Ahora mismo es un tiempo especialmente fértil para la conspiranoia: existe una amenaza nueva, a la que jamás nos habíamos enfrentado a esta escala, y distintos líderes proponiendo estrategias, sin que sepamos con total certeza si las decisiones que tomamos son las mejores de verdad.
Siempre es divertido imaginarse los entresijos del poder. Soñar con ser testigo de reuniones secretas, de órdenes entregadas bajo siete sellos, de estrategias enmarañadas, intrigas y traiciones. Siempre es un ejercicio fascinante suponer cómo se verá el poder cuando nadie lo está mirando, en chancletas y bata de dormir. ¿Será tan lindo como se ve en la tele? ¿O tan feo como sospechamos a veces? ¿O será simplemente un vejete cansado, irresponsable, incapaz de manejar todo lo que antes prometió alegremente?
Sin embargo, ahora mismo es un tiempo especialmente fértil para la conspiranoia: existe una amenaza nueva, a la que jamás nos habíamos enfrentado a esta escala, y distintos líderes proponiendo estrategias, sin que sepamos con total certeza si las decisiones que tomamos son las mejores de verdad.
Estamos dirigidos por Gobiernos que tratan de demostrar seguridad, y piden nuestra confianza y obediencia en sus medidas, planes y propuestas que pueden salir mal. Y cabe sospechar que, bajo cuerda, hay muchas cosas que no nos dicen: que bajo la fachada técnica y aséptica de sus decisiones se ocultan también la codicia, el ansia de poder y la incompetencia. Y, todavía más, algunos sospechan que todo eso que se nos oculta es un plan concertado, desde el principio, para obtener oscuros beneficios en favor de un grupo de iluminados que se reúnen en catacumbas secretas.
Hay incluso libros sobre eso. Investigaciones que acuden a twitter, a declaraciones oficiales interpretadas con mala intención, a documentos secretos obtenidos por medios oscuros y a la simple especulación. Quizá el mejor ejemplo, en nuestro idioma, sea La verdad de la Pandemia, de Cristina Martín Jiménez.
En él, la autora defiende una tesis ambiciosísima: la crisis sanitaria desatada por el COVID-19 no es sino una de las fases finales de la guerra que una minoría ultrapoderosa ha declarado a toda la humanidad, con el fin de apoderarse de nuestros recursos, voluntades y capacidad de decisión, y construir un mundo a su antojo, con un Gobierno Mundial y una cultura, economía, religión y política a su medida. Nada menos.
Para atreverse a tanto, Cristina Martín Jimenez nos regala una cadena de hechos reales, a los que atribuye una interpretación propia sobre las motivaciones de las personas: por ejemplo, cuando habla del concepto de Desarrollo Sustentable, defendido por la ONU, repara en que su lema es «Juntos más fuertes», que se parece sospechosamente al de un documento de la Fundación Rockefeller, y a otros que han aparecido durante la pandemia del COVID, que llaman a la unidad. Esto (evidentemente) sería prueba de que los objetivos de Desarrollo Sustentable propuestos por la ONU son parte de un plan de dominación mundial que involucra a la familia Rockefeller. Obvio, ¿no?
De este modo, con una cuestionabilísima metodología de investigación (al final del libro tiene el descaro de no incluir una bibliografía completa ¡porque son muchas fuentes!) con innumerables suposiciones y coincidencias que siempre son leídas a favor de la tesis propuesta por la autora, consigue ser capaz de elaborar un relato posible, coherente, pero que no es capaz de probar. Y ni falta que le hace: así, acumulando datos que podrían coincidir -o no- y presentándolos como pruebas irrefutables, se forra en billetes cada vez que publica un libro.
Y bien, la pregunta evidente es por qué se encumbran al éxito libros como éste –y una corriente de pensamiento, o de falta de pensamiento quizá- tan pesimista y mal construido, que razona erróneamente y nos dice que somos esclavos y nos quieren quitar la alegría, la vida y el amor (Cristina Martín se atreve a decir que las medidas de distanciamiento social son una forma de impedir el amor, para que al no abrazarnos «nuestro sistema inmunológico enferme de tristeza»). Sospecho que estas peregrinas propuestas tienen éxito por varios factores:
Primero, son fáciles de entender. Incluso, más que fáciles, son concretas. Nos pintan un enemigo visible, al que podemos dibujar: Bill Gates, el club de los superricos, Obama, gente con nombre y apellido. Y siempre es más tranquilizador poder nombrar a nuestros enemigos antes que hacer el esfuerzo intelectual y de imaginación que enfrentarnos a causas impersonales del mal. Tener un monstruo al frente es más tranquilizador (y moviliza más a las personas) que intentar comprender la realidad. Y eso lo sabía Torquemada lo mismo que José Mourinho.
En segundo lugar, la conspiranoia entronca fácilmente con el conservadurismo, e incluso con el fascismo. El desprecio por la inteligencia y por el conocimiento, unido al retorno a un mundo de paz, en el que no teníamos los terribles conflictos de los que hablan estos empingorotados de la Unión Europea, la ONU y Sillicon Valley, como si se creyeran especiales, nos hace preferir líderes de palabra simple y acciones concretas y visibles, como Trump, Bolsonaro o Miguel Bosé.
A veces preferimos confiar en los Machos Alfa enérgicos y decididos, antes que en estos dudosos multilateralistas que creen que las cosas se pueden resolver en mesas de negociaciones. Y que, además, defienden atrocidades como el calentamiento global, la ecología o el empoderamiento femenino (que, como sabemos, consiste en promover el cambio de sexo a temprana edad y el aborto como medida eugenésica).
Y, por último, creo que el tercer motivo del éxito de este tipo de libros radica en algo muy simple y básico: nos permite creer que tenemos razón, y que los demás están equivocados. Cuando creemos en una conspiranoia, somos los iluminados, los listos, los que vieron la luz. Y los demás, por defecto, se convierten en estúpidos y en borregos.
Esto último es tan propio del redneck que sale a pedir su derecho a cortarse el pelo en Oregon como del estudiante de sociología que acaba de leerse a Naomi Klein y siente que tiene en sus manos la clave del futuro. Con una diferencia, eso sí: en La verdad de la pandemia no encontraremos ninguna solución colectiva, que pase por organizarnos ni por generar un modelo de sociedad sensata y realizable.
La solución que nos ofrece Cristina Martín consiste en ver la luz, creerle a ella y a otros como ella, protestar en redes sociales y promover la verdad (y promover sus libros). Debemos, dice, defender la libertad, protestando, haciendo sentir nuestra voz. Una solución que promueve una articulación mínima entre las personas, y que incluso se puede realizar por Twitter.
Por último, y con esto termino, me temo que la conspiranoia no puede darnos una gran novela de ciencia ficción. Pero podría: podría si no se tomara tan en serio a sí misma, si tuviera un espíritu juguetón, paródico. En lugar de eso, eligen una gravedad impostada, eligen ser el hombrecito engolado del que nos hablaba Juan de Mairena, ese que está pidiendo un buen puntapié en la espinilla, y es él mismo quien tendría que dárselo.
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