A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionadas con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.
CRÓNICA X: TRILLA – Luz Arcas y Le Parody
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
14 de diciembre de 2023 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Si lo piensas, todo se complica. ¿Cómo nos movemos? La mecánica biológica del antropocentrista supremo es natural e intuitiva, sí, nadie lo discute, pero también es imprecisa para las meras palabras, ¿cuántas veces hemos tropezado en suelos abiertos y limpios? ¿Cómo se explica eso? Ni como ediôlon me libro de esos hábitos tan propios de los vivos. La mecánica existe, se ejerce, pero no me hagas reflexionar sobre ella mientras la ejercito porque me caeré. Misteriosa evidencia del cuerpo. Recuerdo presenciar hace ya siglos un encuentro que tuvieron dos amigos, y uno de ellos, al que canonizaron tiempo después como San Agustín, se defendía diciendo que si nadie le preguntaba qué es el tiempo, lo sabía, pero si se lo preguntaban y quería explicarlo, ya no. Más allá de que me parezca una excusa de colegial frente a un examen sorpresa, reconozco que algo así nos pasa con el movimiento corporal a la mayor parte de los humanos (vivos o fantasmales).
Pero hay personas que tienen un don para el movimiento, una ventaja regalada que trabajan con ahínco y lo hacen florecer en belleza y talento. Es el caso, sin duda, de Luz Arcas, bailarina infatigable, por lo que pude comprobar en el Teatro Central con la presentación de TRILLA, propuesta en el ecuador dentro de una semana dedicada al trabajo de la artista y su compañía, La Phármaco, en este espacio escénico, que cuenta con coreografía ejecutada por la propia Luz Arcas y música, instrumental y vocal, por la experimental Le Parody, alias de Sole Parody.
Fue en la B, la sala de la intimidad, aparecí en mitad de la negrura y una niebla artificial potente, pero la reconocí de inmediato y tomé asiento en primera fila. Los altavoces proyectaban un río de voces con reverberación y el público, si bien no era abundante, fue puntual y disciplinado, secuestrado por las ganas de descubrir la mecánica propuesta. Una voz se impuso, se rompió el loop instrumental, las luces se apagaron aún más y destacó la bailarina, de pie, de espaldas, de blanco, con un manto en la cabeza, casi como una novia o una santa. El canto que acompaña Le Parody desde su mesa de dj, tienta unas raíces populares, españolas y árabes, que fueron aterciopeladas con el nervio flamenco, tan andaluz el aliento, o esa fue mi impresión. Y mi mirada de imaginador, creador teatral y eterno aprendiz, fue a la cola de las ideas que prendían en mi mente aquellos pasos a lo largo de todo el espacio disponible.
El velo, importantísimo, bajo de la mente al vientre, transformado quizás en una criatura ficticia, y aquí la virgen es madre, una suerte de milagro creyente del que parece beber Luz Arcas. Giros y contorsiones bajo la música que reincide en su cadencia, generando un calor sonoro lleno de energía, y cuando cae el manto, es decir, cuando esa imaginación recién nacida es depositada en el centro del escenario, cambia el ambiente y la mujer, que es todas las mujeres, es sometida por una tiranía invisible que le hace moverse casi como si tuviese engranajes, descargar de títere contra su voluntad, en la que se desarrolla con la cabeza gacha, fuertes vaivenes de cadera y, la mayor parte del tiempo, arrodillada o inclinada hacia delante. Presenciamos entonces la mecanización de la mujer al servicio de lo que pueda ofrecer, una vez superada su papel de santa y madre.
Cruza el escenario con saltos de animal robótico, prototipos fallidos de humanidad, parece no existir redención, ¿eres capaz de imaginarlo? Ella lo hizo, luego nos lo demostró. Su figura seguirá con esa inclinación servicial, aunque a veces se cruce de brazos, rescoldo de autodefensa, que de nada servirá. Entonces encuentra una solución aparente, que no sustituye el dolor, pero lo apacigua: El baile grácil. Se mueve en simulacro de diversión, en fingimiento de alegría, para atraer la distracción y la propia anestesia. Comienza a existir en sus bailes una comunión con el bombo metálico de la música, un caer al mismo tiempo, a pesar de caer de rodillas continuamente, la fuerza del sometimiento.
Bailará sobre su manto, hasta entonces esquivado, como un intento de superación, la fiesta como sello a esa página que quedará atrás, o eso parece pretender. Convulsiones aéreas se concatenan, con el pelo recogido por su mano, imagen de sumisión al ritmo, ¿pero el ritmo de quién? Debo hacer un paréntesis para apuntar que la bailarina tiene una resistencia física impresionante, yo me hubiera remuerto a la tercera elevación tras plegarme y abrir abdominales hasta provocar el salto de forma cíclica. Ni con la insoportable levedad de mi ser podría bailar así, toda mi admiración para Luz Arcas.
Volverá al manto-bebé y las luces hacen que todo quede en penumbra, salvo un rectángulo, poco más de un metro cuadrado, que será todo el territorio disponible, en este nuevo estadio mental. Arrodillada en esa limitación, sufrirá convulsiones continuas, todo cadera y contracción de la musculatura, quizás el ejercicio más ardiente y disimulado de la propuesta. Parecía que su cuerpo, en contacto con el manto, llorase sin piedad lo que el rostro esquivaba bajo la luz blanca. Cuando consigue escapar de ese mapa asfixiante, bailará por la amplitud del escenario bajo una súbita iluminación amarilla, que brilla, quizás, como un nuevo día. Hay cierto orgullo en sus movimientos desde entonces, mira al público con fijeza o levanta la cabeza, ya se acabó el andar jorobada y sometida, hasta la música parece más alegre.
Retoma el manto, lo llora (cante de la dj que arranca con un quejido), y se pierde aquella luz, vuelve la penumbra. Extiende con cuidado el manto en el suelo, luego lo doblará con muchísimo mimo. Casi como una Piedad, portará el manto entre sus brazos y se lo girará sobre sus muñecas, ahora con ánimo de atadura, presa por el recuerdo o la idea de lo que le dijeron que debía ser. Llegará la oscuridad, los gritos, la instrumental ruidosa y la luz azul, frialdad en esa idea. Y, de nuevo, busca algo tan folclórico como bailar las penas, baila con el manto de encaje blanco como si se tratase de una capa, fe en el animismo, pues parece darle vida, su personaje se mira en ese espejo. Gira con él, lo torea, atraviesa las luces rosas y la nueva cortina de humo que comienza a invadir ese lugar sin tiempo. Ella, en una imagen poderosísima, baila con el manto cubriéndole el rostro, lo acaricia, se reconcilia en esa entrega.
Y el manto vuelve a ser criatura, brevemente, porque lo sacude con violencia, sabe que no es verdad, ya no, al menos, y retrocede mientras todo se llena de humo y se va perdiendo la visión del público. La música se ralentizó y Le Parody subió sobre la mesa tras la que producía la música, con un micrófono en mano. El público se sobrecogió, lo noté a mi alrededor, todos apreciaban el momento álgido en el que nos encontrábamos. Luz Arcas extendió el manto en un cuadrado blanco, se echó al suelo y, bocabajo e inmóvil, dejó su cabeza bajo aquellos encajes blancos en mitad de la niebla, aplastada por sus pensamientos. Por el micrófono canta lamentos bellos y tristes, que parecen traídos de otro tiempo. Se hizo la oscuridad. Y mientras aplaudían todos, emocionado, desaparecí entre el humo con la sensación de que todo había transcurrido en un parpadeo y que una parte de mí también quedaba bajo aquel manto blanco.
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