jueves, noviembre 21, 2024

El Puzzle

Ella no podía soportar aquel enfermizo amor por los puzzles y él se sentía vigilado y perseguido por una mujer que no ponía un ápice de su sensibilidad en respetar su pasatiempo. Hasta aquel lunes de principios de abril en el que llamaron a la puerta en plena comida y descargaron en la entrada un enorme cajón precintado.


La jubilación a mediados de diciembre cayó sobre él como una losa fría. Tras cincuenta años de servicio en el Banco Exterior, un intachable expediente laboral y dos décadas de director en la céntrica sucursal 0513, el futuro que la vida le auguraba era borrascoso e incierto.

Aclimatarse a un tiempo distinto, sin horarios marcados, sin citas ineludibles al filo de la tarde o sin reuniones en la central de Madrid para ajustar estrategias de mercado, márgenes de actuación o fórmulas de beneficio indirecto; acogerse con resignación a la nunca probada normalidad de una vida serena, sin estresantes momentos ni tediosas mañanas tras su mesa de despacho, su teléfono, sus viejos y ajados archivos de otra época; adaptarse a los días que habrían de venir, plañideros y lentos, marcados como reses, se le antojaba una experiencia difícil y de turbias consecuencias.

Eleuterio Ramírez –don Ele para los empleados del Exterior y vecinos de más trato– comenzó el nuevo año sin hacerle el menor asco a los consejos de Adela. Llevaban cuarenta años casados y compartían lo estrictamente propio de cualquier matrimonio con pedigrí: una vieja vivienda en pleno Paseo de Soto, algún viaje inolvidable, ciertas manías y una soledad de parecidas proporciones. Ni tenían hijos ni aparentaron echarlos de menos en ocho lustros de experiencia conyugal.

Ella se había entregado con apático primor a las tareas domésticas desde el mismo día de su boda y él decidió compensar las deficiencias de un matrimonio neutro pero cómodo con una abnegada vida laboral que le condujo al engaño de sentirse imprescindible.

Animado por las palabras de doña Adela, Eleuterio asumió con cierta dignidad su nueva vida de pensionista. Se levantaba a las ocho, se aseaba como siempre, se embutía en uno de sus trajes de director y salía con ella hacia el mercado arrastrando el carro de la compra o portando el capazo de anea elevando el mentón y ajustándose el nudo de la corbata.

Las tardes las invertían en largos paseos por la Explanada o Maisonnave, caminando juntos pero sin demasiada efusión, siempre paralelos e iguales. Alguna noche hasta fueron al teatro y al menos un par de veces se acercaron al Centro Comercial del puerto y acabaron en una sala de los multicines viendo un melodrama muy del gusto de doña Adela.

A cambio de ciertas renuncias, don Ele se empecinó en recuperar una afición de juventud, de modo que aprovechando una visita a los Grandes Almacenes se regaló un puzle de 500 piezas que reproducía con efectos fluorescentes un fragmento nocturno de Manhattan. En dos días había resuelto el rompecabezas y se había agenciado otro de 2.000 fragmentos que tardó algo más de una semana en liquidar sobre la mesa ovalada del salón.

Eleuterio había encontrado en aquel juego aparentemente inofensivo, inocuo, una fuente de deleite y distracción que prefería a cualquier otra forma de esparcimiento. La necesidad de estar permanente ocupado con aquellas piezas curviformes, colocándolas en el más insospechado lugar, hallando el espacio innegociable y preciso en el que debían de ser encajadas, descubriendo en plena soledad el destino de cada una, su definitivo alojamiento, creaba en él un placer extraño que compensaba el ingente esfuerzo de su vista y las horas empleadas en la empresa. Sin embargo, aquel descubrimiento y aquel recreo, pese a su buena voluntad, le estaban alejando irremediablemente de Adela.

Habían transcurrido dos meses desde el singular hallazgo y entre los esposos no existía mayor comunicación que un cruce triste y doloso de miradas. Ella no podía soportar aquel enfermizo amor por los puzzles y él se sentía vigilado y perseguido por una mujer que no ponía un ápice de su sensibilidad en respetar su pasatiempo. Hasta aquel lunes de principios de abril en el que llamaron a la puerta en plena comida y descargaron en la entrada un enorme cajón precintado.

Durante algo más de un mes, aquel objeto fue una tortura de especulaciones para doña Adela y un panal de ansiedades para Eleuterio Ramírez. No se cruzaron ni una santa palabra pero tampoco hurgaron en heridas ajenas. Él dejó su afición y volvió a acompañarla al mercado. Paseaban por los mismos lugares pero siempre en silencio. Todo así. Hasta la mañana en que él la tomó por la cintura, la miró de frente y le espetó a los ojos aquello de «lo siento mucho Adelita, pero no te aguanto más. Me asfixio en esta casa. Puedes quedarte con todo…; suerte y que te vaya bien».

Ni siquiera la besó antes de marcharse. Cogió sus maletas, cargó con la caja del recibidor, bajó a la calle y pidió un taxi. Tardó 20 minutos en llegar e instalarse en un apartamento de alquiler en primera línea de Urbanova. Los 35 metros cuadrados de salón se ajustaban como un guante a las medidas del puzle más bello y grandioso de cuantos se habían creado sobre la tierra. Parecía que sobraban las palabras. Las 90.000 piezas de aquel prodigio de la ingeniería gráfica reproducían en 5 x 6 metros el rostro maquillado y fatal de Marilyn Monroe sobre un fondo de negro satén.

Eleuterio Ramírez, jubilado del Banco Exterior y perito en desafíos, tardó tres meses, una semana, dos días y cinco horas en realizar y concluir el más sublime rompecabezas de la historia. Cuando tenía en su mano la última pieza del puzzle, el minúsculo fragmento de un labio de Norma Jeane, se acercó hasta el teléfono y se dispuso a marcar el número de su casa. Se lo diría con toda naturalidad, como solía hacer en los momentos difíciles: «Escucha Adelita, soy yo. Todo ha sido una broma. Compréndeme. Era la única manera de realizar mi sueño. Nunca me hubieras dejado hacer algo así… Quiero que lo entiendas porque todo ha terminado. Era mi último rompecabezas. Si te parece, vuelvo esta misma noche».

Pero no llamó. Eleuterio Ramírez –don Ele para vecinos y empleados– no llegó a marcar el número de su antigua casa. En fracciones de segundo descubrió que aquellos meses en el apartamento de Urbanova habían sido los mejores de su vida; pensó incluso que Adelita había empezado a ser feliz sin él, que el mundo había entrado en un orden necesario y amable, que las cosas encajaban como nunca, que la soledad era una pieza descarriada y errante que no hallaba paisaje donde anclar ni lugar para morir, que el corazón es el espacio donde habita el olvido.


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