Un relato de Fco Javier Romero
El conductor se disponía a parar el vigésimo convoy. El trayecto supuso un ejercicio de resignación sabiendo que no había vuelta atrás. Olía a podredumbre, pude ver el terror en algunas miradas que me cruzaba, cada poro de mi piel empezó a desprender cenizas que iban flechadas hacia un destino calcinado, se oían chillidos, el hervidero de gente intuía la masacre.
Horas antes vinieron las SS con unos perros, nos sacaron de nuestro hogar de forma violenta sin mediar palabra y nos arrastraron a mis padres y a mí hacia una camioneta repleta ya de vecinos. Apenas había sitio para la movilidad, no cabía la esperanza. De ahí nos trasladaron al vagón. Meses atrás nos visitaron los mismos energúmenos para pedirnos el nombre mientras recibíamos golpes en la cara y nos tiraban al suelo.
Nuestra expedición aterrizaba en Auschwitz y mi corazón latía vertiginosamente como un meteorito. La velocidad de la vida se reducía a escasas horas. Tenía por aquel entonces trece años y no había presumido de una infancia. Nunca olvidaré a los otros niños agarrados a las manos de sus padres con el anhelo de aterrizar en un campo de fútbol y ser esclavos de la felicidad. Tengo inmortalizados aquellos abrigos llenos de polvo, la afluencia del horripilante habitáculo, el precipicio de pensar que a todos nos correspondía el mismo sino.
Después del silencio que produjo la parada, posterior al aviso acústico de que habíamos llegado, aproveché los empujones de la multitud agolpada en las puertas para acercarme a la única ventana que permanecía inhóspita. Estaba abandonada en el tiempo y llena de suciedad, apenas podía divisar el exterior con nitidez. Sigilosamente abrí las pletinas que sujetaban el cristal empujándolo hacia tierra firme aprovechando de nuevo el ruido que formaban las primeras salidas. Cuando el revisor estaba lo suficientemente lejos como para no darle tiempo a matarme a golpe de pistola, salté. En ese momento sentí un escalofrío por todo el cuerpo que me sacudió durante unos segundos en los que mi existencia dependía de un puñado de balas por la espalda. Sin que me diera tiempo a recuperarme de la caída, corrí como una exhalación hacia el lado contrario de las vallas. Me adentré en el bosque sobrecogido por los disparos que escuchaba. Mi huida supuso un revuelo entre la muchedumbre que gritaba desesperada una oportunidad como la que yo estaba ofreciendo. Cuando mis piernas decidieron parar, me convencí de haber burlado a la muerte. Aún recuerdo que miré a mi madre justo antes de saltar y resignada a perderme de vista para siempre aprobó mi valentía asentando con la cabeza entre lágrimas.
Habían pasado solo diez minutos y todo mi ser estaba roto en mil pedazos. Tenía cortes en las piernas, estaba magullado, pero la balanza había caído del buen lado. Me acuerdo que mis pulsaciones no disminuían, estaba muy nervioso y con la sensación de que en cualquier momento los combatientes nazis me capturarían. Divisé un caserón que lindaba con una carretera pequeña e hice un último esfuerzo para llegar rápidamente. Una mujer me aguardaba en la entrada y me escondió en el sótano. Días después me llevó a un lugar seguro y alejado del Holocausto.
En mis años posteriores no existió la palabra guerra. Fui ahijado y educado en el seno de una familia humilde.
Me llamo Aleksander Jurguevic y tengo setenta años.
Memorias de un tránsfuga, Poland, 1999
Te invitamos a leer otros relatos de nuestra web.