A continuación, PARTITURA PARA EL FUEGO, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad del XXVI FESTIVAL DE JAZZ UNIVERSIDAD DE SEVILLA, celebrado del 20 al 28 de octubre de 2023, recogidas en Revista 17 Musas.
28 de octubre de 2023
Los astros asoman cada vez más pronto en esta avanzadilla hacia el invierno. La calle estrecha tiene un acceso, a mitad de su extensión, que deriva a un patio interior, rodeado de galerías, que es el renombrado CICUS, todo un punto de referencia cultural en Sevilla. La calle, por la que llegaba a esa declinante hora un aforo dividido entre los que tenían entrada y los que poseían la esperanza de conseguirla a última hora en taquilla, se llama Madre de dios, y cómo no iba a ir esta deidad, esta percha con la que nací yo, Vilama, el trickster, elegantísimo con mi chaqueta y mi fular plateado, dispuesto a colarme con una sonrisa pícara, como si una etérea divinidad materna me hubiese elegido el uniforme. Bonita estampa, eh, nunca sobra un peatón acicalado con buen gusto. Otro tema es mi ausencia de madre, mi creación espontánea como trickster, pero eso ya… otro día.
Aquella tarde la gente se impacientaba por coger buen asiento, allí no cabía numeración, ya que habían trasladado el concierto desde su auditorio al patio interior, vista la climatología y el ansia viva por asistir. A pesar de los cuadrantes, yo cogí una silla y me puse en mitad del pasillo central, para que nadie estorbase mi visión. ¡Quién se atreviese a chistarme una queja! Algo en mi aura lo autodefinía sin añadido, así que estuve en paz, que es lo que me gusta, solo yo y la música que todo lo toma.
Todo se llenó, en apenas diez minutos, de espectadores y botellines que vendían en la cafetería dispuesta en el propio patio. Cuando llegaron los músicos de la ASSEJAZZ BIG BAND, el eco de los aplausos resonaban como un sonajero, pero ellos fueron a lo suyo, lo suficientemente nerviosos o profesionales para no estirar una sonrisa cómplice antes de empezar. Y se abrió la caja de ritmos, a cielo abierto, bajo un tapiz ya oscurecido, por el que se regaló música para los astros. Yo me eché sobre el respaldo, divorcié mi barbilla del fular, y disfruté del sonido que emitían sus instrumentos con trabajada facilidad mientras observaba los destellos ahí arriba. Sin duda, ese espacio abierto fue lo que evitó que se acelerara mi pulso y flaqueza, como bien saben mis lectores y psicólogas, y toleré sin ápice de ansiedad tanto acompañamiento dentro y fuera del improvisado escenario.
Javier Ortí dirigía este ejercito de intérpretes, con mucho entusiasmo y agradecimiento, como así evidenció durante la actuación, e incluso expresó en un discurso cercano al final del evento. Las cuencas de este collar musical fueron estándares de jazz, temas con cierta notoriedad dentro del género, bien predispuestos para versiones e improvisaciones. Woody Allen las hubiese incluido en sus películas (si no lo hizo ya). Creo que puedo hablar por el 99% del público cuando digo que estábamos en la gloria, ¡madre de dios!, que podría exclamarse, de puro placer (sobra decir que el 1% restante es la cuota de imbéciles e idiotas que pueblan cada muestra social). Yo, concentrado como estaba en el más allá vertical, dimensión geométrica opuesta a mis pies, extendí mis poderes como un perfume, casi sin darme cuenta, con tres efectos bien apreciables.
Para empezar hice que durante la mayor parte del show no funcionase el micrófono del director, con tal de que no me distrajese de mi momento relax. ¿Fue egoísta querer escuchar únicamente la música de estos intérpretes? ¿No habíamos venido para eso?
El segundo sucedió cuando, dichoso como me sentía, quise compartir la experiencia con mis verdaderas amigas, las palomas, y las invoqué casi desde el subconsciente, deseo abierto y generoso, que se hizo visible cuando los tejados y balcones que cercaban aquel patio se pobló progresivamente de seres plumíferos y con ojos oscuros clavados en el dorado de las tres filas de vientos-metales que disponía la ASSEJAZZ BIG BAND. «Prruh, prruh», se oía entre los aplausos de fin de tema, pues, otra cosa no, pero a educadas no les gana nadie.
Para los grandes observadores, los sensibles y enfermos del detalle, no pasó por alto el tercero de estos efectos. A medida que tocaban (solo de saxo por aquí, solo de trompeta por allá, mira qué buen trombón, pues anda que mi flauta travesera) se iban acrecentando los astros sobre nuestras cabezas, como si quisiesen asomarse al patio del CICUS a escuchar a estos samuráis de las armonías y tempos (lo mismo me da la metáfora del samurái que la del cortador profesional de jamón, ya me entiendes, todos los músicos andaron finos-finos). Quizás esto explica por qué hasta las baladas fueron luminosas. O también cómo la influencia de las estrellas provocó en una pareja al fondo del público que se levantasen a bailar entre las sombras de la galería. En cualquier caso, las estrellas casi adoptaron el rostro del meteorito exterminador, pero todo a cámara lenta. Había niños en primera fila que las señalaba, felices, por entenderlo como parte del juego (por cierto, un aplauso a los padres que llevan a sus hijos a estos conciertos, ojalá les salgan semidioses, como mínimo).
Y aquí mención especial al miembro fantasma de esta Big Band, la sonoridad no esperada por nadie. Me refiero, por supuesto, al sonido de los botellines que caen a suelo. Fue una constante, casi un tributo a la capacidad mutante y omnívora del jazz. Puede que fuese el alcohol, puede que fuese que el cielo se caía sobre nuestras cabezas, pero lo cierto fue que, persona que levantaba la vista, persona que se sobresaltaba y pateaba un botellín precariamente dispuesto. Como el suelo del CICUS es ajedrezado, yo quise entender esto como peones que caen en pleno juego. Mis amigas, emocionadas, «prruh» que te «prruh», y yo feliz, muy feliz, porque la música fue sensacional, el cielo venía a nosotros y la gente se llevaba un sustillo de mi parte de vez en cuando. Por supuesto, aclararé que mi poder no alcanza a movilizar las órbitas de las esferas celestes ni los astros, o sí, no lo sé, siempre me pareció un lío reajustar luego todo, gravedades, inercias y demás deberes que prefiero esquivar. Yo lo único que alteré, como un buen hongo de la risa, fue la percepción de los asistentes, era lógico.
Acabó el concierto con aplauso, bis y más aplausos, muchos aplausos que rompían en la agradecida sonrisa de los músicos, que ahora sí, liberados de la tensión, habían desatado para alegría de todos. A esas alturas ya había casi más pájaros que humanos, pero nadie pareció percatarse, agradecidos como estaban, por la música recibida. Aquí se cerraba el XXVI FESTIVAL DE JAZZ UNIVERSIDAD DE SEVILLA, sin duda lleno de vida, y me dejaba huérfano (una vez más) de música en directo que concentrase tanta emoción y nombres de primera clase. Pero, ¿quién sabe? Igual el año que viene paseo por este festival de una forma diferente. Igual me hago trompetista. O igual desato bandadas de palomas por la ciudad para que me avisen al instante si tres o cuatro músicos se juntan con sus instrumentos e intenciones jazzísticas. Y yo, Vilama, acudiré al encuentro, lo quieran o no. Palabra de trickster.
FINAL DE LAS CRÓNICAS LITERARIAS
DEL XXVI FESTIVAL DE JAZZ UNIVERSIDAD DE SEVILLA
Puedes consultar otros artículos del autor haciendo clic aquí