No podía precisar el momento en que recibió aquella estampa, pero sí recordaba cómo le impresionó la oscuridad que se imponía alrededor de las figuras del cuadro. Hasta entonces, Ada había identificado a la Virgen con la pintura que presidía el altar mayor de la capilla de su colegio.
Ada contempló la imagen que alguien había colocado en la pared, frente a su cama, y luego miró a su madre, cuyos ojos enormes, siempre curiosos y sonrientes, se encontraban ahora en permanente lucha contra el llanto, resistiendo cada embestida como los que saben que no importa la distancia que les separa del horizonte, sino la voluntad de no perderlo nunca de vista.
Su cuerpo reducido, que había sido hermoso y proporcionado, se curvaba por el peso de lo inevitable, pero se mantenía de pie, apoyado en su espíritu inquieto, valiente y aventurero, siempre dispuesto a enfrentarse a cualquier contratiempo de la vida. Tenía las manos deformadas por la artrosis pero, a pesar del dolor y los temblores, nunca había dejado de coser.
Su hija no podía distinguir la labor con la que burlaba las horas muertas del hospital, sólo la veía tirar de la aguja con la mano derecha mientras sujetaba la tela con la izquierda, en un gesto que Ada solía comparar con un movimiento de ballet. El baile de unas manos suaves y rítmicas. Las manos en las que la joven confiaba desde que era una niña, seguras, firmes, valientes, capaces de solucionar cualquier problema, por muy complicado que fuese; de bajarle la calentura sólo con tocarle la frente; y de sujetar las suyas con fuerza para sortear el oleaje -el del verano, el de la vida y el de la enfermedad-. Manos tiernas y protectoras, que acarician y guían. Manos de madre, que se posaban de vez en cuando en los barrotes de la cama contigua a la de Ada, estremecidas y aturdidas, sin haber rozado a su hija una sola vez.
Desde que ésta llegó a Toledo, pocos días después del accidente, no había dejado de mirarlas, como no había dejado de mirar la estampa de la pared: una reproducción de la Virgen de la Asunción de El Greco, que le había regalado una monja del colegio de su pueblo hacía muchos años, quizá en su Primera Comunión -o tal vez cuando enterraron a su padre, uno meses antes de que ella se pusiese su vestido de organdí y su velo de tul, sujeto por una corona de flores de seda-.
No podía precisar el momento en que recibió aquella estampa, pero sí recordaba cómo le impresionó la oscuridad que se imponía alrededor de las figuras del cuadro. Hasta entonces, Ada había identificado a la Virgen con la pintura que presidía el altar mayor de la capilla de su colegio. Vestida con un manto celeste sobre una túnica blanca, inundada de luz, rodeada de angelitos pequeños que parecían flotar en un firmamento lleno de nubes, ¡su Virgen!, la que llevaba su nombre y el de su madre, a la que Ada rezaba todos los días desde que su padre enfermó del corazón, para que obrara un milagro.
En contraste con la Inmaculada del colegio, a la Virgen de la estampa la rodeaba la noche cerrada, sin luna y sin estrellas, sobre una ciudad dormida y oscura que Ada no sabía reconocer y que años después supo que se trataba de Toledo, la misma ciudad en la que se encontraba ahora, a causa de una fatalidad.
Ella siempre había querido viajar a la Ciudad Imperial para visitar el Museo de Santa Cruz, donde se exponía aquel cuadro. Había programado el viaje en decenas de ocasiones, pero el destino se empeñó en mostrarle su cara más irónica y no quiso que lo realizase sino en la ambulancia que la recogió en el lugar del accidente.
Si la vida se lo hubiera permitido, o ella le hubiese puesto más empeño, habría podido contemplar la obra original, para recrearse en los detalles que tanto le habían impresionado de niña, cuando se preguntaba por qué la Virgen no era siempre igual. Detalles en los que ahora clavaba la mirada, en la esperanza de que su madre lo interpretase como una llamada de socorro.
