A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.
CRÓNICA XXXIII: “RÉQUIEM DE W. A. MOZART” – Teodor Currentzis y musicAeterna Orchestra
TEATRO DE LA MAESTRANZA – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
12 de marzo de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
No me preocupa tanto la muerte como la invocación de la misma, especialmente si viene de parte de Mozart. Los idólatras hunden las manos en su herencia, rescatan el brillo inacabado de sus partituras, y la traen a nuestra presencia, como ya hizo Prometeo con el fuego de los dioses. Una generosa propuesta que los mortales (y este eidôlon) hemos podido disfrutar en el Teatro de la Maestranza que incluyó en su programación, en celebración de la edición XLI de FEMÀS, un concierto en torno al RÉQUIEM DE W. A. MOZART por parte de la musicAeterna Orchestra dirigía con hábil soltura por Teodor Currentzis.
Materialicé este no-cuerpo achacoso a las puertas del teatro media hora antes de que abriesen las puertas, para disfrutar de la penitencia olímpica de contemplar una multitud impaciente por tomar posesión de su butaca, muchas de ellas con alguna tapa en la mano para matar el hambre, hostelería mínima y útil facilitada por la propia organización, a pocos metros de la entrada, para el que lo desease. Un fantasma no necesita comer, pero sigue intacta la memoria del buen sabor, por ello lo sentí como castigo. Una vez entró un aforo agotado en ventanilla, cabeceó la iluminación y comenzaron a entrar los músicos de esta gran orquesta entre aplausos.
Arrancó el «Concierto para piano y orquesta nº24 en do menor KV 491» del propio Mozart, con gran fuerza, a modo de invitación para cerrar los ojos y dejar la solidez de este mundo por un rato, casi en caída libre sinestésica, púrpura y azul se me antojaba, con la levedad plumífera de las aves. Aquel arranque, Allegro, abierta la ventana a la belleza, hizo que el público estuviese con el aliento cortado, muy atentos. Entonces terminó la primera parte y, casi como si estuviera preparado, la sala se inundó de estornudos, toses, achúses, respingos y toda clase de expulsión brusca del aire de los pulmones, hasta el punto de lo surrealista, en brote esporádico de la risa entre algunos sectores del público. ¿Tan fuerte fue el impacto? ¿Tan desarmados estaban como para replicar aquellos espasmos? La psicología de los vivos es inagotable.
Sin tiempo para recomponerse, Currentzis decidió continuar. Poco después, terminada esta primera parte, entre aplausos, tomaría un micrófono Olga Pashchenko, pianista de la musicAeterna Orchestra, para contar, a modo anecdotario, que el instrumento que tocaba aquella noche era una réplica del mismo fortepiano que empleó Mozart en vida, incluso ofreció cierta didáctica en torno a su pedalera, dicho lo cual, anunció un regalo previo a su salida del escenario: rescataría el «Concierto para piano nº3 en do menor» de Beethoven para todos los presentes, reacción directa de aquel tras escuchar el «Concierto nº24» del músico austriaco. “Nadie más puede escribir algo así” dejó dicho y el público del Teatro de la Maestranza pudo corroborarlo. Pashchenko estuvo soberbia, acabó entre resoplidos y sudores, y todos supieron valorarlo, haciendo que el auditorio vibrase con el entusiasmo de los aplausos.
Hubo un descanso, imagino que para que los asistentes buscasen pañuelos y estornudasen a gusto, no lo sé; me dediqué a vagar por el teatro, consternado por la sana longevidad de esta música y las múltiples formas de acariciar nuestra sensibilidad. Para la segunda parte, el «Réquiem» de Mozart, entró junto a los músicos el coro, repartidos en dos niveles al fondo, a priori sin libreto de partituras en el que apoyarse, y los solistas que brillarían en esta apuesta tan completa, con Elizaveta Sveshnikova (soprano), Andrey Nemzer (contratenor), Egor Semenkov (tenor), y Alexey Tikhomirov (bajo). Preparados en sus puestos, arrancó así los cincuenta y cinco minutos que dura el «Réquiem para solistas, coro y orquesta en re menor KV 626 (edición de Süssmayr)».
Decidí disfrutar de esta parte mientras caminaba por las escaleras, cuando estoy muy excitado me cuesta quedarme sentado, y como nadie me ve, a nadie molesto. En un momento álgido del réquiem, se apagaron todas las luces de la sala, salvo un diminuto punto naranja que, como un fuego fatuo, permanecía entre la sección masculina del coro. Al principio pensé que habría pisado un cable y propiciado una tragedia propia de poltergeist. Pocos segundos más tarde, aquella puesta en escena respondía a la intimidad de unos cantos gregorianos que, sin ornamentos, reconcentraron la atención del auditorio, casi como si se hubiese abierto una ventana desde el otro lado del tiempo.
El resto de la actuación, una vez vuelta la luz, fue suave y placentera, como una evocación onírica, quien sabe si de Mozart, más allá de la muerte. De hecho, precisamente por eso, hay mucha mitología en torno a esta obra. Como es sabido, el réquiem quedó interrumpido por la muerte del propio músico. Quizás, esta casuística, la entrega hasta el final, logró elevar más aún su talento en esta obra, en consagración de Arte sempiterno, un fenómeno fuera del contexto de la época y del estilo, una respuesta universal.
Los aplausos fueron generosos y rítmicos, todos satisfechos, el propio Mozart también lo estaría, no me cabe duda (si algún día me lo encuentro le preguntaré). La orquesta musicAeterna, creación del propio Teodor Currentzis, alcanzó una rigurosidad que fondea en la Belleza mayúscula, con un especial resalte en el trabajo del coro al completo. Un mecanismo preciso y sensible para rescatar de la muerte a Mozart.
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