Una noche, Inspiración atravesó la puerta de entrada a la casa y la sala se impregnó, como de costumbre, de ese aroma tan suyo a imaginación y a sales de sueño. Dijo que venía a persuadir por última vez mi capacidad de fabulación y que se daba por satisfecha si conseguía que yo esa noche escribiera y escribiera, sin descanso, hasta que saliera el sol.
Me gusta pensar que los insomnios forman parte del proceso creativo de las personas. Las
mejores ocurrencias, los más absurdos disparates, e incluso, las más increíbles ideas literarias, se dan a veces en el centro mismo de la láctea blancura de un desvelo.
Alguno de mis textos más redondos, aquellos de los que guardo especial cariño por haber sido tramados, e incluso escritos, bajo el influjo de la ensoñación consciente, se gestaron en noches cerradas a cal y sueño.
El desvelo (quienes lo probaron –como decía Lope– lo saben) surge en mitad de la duermevela y los síntomas están perfectamente definidos: primero una especie de música que va subiendo de volumen según se va blanqueando la habitación.
A continuación, los parpados se despegan poco a poco deslizándose hacia arriba como láminas de una veneciana hasta dejar entrar toda la luz de golpe. Aunque la habitación esté completamente a oscuras, uno comienza a ver todo blanco. Esa es la señal. A partir de aquí, se juntan la extrañeza de un cuerpo que se estira y bosteza, con una música cada vez más alta sonando alegremente en la cabeza.
Las primeras veces no le das importancia, aunque reconoces que te entran ganas de levantarte y ponerte a bailar. Pero no, no te mueves, vuelves a cerrar los ojos pensando con ingenuidad que en cuestión de minutos la música se detendrá, la luz blanca se disolverá y tú te volverás a quedar plácidamente dormido. Claro que eso lo piensas las treinta y ocho primeras veces, a la que hace treinta y nueve, simplemente decides rendirte a los encantos de sirena que la noche tiene reservados para ti.
El purgatorio del no dormir se transmuta entonces, sin demasiado esfuerzo, en un paraíso de lectura, así que lo primero que haces es coger un libro y dejarte llevar. Recuerdo que en épocas de insomnio leí verdaderos tochos, entre otros, La broma infinita, de David Foster Wallace o Las aventuras del buen soldado Svejk, de Jaroslav Hasek, magníficamente ilustrado por Josef Lada. Devoré con avidez sus muchos centenares de páginas en unas cuantas noches en blanco, entre risas y valerianas. En otro periodo de mi vida, las noches sin dormir me las consumió una inquietante biografía de la no menos inquietante Shirley Jackson.
En ambos casos, la concentración excesiva y la ofuscación mental a causa del insomnio, exageraban la claustrofobia, y solo la tensión y el terror psicológico de la gran dama del suspense norteamericano, o el humor descacharrante de los personajes de Hasek recorriendo el imperio austrohúngaro entre el absurdo y la demagogia, me permitían seguir transitando por unas noches que no acababan nunca.
Hoy recuerdo con cierta nostalgia aquellos periodos en blanco en los que la literatura me acompañó noche tras noche en forma de lecturas memorables y en las que logré escribir textos en mis cuadernos de manera enfebrecida cuando a altas horas de la madrugada venía a visitarme mi amiga Inspiración.
Bien dicen que cuando ésta enigmática musa acude a tu presencia, debe encontrarte trabajando. A mí, y en aquellas nocturnas circunstancias, Inspiración me encontraba siempre en pijama con los ojos como platos y el corazón acelerado, pero con el lápiz en la mano en postura de clara amenaza y el cuaderno echando chispas. Fueron las noches más productivas, literariamente hablando, de mi vida.
Recuerdo que hicimos un pacto no escrito entre caballero y dama sobre como satisfacernos mutuamente. Yo la esperaba despierto, cada noche, y ella me susurraba al oído metáforas, tramas, o personajes. El insomnio a cambio de nuevas historias, de nuevas aventuras, de nuevos textos.
Una noche, Inspiración atravesó la puerta de entrada a la casa y la sala se impregnó, como
de costumbre, de ese aroma tan suyo a imaginación y a sales de sueño. Dijo que venía a
persuadir por última vez mi capacidad de fabulación y que se daba por satisfecha si
conseguía que yo esa noche escribiera y escribiera, sin descanso, hasta que saliera el sol.
Pero esa noche Inspiración traía puestos unos tacones de vértigo, y claro, así me fue
imposible estar a su altura. Cuando nos despedimos vinieron a mi mente aquellas palabras
de Prévert, cuando dijo que reconoció a la alegría por el ruido que hizo al marcharse. Inspiración no volvió más. A cambio, yo no he vuelto jamás a padecer insomnio, pero a un precio muy alto. Desde que duermo como un lirón, no he podido volver a leer un solo libro ni a escribir en mis cuadernos una sola línea de texto.
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