Los ángeles que acompañaban a la figura central, en una suerte de torbellino que la obligaba a elevarse, tampoco se parecían a los de la Inmaculada del colegio. Ya no representaban a bebés que flotaban entre nubes, sino a jóvenes entristecidos que se llevaban a María para protegerla de la oscuridad. De la espalda de uno de ellos, sobresalían unas alas enormes extendidas al vuelo.
-¿Es ésa nuestra Virgen?– Le preguntó a su madre cuando se la enseñó por primera vez, señalando a aquella Virgen que no iba vestida de blanco.
-No, mi amor, es parecida. Pero si le rezas con la misma devoción, también se portará bien contigo.
Aquel día, Ada guardó la estampa en el misal que utilizó el día que podría haber sido el más feliz de su infancia, si su padre no hubiera faltado. Un breviario con tapas de nácar y hojas casi transparentes, que no dejó de acariciar durante toda la ceremonia.
De las hojas del misal, pasó a su Parvulitos, de ahí a su Enciclopedia, y de la Enciclopedia al resto de los libros que la acompañaron curso a curso. Siempre pensando en su padre muerto.
Desde la misma tarde del entierro, las vecinas iniciaron la costumbre de reunirse en su casa para rezar el Rosario alrededor de la mesa camilla. Algunas veces, su madre le pedía a Ada que sacase la estampa del misal y la colocase en el centro de la mesa, para que ella también rogase por el alma del difunto.
-¿Ves? Los angelitos se están llevando al cielo a Nuestra Señora, lo mismo harán con papá, si se lo pedimos con mucha fuerza.
Y entre cada Padre nuestro que estás en el cielo y cada Santa María madre de Dios, su madre acariciaba la estampa como si fuese la llave que salvaría a su marido de la condenación eterna. La misma estampa a la que ahora se dirigía cada vez que se levantaba de la silla y le pedía en voz alta que curase a su hija, sin haberla mirado a los ojos desde que ingresó.
Y mientras su madre rezaba, Ada se desesperaba en su cama, inmóvil, incapaz de arrancar de su garganta más que pequeños gemidos, amoratada e informe, con los ojos fijos en el mismo punto que su madre, sabiendo que los milagros no existen.
La Virgen ya le había fallado una vez, la Inmaculada no había podido curar el corazón de su padre, por más que ella le hubiera rezado un día sí y otro también, con mucha más devoción de la que ninguna de las vecinas invocaban a la figura de su estampa, mientras pasaban las cuentas de sus rosarios y repetían sus rezos mecánicamente.
No. Ada no creía en la Virgen, ni en la suya ni en la de la reproducción del cuadro que le habían regalado cuando era pequeña. Aunque tampoco dejaba de mirar la pared de enfrente, deseando con toda su alma estar equivocada.
Sin embargo, no era en la Virgen donde clavaba la mirada, sino en las alas del ángel que se encontraba a sus pies, extendidas, protectoras, regias. Alas de plumas inmensas, como las de las águilas que sobrevolaban el monte donde estaba enterrado su padre.
-Algún día –le había dicho él- me verás convertido en un pájaro tan grande como ésos. No dejes nunca de mirar al cielo, porque siempre estaré ahí, volando en círculos, para que sepas que no me he ido del todo.
En aquel momento, Ada no le entendió, no sabía que se estaba despidiendo, pero cuando le regalaron la estampa, se imaginó de inmediato que las alas de aquel ángel, que parecía empujar a la Virgen hacia arriba para rescatarla de la oscuridad, eran las alas de su padre.
Desde entonces, no hubo acontecimiento importante de su vida en que no llevase la estampa debajo de la ropa, pegada a su pecho como un talismán, ajándose poco a poco, amarilleando, mientras Ada sentía la protección de las alas del águila.
Aquella estampa la acompañó en los exámenes, en las oposiciones al Instituto Nacional de Previsión que no aprobó, en su primera entrevista de trabajo y en la que consiguió el puesto de redactora en un periódico de tirada nacional, al que tendría que haberse incorporado para cubrir la información sobre las primeras elecciones de la recién nacida democracia.
