Joshua A. Norton, Norton Primero, el Emperador de Estados Unidos de América. Un súbdito británico de nacimiento, afincado hace largos años en San Francisco, donde era un próspero comerciante. Un hombre que, a sus amigos, les solía comentar su extrañeza ante un país pujante, lleno de vida, que no tuviera un rey. Un hombre imaginativo y de buen carácter, como Alonso Quijano.
Hoy quisiera hablarles del Quijote. Sí, ese señor bondadoso que se metió demasiadas novelas entre pecho y espalda, y que terminó creyéndose el protagonista de una de ellas. De la mejor de todas, sí: la más gloriosa y heroica y peregrina que jamás se hubiera conocido.
Como es de público dominio, las aventuras de Don Alonso y su noble escudero no les reportaron más que escarnio y apaleamiento, ambos en grandes dosis. Sus mejores amigos, que lo querían bien, hicieron lo imposible porque don Alonso recuperara la razón, abandonara su vida de aventuras y volviera a la buena vida del campo, sintiéndose enteramente felices en el momento en que éste reconoce su antigua locura, reniega de Don Quijote y proclama la superioridad total de la normalidad.
Y si quiero hablar hoy del Quijote es a propósito de Joshua A. Norton, Norton Primero, el Emperador de Estados Unidos de América. Un súbdito británico de nacimiento, afincado hace largos años en San Francisco, donde era un próspero comerciante. Un hombre que, a sus amigos, les solía comentar su extrañeza ante un país pujante, lleno de vida, que no tuviera un rey. Un hombre imaginativo y de buen carácter, como Alonso.
Y en algún momento cometió un error: intentó enriquecerse demasiado rápido, forzar un negocio que estaba resultando bien. Quiso especular con el precio del arroz, y de pronto llegaron al puerto cargamentos llenos del grano: el precio cayó al piso, y Joshua A. Norton se llenó de deudas. De pronto el acaudalado no era dueño ni de sus pantalones.
Joshua A. Norton enloqueció. Desapareció por un tiempo, y al volver se presentó ante la comunidad como el Emperador de los Estados Unidos. Publicó bandos con las más diversas órdenes para su pueblo, imprimió su propio papel moneda y, a diferencia de otras testas coronadas, salió a las calles a hacer él mismo su trabajo: inspeccionó alcantarillas, supervisó la puntualidad de los autobuses y el estado de las aceras.
Era un personaje ridículo, vestido con ropas viejas y haciéndose acompañar por dos perros callejeros que adoptó mientras proclamaba edictos casi siempre sin sentido. Pero nadie lo apaleó. Y aunque era difícil tomarlo en serio, San Francisco lo trató con simpatía. Los mejores restaurantes de la ciudad le reservaban una mesa y restos sabrosos de comida para sus perros, los teatros reservaban un palco para él, y ningún espectáculo de ópera se inauguraba sin su augusta presencia.
Cuando Norton I entraba al salón, el público se ponía de pie inmediatamente, en señal de respeto. Los negocios de la ciudad aceptaban sus extraños billetes, porque el Ayuntamiento local se los cambiaba por dinero legal. El Emperador era un hombre de gustos sencillos, y nunca abusó de estas ventajas de su cargo.
Sabemos que Joshua A. Norton en algún momento declaró que su escaso y harapiento guardarropa era una desgracia nacional, y a partir de entonces el Ayuntamiento le proporcionó un uniforme, para que luciera adecuadamente su estampa de Emperador. Norton I se convirtió en una pequeña atracción turística: un hombre llevando un traje con charreteras, que otorgaba títulos de nobleza, publicaba edictos y se preocupaba por el bienestar de su pueblo.
Cuentan que alguna vez, alertado de que una multitud se dirigía a linchar a un grupo de chinos, Norton I se interpuso en su camino, se subió a un cajón y comenzó a cantar himnos religiosos, y a exhortar a la multitud a la convivencia pacífica y a la hermandad. La turba cantó con él, y luego se devolvieron a sus casas pacíficamente.
Sin embargo, el tiempo pasaba, y su locura no daba señales de mejorar. Se fue quedando solo, en la medida que sus perros fueron muriendo (Mark Twain, nada menos, fue quien escribió sus notas necrológicas), y Joshua A. Norton, el Emperador, moriría alrededor de los 60 años, de un ataque de apoplejía.
Murió en la pobreza, y fue su pueblo quien debió pagar el funeral, al cual asistieron treinta mil personas, en un San Francisco que contaba cien mil habitantes. Su nota necrológica recogió las palabras del jefe de policía local, cuando tuvo que disculparse y liberarlo, después de que un novato en el Cuerpo lo hubiera detenido por vagancia:
“El emperador Norton no mató a nadie, no robó a nadie y no se apoderó de la patria de nadie. De la mayoría de sus colegas no se puede decir lo mismo”.
Joshua A. Norton fue un tipo ridículo, un viejo patéticamente equivocado que perdió el contacto con la realidad. Fue un desgraciado que se imaginó héroe y que soñó con un mundo mejor, como antes lo hizo Alonso Quijano.
Norton I fue un hombre que cedió a sus impulsos idealistas, así como otros ceden a sus impulsos despiadados, sórdidos o codiciosos. Fue un loco bueno, al cual se le permitió vivir su locura inocente, y regalar a cambio un espejo: un espejo en el que su propia comunidad podía ver lo mejor de sí misma. El espejo que Alonso y Sancho también llevaban consigo, pero nadie quiso ver. Lo que le debemos a Don Quijote: la oportunidad de hacernos un regalo, la oportunidad de volvernos mejores.
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