A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.
CRÓNICA XXXI: “THE DISAPPEARING ACT” – Yinka Esi Graves
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
1 de marzo de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Un espejismo puede construirse, sí, pero cuando funciona adquiere su propia naturaleza, se independiza de la artificialidad, renuncia a su creador, se vale por sí mismo. El espejo es el primero de los engaños, esa imagen opuesta e idéntica, ¿qué digo?, el primer puesto está en nuestra propia mente, ¡anda que no me he engañado veces! «Creo que esta túnica no me hace gordo…» (spoiler, sí), «si han quedado todos sin mí es porque se habrán olvidado de invitarme…» (spoiler, sí…), «supongo que el festival no tuvo hueco libre para mi obra, es que son muchas…» (spoiler… bueno, no hace falta spoiler). Me pregunto en qué se distingue el autoengaño del espejismo. Dicen, los libros que hablan de palabras, que un espejismo es una ilusión carente de realidad. No estoy de acuerdo, a veces esa quimera hace que el mundo gire un día más.
Rumiaba este concepto, mientras recorría de lado a lado el vestíbulo del Teatro Central, tras leer la sinopsis de la obra que aquella noche se desarrollaría en la Sala B, con la que me vi desarmado en identidad: «Nunca me he sentido más que un espejismo en estas tierras. Observada por ojos que se niegan a enfocar. Mirada fijamente o ignorada; nada más que una ilusión óptica». El texto procedía de THE DISAPPEARING ACT y venía firmado por Yinka Esi Graves, siendo esta su primera producción en solitario.
Ella misma se reconoce como fruto rebelde de la negación, o cómo podría definirse a una bailarina de flamenco de ascendencia africana que lleva bajo la piel el pulso de un género tan visceral que se ensombrece con el puritanismo de algunas entendidos. Flamenco y la tierra, flamenco y el pueblo. Empieza el espectáculo en la oscuridad plena, en la invisibilidad contra la que siempre ha luchado Yinka, y yo me pregunto en qué consistirá entonces la desaparición anunciada si partimos de la nada.
En el centro de la penumbra, brilla el oro de una medusa o corona con flecos, símbolo o ídolo del que emana una luz dorada, y tras la que aparecería nuestra protagonista, con una parsimonia iniciática, espejismo conductual, con el que recreó figuras corporales para cosechar una atención que se cosecharía entorno a su figura, que luego no dejaría estática durante el resto del espectáculo. Se abrirán círculos de luz en el suelo, en abrazo escénico del resto de componentes de la propuesta: La batería Remi Graves, la cantaora Rosa de Algeciras y el guitarrista Raúl Cantizano; verdaderos talentos en su trincheras musicales. Sin duda, Yinka Esi Graves sabe rodearse de competencia muy elevada.
En este cruce de caminos musicales destaca una batería vehemente que bebe del jazz y que no dudará en atravesar el espacio a base de fuerza y precisión, una catarata de intensidad (que, por cierto, asustó a más de uno entre el público al iniciarse, con la ristra de risas nerviosas que siguen) que tambaleó los muros de la realidad que se desdibujaba con el taconeo de Yinka, la otra fuerza percusionista que disparaba cambios de ritmo y emociones en torno a la columna vertebral de la obra, que es el flamenco, y una particular visión para sentirlo. Por otra parte, los cantos de Rosa de Algeciras fueron la toma de tierra con la raíz más clásica del flamenco, sin duda un elemento de peso, para que la propuesta no volase demasiado lejos de la arena en la que deseaba batirse.
Quizás, para mí, el trabajo de Raúl Cantizano es para comentarlo en un aparte, más allá de que se ha encargado de la dirección musical de la obra. Con un virtuosismo envidiable, arrancó la escena con su guitarra tumbada sobre una mesa, sometida a un ritmo percutido con ambas manos, luego con pequeñas baquetas redondas, que recordaban por el tamaño y color a esos chupa-chups que los niños de estos siglos se afanan en erosionar con su saliva en su eterna lucha con las chucherías. Pero también la tocará al modo tradicional, con una velocidad y atino desconcertante, aplicando, a esa guitarra española, pedales de efectos para crear la mayoría del as atmósferas del espectáculo. Me pareció todo un científico de las seis cuerdas.
Los bailes fueron intercalados con discursos en francés e inglés, para los que el público fue preparado con cuartillas de las traducciones, que fueron entregados al acceder a la sala. No desvelaré sus enjundias, pero la brújula intencional señalaba una reivindicación sobre la apariencia, la invisibilidad y la presión a la que se someten las mujeres en ciertos ambientes sociales, en los que incluso debe rebajar la oscura intensidad de su piel («Sé generosa con el corrector. No deben quedar manchas. Ni el más mínimo rastro de una denominación de origen.»), todo regado de ironía no carente de humor, «Je suis meta-morfo». Ello se reforzará incluso con una sesión de maquillaje en directo mientras se lanzan tres discursos en tres idiomas de forma simultánea. De hecho, estos recursos fueron también apoyados con técnicas audiovisuales, en concreto, cámaras que captaban el directo, desde una posición cenital (que ayudará a reflejar una etapa de la obra en la que se dibujará con tiza formas en el suelo, con cierto aire a las pinturas abstractas de Kandinsky, sobre las que se bailará) y desde el propio pie de micro, a un primer plano invasivo. La imagen dentro de la imagen que se falsea cuando se interpreta un papel ante unos ojos ajenos, el metaespejismo tecnológico, todo cabe en The Disappearin Act.
El trabajo de Yinka fue extenuante, gira su cuerpo, en el aire caliente, y las lágrimas de su frente percusionan sobre el suelo, en miríada de pruebas de su esfuerzo y dedicación. Todos fuimos testigos. Me pasé una mano por la frente, como si yo, repantingado como estaba en una butaca, estuviese sudando por empatía, porque realmente estaba conectado a su trabajo, elegante y exigente, pero soy un idiota, un fantasma y un idiota, y por supuesto los no-muertos no sudan, y devolví la mano al regazo del que nunca debió despegar. A través de su entrega, Yinka llegó a transmutarse en aquel personaje que tanto ha buscado, “La Lala”, bandera del camuflaje experimental que reivindica mediante su arte a sí misma, afianza su realidad desde el espejismo. Marea de aplausos, agradecimiento en cada ángulo del cubo, que es aquella sala. La acróbata Olga Brown pintada por Degas en “Miss La La en el Circo Fernando” es La Lala en la cuerda floja de la ironía en la desaparición escénica de Yinka Esi Graves. Et voilà!
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