Ya no llevaba la estampa pegada a la piel, sino en el billetero que siempre guardaba su padre en el bolsillo de sus pantalones, y que ella iba pasando de un bolso a otro, mientras envejecía igual que la reproducción del cuadro de El Greco, día a día, año a año, vida a vida, convertida en un símbolo que representaba para ella la capacidad de levantarse después de cualquier revés.
Hacía tiempo que había entendido que la suerte era una cuestión de actitud, como la confianza o la desesperación, y que lo que aquellas alas le habían infundido había sido precisamente eso, la voluntad de volver a empezar cuando se tuerce el destino.
Y ella podría hacerlo, podría empezar de nuevo, adelantar un pie para dar un primer paso, y después otro y otro, y seguir avanzando aunque el camino estuviese repleto de piedras. Sí, ¡podría!, ella podría empezar otra vez, acumular fuerzas y enfrentarse al vacío y al vértigo, ¡lo haría!, pero necesitaba que la mirase su madre, que la entendiese, que escuchase su grito y se acercase a su cara para darle un beso en la frente.
Pero su madre sólo miraba a la cama de al lado, sin dejar su costura, tensando el hilo con la mano derecha y sujetando el paño con la izquierda, sin haberla acariciado una sola vez, sin haberle dicho tranquila, mi amor, sin tocarle la frente para calmarle la fiebre, todo va a salir bien, ni estirarle las sábanas para que su cuerpo no se escarase, estoy aquí, pequeña, ni llamar a la enfermera cuando el suero se estaba terminando, ni velarle las noches, ni acercarse cuando abría los ojos, tranquila, mi amor, tranquila, pronto pasará todo.
Y cada vez que se despertaba, Ada miraba fijamente la estampa para que su madre se diera cuenta; para que ninguna otra mano, que no fuera la suya, le secase las lágrimas antes de que rodasen sobre la almohada; para que la Virgen atendiese los ruegos de su madre, y las alas del águila la despertasen a ella de su pesadilla.
Pero su madre no la miraba. No.
La última vez que la besó fue el día del accidente, cuando se despidieron a través de la ventanilla bajada de un SEAT 850 azul, que su madre le había regalado cuando cumplió dieciocho años y se trasladó a Madrid para estudiar Periodismo.
-¡No corras! Ya sabes, más vale perder un segundo…
-Que la vida en un accidente, ya lo sé, ¡pesada!
Ada arrancó el motor sin saber que nunca más se mirarían directamente a los ojos. Colocó la carcasa del radiocasete extraíble en el salpicadero, y se marchó de su casa escuchando una cinta de Luis Eduardo Aute, No te desnudes todavía, espera un poco más, no tengas prisa… Ada tararea el estribillo de su canción preferida y se siente feliz, con su equipaje en el maletero, el bolso en el asiento del copiloto y un viaje por delante que debía terminar en la capital, donde había alquilado un piso que compartiría con su novio a escondidas de su madre.
Y canta, Ada canta con Aute mientras conduce, la eternidad es un latido, un solo corazón. Y, al tiempo que canta, piensa en su nuevo trabajo como redactora, en un periódico que en poco tiempo ha conseguido convertirse en el más prestigioso del país, cuando el deseo estalle, como rompe una flor; y en su novio, te quitaré el vestido, te llenaré de amor; en las dificultades que han marcado su relación, porque a su madre no le gustaban sus ideas, ni sus greñas, ni sus pantalones de campana, quiero mirarte con los ojos del amanecer, como la noche mira al día; en la primera vez que se acariciaron, cuando aparcaron el 850 azul frente a los montes de El Pardo, y se empañaron los cristales con sus jadeos prohibidos.
