otros que dominaban mejor los bailes urbanos, también el que venía evidentemente del ballet, y otros que eran montañas, fuertes, inamovibles, capaces de soportar sobre sus hombros a sus compañeros más livianos. Me hice con un programa de mano del vecino de butaca y apunté el nombre de los mudos bailarines en mi libreta: JOAQUÍN BRAVO, LORENZO DASSE, CLOTAIRE FOUCHEREAU, LÖRIC FOUCHEREAU, PETER FREEMAN, MARÍA CELESTE MENDOZI, MAYALEN OTONDO, LUCAS TISSOT, AURE WACHTER, y OWEN WINSHIP. Todos impresionantes. Las escenas se fueron desarrollando con la precisión hipnótica de los engranajes relojeros.

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Disipada la niebla, corrían por toda la escena, se tomaban de los brazos, giraban elegantes en aquellos metros, aliados con la cinética, luego volvían a correr, o rodaban por el suelo, o se enzarzaban en otra combinación gimnástico en las que tomaban o eran tomados para atravesar las alturas como si estuvieran diseñados para ello. Desde luego el título era un desafío humanístico, una pretensión ambiciosa, Contre-nature, camino contrario a lo que la biología dicta. El cuento que narraban era bello y frágil, como un eco que rebota con energía por todas partes, con un argumento que se disipaba cada quince minutos aproximadamente, todo ello en torno a ese viaje del niño encapuchado, quien aparecería en forma de interludios junto a proyecciones en el telón del fondo. Pero me gusta el uso medidísimo de la velocidad en esta obra, la explosión-impacto-vuelo-sostén-aterrizaje suave, un lazo decorativo ante un planteamiento realmente atlético y exigente, que quedaba disimulado por el constante ir y venir, las luces frías y el vestuario sobrio en tonos azules y grises, que inspiraban serenidad onírica, una sencillez cómoda y elegante. De hecho, me propuse correr a los camerinos de la compañía en cuanto acabase la obra y requisar algunos de sus prendas para mí mismo, siempre me han dicho que ese azul piedra, cromatismo entre los mundos del azul y el gris, me pegaba mucho con mis ojos… ¡Y eso que los tengo marrones!

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Hubo momentos, piruetas casi imposibles, de enganchar al otro en plena caída, de saltos triples en el aire, de tótems de tres cuerpos, que levantaron asombros y onomatopeyas entre el público. De hecho, retaban a la gravedad y generaban una atracción en las gradas, que provocaba que algunos espectadores se inclinasen hacia delante, con la pretensión infantil de ver mejor como forma de aprehender la quintaesencia de su danza. También dieron ocasión de hacer escenas solitarias o incluso en pareja, que me parecieron bellísimas, porque eran capaces de entrar en dinámicas más clásicas de la danza, que no requerían palancas y poleas humanas, pero sí una expresividad mayor y tenían mucho que ofrecer.

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Una obra muy divertida de ver, que me hizo querer salir a escena, correr entre ellos, auparme en sus hombros, saltar al vacío, pero luego recordé que tengo veinticuatro siglos y le ciática me da guerra hasta en la postvida. La selección musical también contribuía, desde momentos exclusivos de piano, xilófono y acordeón, hasta alguna pieza de jazz o electrónica calmada. Todo instrumental menos una canción con letra, al final de la obra, que marcaba una relación estrecha, el ser para el otro. Hasta sonidos como el oleaje del mar contribuía a esa pátina de sueño, de lo posible dentro de un escenario, la nave perfecta para un sfumato entre lo real y la impensable. «Ojalá pudiera nadar como nadan los delfines» llegará a decir una voz aniñada, quizás del encapuchado, con el que acabarán bailando por el cielo que es un mar que es un sueño que es un escenario.

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