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CLÁSICA TRAGEDIA DESDE EL HUMOR – Fernanda Orazi

A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionadas con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.


 

CRÓNICA XXI: “ELECTRA” – Fernanda Orazi

 
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO

 

27 de enero de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Los clásicos nos encontramos siempre en el camino. Somos ajenos al tiempo, ese plano físico no ata nuestras palabras, arrojadas a los ojos y oídos de quienes se aproximan. (Ya me incluyo como entidad clásica, ¿leíste? Qué poca humildad me reconozco…). El agua es un clásico, podríamos decir, siempre acompaña a la vida, la refleja, la alimenta y limpia de impurezas.  Cuando en esta ocasión la oí correr, sentí su llamada, el murmullo alegre de los ríos, y dejé mi estado latente para materializarme de nuevo en 2024, el siglo XXI, el presente de unos pocos, el futuro de muchos. Y, para ser bastante más concreto, con un grado de detalle cuasigrotesco, debo confesar que aparecí en los baños masculinos del Teatro Central, junto a una cisterna en funcionamiento. Y, por suerte, olía a lavanda.

Me costó salir de allí, pues me topé con una enorme fila de asistentes que hormigueaba frente a la misma puerta, a expensas de que abriesen el paso por las escaleras y les llevasen a la Sala B, destinada a acoger, según leí en la entrada que asomaba de la mano de una mujer distraída con su móvil, una versión de un clásico que conocía bastante bien: ELECTRA, reinterpretado aquí bajo la óptica creativa de FERNANDA ORAZI.

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Estuve muy emocionado por ver una obra de mi época, si no recuerdo mal es del 418 antes de esta época, échale 2.400 años en dirección opuesta al presente, por redondear. Recuerdo a un templado Sófocles puliendo detalles, con la certeza de que sería una de sus mejores obras, dándole todo el protagonismo a los actores. No vacilaba nada… Me decía: «Aristófocles, compañero, abandona el coro, céntrate en el individuo. Sé moderno». A lo que yo le solía responder: «Te apesta el aliento, compañero. Aséate», porque me daba coraje, él tenía razón, una mente brillante y reconocimiento popular, y yo…. Bueno, ahora me avergüenzo de mi envidia, propia de la juventud, le reconozco como un maestro (aunque algo sí que le olía la boca).

Una vez en sala me sorprendió la disposición de asientos a cada lado del escenario, apenas cuatro filas, más allá de la grada frontal habitual. El aforo casi se llenó plenamente, y algunos asientos, reservados ante cualquier ocupación, fueron ocupados por los actores que, cuando se minimizaron las luces, entraron y tomaron posiciones como un espectador más. Y entonces comenzó la obra. Nos encontramos en escena, progresivamente, con un elenco actoral de cuatro personas que con una seriedad física dan jaque a la carga dramática mediante el discurso, que más allá de lo que se narra, su forma (y sus silencios) provocan un balanceo humorístico que convence desde el primer momento.

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Recursos como la repetición, la entonación de profunda reflexión para contar evidencias, las interferencias modernas antes de continuar con un discurso propio de su época clásica, e incluso la parodia de sus mismas palabras y gritos de dolor. No se malinterprete mis palabras, no es tan sencillo como poner tonitos de voz para levantar ironías, hay un intenso trabajo sobre la forma de decir las cosas y los tempos para incluirlas. Esto funciona porque tiene un ritmo propio, que a veces va muy rápido (tan sólo hay que fijarse en cómo arranca Orestes cuando toma la palabra, interpretado aquí por Juan Paños, que maneja como nadie la velocidad escénica) y otras se estira como los puntos suspensivos… que resultan en cierre de frase.

Sin perder de vista la oralidad, el punto fuerte de la propuesta escénica, sin duda, quiero destacar un recurso que me impresionó bastante: La simulación de coro. Un coro distinto, casi como un conglomerado de voces-ecos mentales, especialmente alrededor de la figura de Electra (aquí revivido por una enérgica Leticia Etala). Pero, al fin y al cabo, ejercicio coral (¿ahora qué, Sófocles?). A veces, para provocar la confusión mental o la cólera o incluso las dudas de un personaje, mientras un actor estaba en escena, los otros, desde sus sillas entre el público, murmuraban, cada uno a su tempo, frases y reflexiones que podían encontrar su eco en el distinto ritmo simultáneo de otro de sus compañeros o tener entidad propia. Es como si… antes de lo previsto… una frase acabara antes… si me explico… lo previsto… una frase… no sé si… acabara antes de lo previsto… no sé si me explico. Una partitura muy divertida dentro de la confusión, un juego sonoro que multiplica presencias.

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Aunque si hablamos de humor, el público reconoció el que sería uno de los pesos pesados de esta obra, me refiero a Javier Ballesteros que da vida a un contenido pero inmenso Pedagogo. Esa pausada interpretación, siempre al borde de la manipulación y la indiferencia, hace que sus intervenciones sean caricaturescas en el mejor de los sentidos, basta con ver al inicio cómo deja la mano sobre la nuca de Orestes y mira al público con una media sonrisa inquietante. Consiguió que, a cada intervención, el público se entregara en risas. Mérito que debe reconocérsele.

En equilibrio opuesto, la mayor carga dramática, está en manos de las actrices de esta obra, la mencionada Leticia Etala, como una hija desesperada y a un paso del brote psicótico, torturada por sus males del pasado y presente, en concreto, por una poderosísima Carmen Angulo como dos personajes intermitentes en la obra, Crisótemis, hermana de Electra, y Clitemestra, madre de Orestes y Electra, dos papeles que borda, con una clara predominancia en el papel controlador y feroz de reina Clitemestra, el enemigo a batir.

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«Yo estoy muerto pero sólo en las palabras» dice Orestes y no pude estar más de acuerdo, siendo un eidôlon dramaturgo. Aunque también dice aquello de «el destino de todos los hombres es morir» y ahí, por los mismos motivos, podría discutirlo. De hecho, podría incluso, alinearme con la Clitemestra que se niega a morir y que tiene que escuchar cómo su hijo le dice «venga, mamá, te toca morirte», conminándola a que salga de escena voluntariamente, sin ápice de violencia. Pero los clásicos viven fuera del tiempo, repito, subrayo, fuera del tiempo. Eso lo sabe Orazi, como lo intuye el público. Un clásico no muere, ni siquiera, en las palabras.


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