León Tolstói escribió sus impresiones sobre la guerra en la que estaba inmerso, las cuales fueron publicadas por la prensa de la época (de paso, se convertía en uno de los primeros corresponsales de guerra modernos). Pero, si en un principio sus relatos destacan el valor y el heroísmo del pueblo ruso, poco a poco van volviéndose menos patrióticos, menos coyunturales, y mucho más universales.
«¿Cómo puede uno ponerse a salvo de aquello que jamás desaparece?» Heráclito
Nadie puede escapar de lo vive dentro de sí mismo. Puede negarlo, esconderlo, intentar disfrazarlo con más o menos éxito. Pero no es posible escapar: aunque sea en forma subterránea, eso que lleva uno adentro nos acosará y exigirá un tributo. Lo hemos visto miles de veces, y volveremos a verlo.
León Tolstói es uno de los novelistas fundamentales de la Época Moderna. Un pilar de la novela decimonónica. Y también un gran defensor de la paz, enemigo absoluto de la violencia. Sin embargo, no siempre fue así: en 1854, un joven alférez Tolstói se incorporaba a la ciudad sitiada de Sebastopol junto al ejército ruso en la guerra de Crimea. El joven alférez era un patriota, y ansiaba defender a su país de los invasores.
Pero nadie puede escapar de aquello que jamás desaparece. León Tolstói escribió sus impresiones sobre la guerra en la que estaba inmerso, las cuales fueron publicadas por la prensa de la época (de paso, se convertía en uno de los primeros corresponsales de guerra modernos). Pero, si en un principio sus relatos destacan el valor y el heroísmo del pueblo ruso, poco a poco van volviéndose menos patrióticos, menos coyunturales, y mucho más universales.
Tolstói intenta escribir textos fervorosos, que inflamen al lector ruso y enciendan el amor a la patria en tiempos de conflicto. Pero termina fascinado por las personas: por los soldados, hombres sencillos y capaces de todos los sufrimientos, por los oficiales, deseosos de gloria y preocupados por su imagen ante sus pares. Por los hombres enfrentados a la muerte, que la reciben con la tonta inconsciencia de niños grandes que hubieran suspendido su capacidad de darse cuenta que se están enfrentando a la muerte, a pesar de que piensan en ella todo el tiempo.
Y sobre todo Leon Tolstói, termina impresionado por el innecesario horror, por el absurdo desperdicio de vidas humanas, en nombre de fantasías vacuas, en nombre de honores y palabras pomposas que no significan nada cuando uno está muerto. Por aquellos hombres sencillos que corren alegremente a destripar a otros hombres, que nada les han hecho en realidad. Y a partir de entonces, los envíos de Tolstói a su periódico ya no serán patrióticos ni campanudos, al punto de que los últimos relatos ya no serían publicados sino hasta bien entrado el siglo XX.
La prosa de Tolstói se toma su tiempo: no tiene interés en artificios ni fiorituras, sino que se interesa por las personas. Su objetivo es desentrañar los tipos humanos, los entresijos de las relaciones de nuestro día a día; entender a su país a través de los hombres y mujeres que lo habitan. Su prosa es sencilla y clara, y es una búsqueda personal; la búsqueda de la verdad, de averiguar quién es quién, y de qué manera las personas enfrentan su papel en la tragedia que les ha tocado, porque entender el corazón de un hombre vale lo mismo que entender al mundo entero.
Dicen, dicen, que en El sitio de Sebastopol está el germen de La guerra y la paz. Puede ser. No es ésta una obra maestra de Tolstói, ni mucho menos, pero en ella ya se leen algunas de las señas de identificación del autor: su profundidad al retratar a las personas, su amor incondicional a la verdad, su preocupación social, tanto en el terreno de los problemas de la Rusia de su tiempo, como en el terreno más vasto de los asuntos de la humanidad. Es el punto en que Tolstói comienza a convertirse en un monumento.
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