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CRÓNICA II – BATERÍA PARA ALFOMBRAS MÁGICAS – XXVI Festival de Jazz US

A continuación, PARTITURA PARA EL FUEGO, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad del XXVI FESTIVAL DE JAZZ UNIVERSIDAD DE SEVILLA, celebrado del 20 al 28 de octubre de 2023, recogidas en Revista 17 Musas.

21 de octubre de 2023


 

Las palomas no son piadosas, menos al amanecer cuando, antes de ir a buscar el sustento, vienen hasta mi ventana, la más elevada de la Giralda de Sevilla, para picotearme los dedos de los pies hasta que me levanto. Hijas del viento putrefacto, ¿acaso tengo la jeta de Prometeo? Cuando me tomo el café les perdono la vida, aunque a punto estoy siempre de convertirlas en gotas de agua y descargar un chaparrón iracundo sobre la ciudad. En el bar rebusqué en el bolsillo, en simulacro de pago, y encontré en él un folleto arrugado del XXVI FESTIVAL DE JAZZ UNIVERSIDAD DE SEVILLA. «Don Vilama, por favor, estamos orgulloso de que nos eligiera para saciar sus apetitos, aquí no le cobraremos jamás» me dice el camarero tras hacerle sufrir una preciosa alucinación en el que mis ojos eran calderos de lava en los que caía de cabeza al intentar darme la cuenta del café y la millonada que me comí en churros. No obstante, les dejo de propina un caramelito de limón, para que luego digan. Leo en el folleto que aquella mañana del sábado 21 de octubre, en la UNIA celebraría un concierto del CORO DE VOCES DE ASSEJAZZ en homenaje a Nina Simone bajo el título «The Spirit of Nina». Allá que me planto, sin mirar mi agenda, los días de un dios son bastante ociosos.

El antiguo Monasterio de La Cartuja está situado a las afueras de la ciudad, donde el silencio reina y pude disfrutar de un sol otoñal que invitaba al paseo. Aquel edificio, que recoge el Centro de Arte Contemporáneo y la sede de la Universidad Internacional de Andalucia (UNIA), me parecía anclado en otro tiempo. Igual paseé por aquí en el siglo de su fundación, que creo recordar que fue el XIV, aunque todo estaría más bien lleno de capillitas. Ahora el panorama era otro cantar, nunca mejor dicho. Un patio interior, abierto a un sol tímido, estaba dispuesto con un gran número de sillas frente a un escenario. A un extremo del mismo, ya habían desplegado una batería Gretsch y un piano Kawai, al que se sumaría un bajo eléctrico Warwick. ¿Qué quieres? Pillé asiento en primera fila, impaciente, había llegado con antelación, impaciente, empecé a observar cada detalle, IMPACIENTE. Cuando el público se asentó desfilaron las veintitrés coralistas, dos de ellos hombres-gorra (los llamaré así, me pareció curioso que, para dos hombres que había en el coro, ambos las llevasen). La directora, Natalia Ruciero, era todo entusiasmo y cachondeito, lo cual agradecí profundamente, y nos condujo por un resumen de su biografía a través de sus canciones. Sonaron tan bien, me hipnotizaron tanto, que apenas me dio tiempo a molestar… Un lapsus de canción por aquí, un crepitar del bajo en la primera canción, una cáscara de plátano en el suelo para que saliese en todas las fotos del coro… Poca cosa, la verdad. Hacía una mañana perfecta y tras el concierto busqué algo gratis de beber en el bar de allí y me quedé tumbado en el césped hasta que tuve que moverme para cumplir con las propuestas del Festival.

De nuevo en la sede de Assejazz, volvía a disfrutar de una sesión doble de alto nivel. El primer turno era para NATANIEL EDELMAN TRIO, con la participación de Michael Formanek al contrabajo y el saxo alto de Michaël Attias, con los que presentaba su último disco, Un ruido en el agua, estrenado justo el día anterior, lo traían calentito.

Fue un concierto en el que estaban muy concentrados en sus partituras y se permitían poca interacción, tanto entre ellos como con el público. En ese sentido, no me despegué de forma plena de la consciencia de pasividad, supongo que sabes a lo que me refiero. Por ello me distraje desafinando un poco la primera cuerda del contrabajo, pero el aquel maestro lo corregía sin dejar de tocar, qué percepción. Casi todos los temas eran suaves, delicados con interrupciones para temas más abstractos en los que los instrumentos dialogaban en sobreexposición que rozaba la cacofonía, al menos me lo pareció, en contraste a las otras interpretaciones. Pero yo fui feliz viendo cómo bailaba Attias, esa alternancia de pisadas, como si el suelo ardiese. Hubo un momento en el que Nataniel, frente al piano, tocaba como si esquiase balas, en plena interpretación interior de lo que la música imponía. Destacaré un tema que me gustó mucho: «Canción del vino» en el que puedes seguir perfectamente los tropiezos, retrocesos, enfados y paces de un borracho de vuelta a casa. O esa es la película instrumental que yo imaginé.

Pausa, corred a por cervezas, la tortilla, ¡la tortilla!, y comenzó el segundo round, esta vez a manos del BILL MCHENRY QUARTET. Este saxofonista que ha destacado en la escena de Nueva York, Maine y Barcelona, completó aquí su cuarteto con grandes músicos como Rafa Torres al contrabajo y Lucía Martínez a la batería, así como a la aquí repetidora Marta Sánchez al piano, que a la que esta vez no tiré ni una de sus partituras.

McHenry se enfundó sus gafas de sol moradas, marcó el ritmo a base de chasquido de dedos y todo comenzó como una locomotora cuya energía se repartía en todas direcciones y con una fuerza extraordinaria. Era tal la intensidad que la cristalicé como una luz intensa que, sin tener foco definido, cegaba de forma omnipresente para todos los presentes. De hecho, en la mayor parte de los temas, hubo largos minutajes en los que los cuatro músicos tocaban a toda velocidad con los ojos cerrados y el resto de sentidos afinadísimos. Fue preciosa la canción llamada «Alfombra mágica», fiel representación de ceguera confiada a la que me refiero. No obstante, y a pesar de la fuente de talento que emanaba de cada uno de aquellos músicos que se dejaron la piel en ofrecer un concierto de altura mayúscula, es decir, DE ALTURA, repito, a pesar de todo, la luz cegadora, la telepatía de párpados sellados y los grandes momentos, si hubo algo más mágico aún que una potencial alfombra voladora era el talento y creatividad  indiscutible de Lucía Martínez a la batería.

Usaba todo el set de artilugios y detalles sonoros que había instalado (y decorado) su propio instrumento, cambiaba las baquetas por tubos de plástico blando o, incluso, golpeaba los platillos con sus propios puños, cantaba casi para sí, para sumar melodías, repartía golpes en abanico de técnicas propias del estudio y el juego, sin duda, Lucía Martínez, maravilla superior e indómita de la percusión, empleó sus infinitos recursos, más que como ejercicio exhibicionista, para autocomplacerse. Era imposible dejar de observarla atacar cada tema, desde aquí quiero felicitarla especialmente (como si fuese a leer mis diarios terapéuticos…). De hecho, el propio cuarteto creó una frecuencia acústica que secuestró el aforo de Assejazz con tanta eficiencia como generosidad. Estuve tan impresionado tras aquel concierto que me miré los pies, desconfiado, por si allí estuviesen las traicioneras palomas dispuestas a sacarme del sueño a picotazos.


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