Él también empezó la carrera de Periodismo, pero no la terminó. No cree en los títulos ni en los compromisos que hay que sellar con documentos oficiales. Se llama Tomás, tiene los ojos más oscuros que Ada ha visto nunca y, desde que se conocieron el primer día de clases del primer curso, no se han separado un momento. Su madre no sabe que, después de sus escarceos en el SEAT, ella se metía a hurtadillas en su cuarto del Colegio Mayor, y que las monjas de su Residencia la amenazaron con expulsarla cuando no llegó a dormir una noche. Ninguno podría vivir sin el otro, pero a él no le gusta la palabra novio, porque le parece una forma de etiquetar los sentimientos. Él prefiere que les llamen compañeros, y así es como se presentan siempre, y también así fue como se ganó la antipatía de su madre.
Ahora, sin embargo, parecen más unidos que nunca. El dolor goza de esa particularidad, resulta más llevadero cuando se comparte. A veces, después del informe del médico de cada mañana, se abrazan conteniendo el llanto y luego se sientan cada uno en su silla, sin acercarse a su cama.
Y es que Tomás tampoco la besa, ni la mira a los ojos, ni la llama alma mía, hadita de cuento, hechicera entre las hechiceras, bruja de mi vida.
Ada intenta dormirse para que pase el tiempo, pero la pesadilla la asalta también cuando cierra los párpados. Nadie la reconoce. Nadie la consuela. Nadie escucha sus gritos. Nadie sabe lo que pasó aquella mañana, mientras ella cantaba su canción preferida en su SEAT azul.
Ella sólo recuerda el rugido del golpe y el olor de las ruedas derretidas contra el asfalto. El resto forma parte de una nebulosa en la que reina la confusión. Rostros que se acercan y se alejan, humo, luces intermitentes, otro cuerpo tendido junto al suyo, gritos y sangre, mucha sangre.
-¿Sabes qué día es hoy?
Sí, lo sabe, 1 de junio de 1977, el día que tendría que haber empezado a trabajar en el periódico.
-¿Cuántos dedos ves aquí?
Hay dos dedos extendidos de una mano derecha, formando una uve. También lo sabe. Ella misma había hecho ese signo cuando recibió la carta del jefe de Personal, diciéndole que la habían seleccionado entre el resto de los aspirantes.
-¿Cómo te llamas?
La bautizaron con el nombre de su madre, Inmaculada, aunque todo el mundo la llama por su diminutivo. Su madre decía que era para distinguirlas, y su padre siempre le ponía una hache delante de Ada, igual que su novio, para convertirla en la protagonista de todos los cuentos.
-¿Cuántos años tienes?
Veintidós. También lo sabe.
Le abrasa la garganta. No puede respirar. Las preguntas le retumban en los oídos hasta que se van perdiendo poco a poco, alejándose, confundiéndose con la sirena de la ambulancia y con los gritos que se escuchan a su alrededor.
-¡No te duermas! ¡Mírame! ¡Si me entiendes, parpadea dos veces! ¿Me entiendes?
Y ella parpadea y parpadea, mientras vuelve a escuchar la misma pregunta una y otra vez.
-¡No responde! ¡Se nos va! ¡Palas! ¡Carga a ciento cincuenta! ¡Un, dos, tres, fuera!
Pero no siente ninguna descarga. No hay roce de metal en su pecho. Su corazón es un motor trabajando a la máxima potencia, que bombea combustible para que le palpiten todas las venas del cuerpo, desde las sienes hasta los dedos de los pies.
-¡Sigue en parada! ¡Otra vez! ¡Sube a doscientos! ¡Un, dos, tres, fuera! ¡La tenemos! ¡Subidla a la primera ambulancia! ¡Con cuidado! ¡Muy bien! ¡Arranca! ¡Rápido!
Y ella continua en el suelo, con el corazón enloquecido y parpadeando dos veces seguidas para responder a cada pregunta.
-¿Ves dos dedos en mi mano?
-¡Sí!
-¿Sabes qué día es hoy?
-¡Sí!
-¿Sabrías decirme tu nombre?
-¡Sí!
-No te duermas. ¡Mírame! ¡Quédate conmigo!
