A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA XLI: “IMAGINARIO CORPORAL: EFECTO MIGRATORIO” – Carlota Berzal, Cristobal Santa María Cea, Poliana Lima y La Turba
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
3 de mayo de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Como un freno de mano, una interrupción del ritmo, una desaceleración brusca, esta sería la forma de explicar qué encontré aquel viernes con el que arrancaba el mes de mayo sevillano en el Teatro Central. Mis viajes como ediôlon suelen ser como parpadeos, un continuo ininterrumpido, te desmaterializas en una fecha y lugar, chasquido, y reapareces en otras coordenadas. Mi última incursión entre los vivos fue en este mismo teatro, una semana antes, y mi experiencia fue de palabras precipitadas y bailes dinámicos. Esta vez, la fluidez fue completamente distinta.
Aparecí directamente en la Sala B, con un aforo bastante concurrido, y tomé asiento en la primera fila, en uno de esas butacas con cartel del «reservado» que andaban vacías, ¿quién mejor que yo, dramaturgo de la Grecia Clásica, para repantingarme ahí?. Mi vecino tenía un programa del día y pude leer que estábamos a punto de descubrir IMAGINARIO CORPORAL: EFECTO MIGRATORIO, una propuesta de Carlota Berzal, Cristobal Santa María Cea, Poliana Lima y La Turba. Pronto se hizo la oscuridad, arrancó un loop musical y tardó la luz en abrirse, muy poco a poco.
Dos figuras aparecieron estáticas en escena, cubiertos completamente por una suerte de malla elástica, en florecida impresión de ser maniquíes o casi avatares digitales que han tomado cuerpo frente a este público, inquietantes, sí, pero también con un gran potencial para la imaginación. Voy a dividir la obra en tercios para poder explicarme mejor. En el inicial, ambos bailarines bailarán lentos sobre un rectángulo de tela, insertos en esa atmósfera de escasa luz de color que sufre mutaciones cromáticas, pero todo a ritmo pausado, como si, vuelvo a la idea, los maniquíes adquiriesen vida propia, todo con el freno de mano echado. Se proyectan en el fondo negro de la sala unas letras blancas, a modo de discurso interno que va deshojándose sin dejar claro si el interlocutor es el público, el otro o nadie en particular. «Todas las ciudades son pueblos mentales» se llega a decir y me convence, no hay más que poner en común recuerdos de un lugar en el que dos personas hayan estado y salta a la luz lo diferentes que han sido desde sus propias experiencias personales. Algo análogo parecen estos intérpretes querer compartir con su público, porque se nombrará mucho el origen geográfico de ellos, los lugares a los que migraron, o el «anticonvencionalismo» que se suele atribuir a alguien de la zona en cuestión.
¿Toda migración implica transformarse en el camino? Esta es la cuestión que tratan de exponer con sus cuerpos, su música y su narración proyectada. En los pasos de baile surgen referencias contemporáneas como los recogido por Beyoncé en videoclip, cuya música debidamente sampleada aparecerá sobre instrumentales electrónicas más propias del hip hop («Pon algo que bailemos todas»), y de la misma manera recogerán música folklórica de distintos territorios y otras más modernas como el reggaeton. Digamos que aquí se abriría el segundo tercio del espectáculo, ágil, enérgico, de ejecución exigente, con loops gestuales, y sincronización entre ellos que se deshilacha y vuelve a atar conforme a las exigencias de la coreografía. Sin duda, la parte más intensa y magnética de la obra.
Arrugan la tela sobre la que habían bailado, la empiezan a manipular para romper de nuevo el espacio, literal y simbólicamente, se deshace el suelo bajo sus pies. ¿Y ahora qué? Parecen preguntarse los personajes que interpretan. Freno de mano, de nuevo. Para la música, ellos avanzan hacia el público en silencio, se descubren los pies, las manos, el rostro. Estaban chorreando en sudor, como es lógico, el gran esfuerzo dentro de esa malla elástica es sorprendente. «Sangre, polvo y sudor» se escribe, casi como un mantra, en la oscuridad.
Comienza aquí el tercio final y, conforme a lo que aprecié de los espectadores, así como sus comentarios cuando todo terminó, es la fase más defectuosa de esta propuesta de danza. Hay un elemento que arrastra al resto hacia abajo, me refiero al tempo: El resto de la obra es lenta, muy lenta, y soy capaz de entender la intención de desconcierto y distorsión que pueden sentir los personajes interpretados, como una especie de renacimiento de la conciencia, una vez que se descubren a la oscuridad. Pero no funciona para el público, es lo que capté. La gente aguarda el desarrollo con paciencia y respecto, pero cuando superan los diez, quince, veinte minutos moviéndose a cámara lenta o, directamente, anclados en la quietud, desesperan la mano amiga que se tiende a la obra, agotan la atención, desvirtualizan el sentido práctico de la propuesta. Y me pareció una lástima, porque me gustaba el cuento, cómo lo habían presentado y llevado a un nivel de exigencia física y narrativo estimulante. Pero esa vía de salida a la obra, la etapa de cierre, fue como una luz que se apaga muy lentamente, en el que no sucede gran cosa, y deja la sensación al espectador que «debió irse a tiempo», como una fiesta, que se estrella contra el rompeolas del amanecer, y ya se pierde la magia, el brillo, el clima de lo posible. Pasada de freno de mano, es mi diagnóstico. Y no sería la única obra de la tarde a la que pasaría esto, pero no quiero adelantarme. El aplauso colectivo fue merecido, la tensión contenida fue increíble y patente, muy trabajada, pero la atmósfera rogaba una mayor precisión para el cierre de la obra.
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