A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.
CRÓNICA XXVIII: “Los gestos” – Pablo Messiez, Centro Dramático Nacional y Teatro Kamikaze
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
17 de febrero de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Existe un lenguaje humano que impera antes de las palabras, que asoma sus flecos en los silencios y los gestos sin siquiera tributar conciencia de ellos. Alguien se rasca una duda en la nuca, se destensa una inquietud en la sonrisa que flojea, se naufraga en el vacío con una mano que, remando en deseo, no llega a otro cuerpo. Los gestos nos delatan, es obvio. ¿Se podría reconfigurar esa explosión de evidencias? ¿Es posible atarlas en corto? Es una de las cuestiones que cruzan LOS GESTOS, la obra de teatro firmada por Pablo Messiez, Centro Dramático Nacional y Teatro Kamikaze, que pude contemplar en una nueva reaparición en el Teatro Central.
Recuerdo una vecina de mi pueblo, con su túnica siempre manchada de barro, que no hacía más que frotarse las manos cuando se encontraba con alguien que estuviese mordiendo una pieza de fruta, con la mirada bien fijada en aquel fruto, hasta que la víctima de tal presión cedía su bocado y ella la tomaba, sonriente, para lanzarla bien lejos, en mitad de la atónita víctima. No sé cuánto porcentaje de maldad, estupidez o ciencia habitaba entre sus sienes, pero siempre admiré su confianza en el mecanismo del gesto.
Algo similar me ocurrió con esta obra de teatro, ya que destilaba una medición cualificada de lo que se decía, se hacía y se dejaba incompleto. Es una obra compleja, requiere atención y velocidad a los espectadores, cosa que no se aprecia tan a menudo y agradecí. En Los Gestos el tiempo se pliega sobre sí mismo, existen planos de existencia entre los personajes que a veces se interconectan y otras parecen cohabitar un espacio paralelo desde el que nunca van a interactuar. Quizás esto es lo más difícil de ejecutar y seguir.
El espacio físico también es importante, más allá de aquella simulada habitación circular que se expone en el escenario, con sus múltiples ventanales que son pantallas digitales que mutan su contenido, el propio teatro es parte del escenario. Uno de los personajes, el joven pianista, gozará del recurso de salir y entrar a escena en repetidas ocasiones a través de las escaleras del graderío por el que está separado el aforo. Algo similar, esta vez con toda la sala, se ensalza al utilizar recursos sonoros (campanas, aviones despegando, pájaros, voces lejanas) mientras el público tomaba posesión de sus butacas, o recursos lumínicos en el que acaba más iluminado el público que el escenario con una inquietante luz roja que alerta al espectador.
El conjunto de recursos auditivos y lumínicos son un despliegue de intenciones muy meditadas que enfocan y desenfocan momentos y protagonismos, como si de una cámara se tratase, y así escuchamos un diálogo que se ve engullido por la música y lo que importa es la gestualidad de esa conversación, más allá de lo que se dice, o se cambia de una luz fría a una cálida para que el actor de turno padezca convulsiones físicas a modo de revelación del cuerpo.
Todo ello perfectamente enzarzado entre capas de metanarración y autohumor («Todos somos niños leyendo / Los niños no leen»), que hacen que la obra sea una obra imaginada por alguien, que a su vez es parte de lo que ahí se vive, y cuyos personajes responden a una forma de filtrar el tiempo y los pensamientos de forma autónoma. Como se dice en la obra «la idea vampiriza las cosas». Igual pecan de sobreinformación, aun criticándola en momentos de crisis del protagonista, pero su interés es ahondar en la palabra, hallar la verdad, reinterpretar la realidad, tomar parte de forma consciente, encontrarse algo de originalidad en sus movimientos. Hubo un diálogo, que buscaba el humor con su forma, pero que rezaba algo como «Digo lo que veo, lo que veo no es lo que pasa […], lo que pasa es lo que te digo que te pasa», palabras expuestas a la primera línea del acto, para concluir que «los actos no duran nada».
El punto fuerte de esta obra, sin duda, son los personajes. Con apenas un elenco actoral de cinco actores se generan espacios interpretativos que destilan profundidad psicológica y sus propias rarezas, aire y densidad entre diálogos, momentos musicales y mucha complicidad. Es preceptivo nombrar al conductor en esta obra, el actor Nacho Sánchez, que ya aparece en escena desde mucho antes de que todo el mundo tome asiento, y hace un trabajo físico impresionante, además de generar una incertidumbre o misterio en torno a los pensamientos que le cruzan.
Fernanda Orazi tiene un papel con muchísima fuerza en el que carga con el humor, la poliédrica desesperación y la voz cantante (literalmente), resolviendo a la perfección cada episodio de su Topazia (con personalísima Z de Orazi). Emilio Tomé en la piel de una suerte de dramaturgo muy exigente e inseguro, que teme al otro y, a su vez, lo necesita para completar su ansiedad creativa.
Elena Córdoba, que es uno de los personajes que más sorprenderán, si bien arranca como un personaje en segundo plano, silencioso, necesitado de cuidados, pronto tomará protagonismo, demostrando un alma libre que fluye con lo que ocurre a su alrededor e incluso cambia la atmósfera. Gran demostración de danza la que despuntó por su lado y de la mano de Manuel Egozkue, artista multidisciplinar que no duda aquí en demostrar también sus dotes interpretativas, su talento como pianista, y sus habilidades para el humor.
Una obra que hace reflexionar y entrenar la mirada a los movimientos propios y ajenos. «La gente hace cosas raras o yo miro mal los gestos» se indica al final de la obra, buscando en ese lenguaje previo a las palabras, lo ajeno e inconsciente, para concluir que «ningún gesto es nuestro». Supongo que lo importante es la significación que le otorguemos, las palabras.
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