Ada abre los ojos e intenta quedarse, pero el mundo se difumina y desaparece poco a poco, mientras ella se desliza por un túnel largo y oscuro, sin bordes a los que agarrarse. Y se hunde en la nada hasta que vuelve a escuchar una voz que viene de lejos y no deja de llamarla.
-¡Cariño, despierta! ¡Así! ¡Muy bien, cielo! ¡Mírame! ¡Estoy aquí! ¿Me ves? ¡Soy mamá!
Pero no es cierto. Su madre está sentada frente a una cama que no es su cama, cosiendo de espaldas a la Virgen que ella llevaba en su billetero, y sólo levanta la vista para mirarla y compadecerla, sin buscarle los ojos.
Ada no siente los brazos ni las piernas, no puede moverse, no consigue que su garganta lance un grito de socorro, un solo grito que la traslade a la cama de al lado.
-No intentes hablar, cariño. Te han puesto un tubo para que respires mejor.
Nota una presión muy fuerte en la frente, debe de tener un vendaje que le aprieta las orejas, y le duelen, pero agradece ese dolor, porque es el único que le aferra a su cuerpo, la única señal de que puede tirar de la vida y mantenerse despierta. ¡Ha de conseguir que su madre y su novio la miren! Pero le pesan tanto los párpados que el sueño acaba por vencerle. Y se duerme. Se duerme y se despierta una y otra vez, atrapada en la misma pesadilla.
No sabe cuánto tiempo lleva en el hospital. Los días se transforman en semanas y las semanas en meses, mientras su reloj continúa parado, a la espera de que le quiten los tubos que no la dejan hablar, o que la liberen de la escayola que esconde una marca de nacimiento en el muslo de su pierna derecha, o que la Virgen o el ángel de las alas de águila hagan su trabajo.
Y siempre que cierra los ojos se repiten las mismas imágenes, como si las estuviera viendo desde un alto: un coche negro que circula a gran velocidad, en sentido contrario al suyo; un choque frontal en el que vuelan por los aires los cristales de ambos; un bolso rojo que sale disparado desde el asiento del copiloto del otro vehículo, hasta acabar sobre los hierros retorcidos de su SEAT 850; su bolso en medio de la calzada, con su billetero, en el que había guardado antes de salir unos cuantos billetes de mil pesetas, junto a su estampa de la Virgen de la Asunción y su carné de identidad; los sanitarios corriendo de un lado a otro, atendiendo a las víctimas y recogiendo las pertenencias con las que las identificarían en el Servicio de Urgencias; las palas del desfribilador que no descargó sobre su pecho; las sirenas de las ambulancias; su llegada al box del hospital: mujer, veinticinco años, fracturas en piernas, brazos y pómulos, desgarros faciales que le impiden hablar; otra camilla junto a la suya, en cuyo pies alguien ha deposito su bolso, mujer, veintidós años, fractura de cráneo, posible daño cerebral, entró en parada cuando llegamos, múltiples fracturas faciales y en extremidades y tórax.
Ada recuerda el mismo sueño cada vez que se despierta, y llora. Todavía no puede hablar, pero pronto le quitarán el tubo de la garganta y, después, las escayolas de las piernas y los brazos, para sentarla en el sillón de su acompañante.
En el armario metálico que hay a la derecha del sillón, junto a la bata y las zapatillas que le pondrán cuando mejore, le espera, colgado de una percha, el bolso rojo que debería estar guardado en el armario que le corresponde a la cama de al lado.
Este relato «La estampa» de Inma Chacon incluido en el libro colectivo Narrando desde El Greco (Lumberg, 2014), publicado para conmemorar el cuarto centenario de la muerte del pintor, donde se invitó a una veintena de escritores a escribir un relato a partir de un cuadro que les correspondió al azar. A Inma Chacón le correspondió “La Asunción”, que suele confundirse con una “Inmaculada”. En 2015 «La estampa» fue llevado al cine, en un cortometraje del mismo nombre dirigido por Paloma García.
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