El año sin verano es una de las veintitrés columnas de un «antidiario» del confinamiento publicadas en el mes de mayo en Diario de León. Junto al relato fantástico La luz que no se apaga nunca forman la serie El sueño de McSorley. Esta serie es también un cuento, un monólogo teatral que interpreté en el Festival Celsius 232 de Literatura Fantástica de Avilés, entre la desescalada y los rebrotes.
La Revista Espacio 17 musas recopila ahora todos los textos de la serie El sueño de McSorley, a mitad de camino entre la literatura y el periodismo, entre la realidad y la ficción, como antesala del Curso de Creación Periodística que vamos a programar próximamente.
Una taberna de Nueva York que no ha cambiado en ciento setenta años. Una bodega del Bierzo con un ataúd junto a la barra. Una luz de emergencia en un garaje subterráneo que no se apaga nunca. Una novela sobre la Gran Hambruna que no termino de leer. El eco de las pandemias que han acechado a la humanidad. Y una serie de ruidos en el desván de mi casa durante los días del último confinamiento.
Bienvenidos a este universo paralelo.
El año sin verano
La caldera del Tambora, en las Indias Orientales Holandesas, entró en erupción el 5 de abril de 1815 y durante diez días arrojó a la atmósfera millones de toneladas de cenizas volcánicas, polvo y dióxido de azufre que redujeron la luz solar. Las temperaturas bajaron de repente varios grados. Y en los meses siguientes todo el planeta se enfrentó a un invierno muy severo y a un año sin verano. Lugares donde nunca habían visto la nieve, como México y Guatemala, más próximos al ecuador, registraron grandes nevadas. En Nueva Inglaterra tampoco llegó la primavera y un año después de la erupción, la escarcha acabó con la mayoría de las cosechas. Murieron las aves, murieron las ovejas recién esquiladas. Y los mapaches y los osos, los ciervos y los zorros, corrían sin rumbo por los campos. Nadie sabía lo que estaba pasando, cuenta William Ospina en su libro El año sin verano.
El 2 de junio, una tormenta de nieve azotó Massachusetts y dejó varios muertos. En Europa, recién salida de las guerras napoleónicas, las fuertes lluvias y las bajas temperaturas también malograron las cosechas. Hubo disturbios en el Reino Unido y en Francia. Suiza declaró la emergencia nacional. Y la hambruna se extendió por China, afectada la producción de arroz. También allí nevó en verano. El río Amarillo se desbordó y ahogó a cien mil personas. Y un huracán devastó Pekín. «La última gran crisis de supervivencia del mundo occidental», la definió el historiador John D. Post antes de esta pandemia.
Y fue ese verano de 1816, confinados durante tres días debido al mal tiempo en una mansión a orillas del lago de Ginebra, donde Lord Byron, su médico de cabecera John Polidori, su amigo Percy Shelley, la joven Mary Godwin (amante de Shelley y su futura esposa) y su hermana Claire Clairmont (amante de Byron) alumbraron en Villa Diodati el mito del vampiro y el de Frankenstein, el moderno Prometeo.
Polidori le dio forma en un relato al arquetipo del vampiro aristocrático y decadente que Bram Stoker usaría después en Drácula. Y Mary Shelley, la más creativa, imaginó la trama de su novela Frankenstein, que abriría nuevos caminos a la literatura fantástica con una alegoría sobre la soberbia de la humanidad; capaz de rivalizar con Dios y de paso despreciar las leyes de la naturaleza para crear vida y después destruirla.
Todo esto me viene a la cabeza después de leer varias entrevistas con el biólogo del CSIC Fernando Valladares, que se ha pasado el confinamiento advirtiendo de que la mejor vacuna contra las pandemias que se nos vienen encima -la del Covid-19 no será la última si no espabilamos- es la conservación del medio ambiente, de la biodiversidad y de los ecosistemas. «No hay sistema sanitario más capaz de defendernos de los virus que la naturaleza», dice. Detrás de los saltos de virus animales a la especie humana, repite, está la degradación ambiental. El Sida, el SARS, la gripe aviar, el mal de las vacas locas, el ébola, serían algo así como las bofetadas que nos da el planeta, transformado por nuestra forma de vida en un nuevo Frankenstein impredecible. Y ya sabemos por la caldera del Tambora lo terrible que puede ser la naturaleza por sí sola.
Por cierto, justo antes de esta pandemia, al año 2020 le llamaban el año sin invierno porque acabado el mes de enero, y debido al cambio climático, aún no había caído ni un copo de nieve en Helsinki ni en Oslo.
Este relato fue publicado el 12 de mayo de 2020 en el Diario de León como parte de la serie Diario de un confinado, el día 58, El año sin verano.
El texto es parte del material de trabajo para el Curso de Creación Periodística de Carlos Fidalgo en la Escuela del Espacio 17 Musas.
Te invitamos a leer otros relatos y artículos de Carlos Fidalgo en la Revista 17 Musas.