A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA IV: “IL CIMENTO DELL’ARMONIA E DELL’INVENTIONE” – Anne Teresa De Keersmaeker, Radouan Mriziga, Amandine Beyer/Rosas, A7LA5, Gli Incogniti
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
21 de diciembre de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
En la postvida tengo un estudio, algo sencillo, apenas una silla, una mesa, una pila de libros y una bombilla que nunca se apaga. Algún día hablaré acerca de esa lágrima de luz inapagable, ni requiero lámpara, me fascina… pero lo que importa es que me permite escribir de cuándo en cuándo, si necesito poner las ideas en orden y continuar mi tarea principal: crear el Teatro Definitivo. Para eso asisto a tantísimas obras a lo largo del espacio-tiempo, ventajas de ser un eidôlon. Ahora, es decir, estos días, es decir, en algún punto fuera del tiempo, he descubierto que mientras estoy entregado a la escritura no me materializo en ninguna época, todo un drama. Yo escribía y escribía pensando en que «ya me tocaría viajar», sin saber que me autosaboteaba, el palo entre los radios de la rueda. Fue terminar un último párrafo y ¡BLIAMPF! (lo más parecido al sonido de la teletransportación que practico), aparecí en el vestíbulo del Teatro Central al instante.
El público ya se arremolinaba cerca de la cafetería, la mayoría lejos de la terraza, ya que era patente el frío de la noche al otro lado del cristal. Acudí a una de las mesas para leer uno de esos folletos informativos, qué tocaba esa noche que tanta gente congregaba, y leí, transcribo aquí sin exageración intermedia, lo siguiente: “IL CIMENTO DELL’ARMONIA E DELL’INVENTIONE” – Anne Teresa De Keersmaeker, Radouan Mriziga, Amandine Beyer/Rosas, A7LA5, Gli Incogniti. Lo sé, lo sé, pero es tal cual. Que por cierto, rápidamente recordé que este mismo 2024 había tenido la oportunidad de ver otra obra de esta creadora, y algunos integrantes volvería a tenerlos en escena la presente noche. Por otra parte, el título me sonaba y mucho, porque no han sido pocas las veces que algunos artistas han interpretado Las cuatro estaciones de Antonio Vivaldi, así que la curiosidad ya estaba prendida en mí. También aprecié dos datos importantes en aquel panfleto: veríamos un espectáculo de danza con música en directo que era estreno en España (todo un lujo); y, por otro lado, que estábamos a diciembre y que llevaba un mes y pico desaparecido de los teatros sevillanos que tanto admiro (no puede ser). El secuestro de la realidad es el único delito lícito en el mundo del Arte.
Una vez entramos a sala me sorprendió gratamente ver el foso dispuesto para una mínima orquesta de ocho músicos, reminiscencias de mi Grecia Antigua. El aforo estuvo casi lleno en su ocupación, algunos comentaban que sería la última obra del año, debían cerrar con algo elevado. Aplausos y entró Gli Incogniti, la orquesta. Por todo lo que aconteció durante la hora y media siguiente, me gustaría nombrar a su directora y violín solista, una intérprete impecable, Amandine Beyer, quien condujo a su orquesta a un sonido excelente y lleno de pasión, y además vestía una suerte de vestido oscuro con dibujos de pájaros blancos, elemento que conectaría de forma directísima con el final del espectáculo y sus bailarines, pero no me adelantaré a los hechos.
Comenzó la obra en la oscuridad, intervenida por una luz roja potente, desde los cielos, a la espalda del público. Luego el protagonismo fue pasando por tubos led blancos, dispuestos en el fondo y laterales del escenario, y casi pensé en código morse, mensajes secretos, confesiones de luz que cegaban a un público expectante. Salieron los cuatro intérpretes bajo aquella luz roja, pero sólo uno tomó el centro y protagonismo, Boštjan Antončič. Arrancó en silencio (algo que se definiría como distintivo de la obra de forma cíclica), con movimientos dispares, como ráfagas de imágenes, gestos explosivos en los que se ejecutaban, se frenaban en seco y se continuaban en otro sentido, todo en un largo fluir para ir generando una especie de familiaridad con aquellas acciones, un lenguaje corporal propio. Todo bañado en aquella luz roja, que más tarde maduraría anaranjada. Sólo se oyó los sonidos del bailarín, los involuntarios del movimiento y los emitidos para complementar la intención artística, como imitaciones de animales y silbidos. Tras un lento preludio así, se iluminó al fondo un vocablo «AUTUNNO», en ese italiano de Vivaldi, y se sumaron los músicos con calma y una expresión muy bella.
Fue ganando libertad de movimientos nuestro bailarín para acelerar y ralentizarse con seriedad y fuerza por el espacio escénico. Su ropa, airada, deportiva, calzonas de boxeador, camiseta semitransparente, definía un lenguaje gimnástico y contemporáneo para la obra, y así se exponían el resto de artistas, Nassim Baddag, Lav Crnčević y José Paulo dos Santos, que poco tardaron en sumarse a la escena, tras el silencio de la orquesta. La comunicación por proximidad entre ellos, la relajada formaciones geométricas que generaban, la cadencia de movimientos independientes sin miedo a pasar a sincronías de grupo fue el idioma de la danza que se desarrolló esa noche. Todo combinaba con esos elementos: Silencios absolutos en los que bailar o volar como pájaros, intervenciones apasionantes de la orquesta con el repertorio de Vivaldi de forma cíclica, movimiento continuo de los bailarines de forma asimétrica pero con encuentros sincrónicos como grupo, y una coreografía en la que abunda la explosividad gestual y los cambios de tempo. Un desarrollo complicado que desenvolvieron con soltura, casi con naturalidad desenfadada. Yo, por mi parte, no podía dejar de mirarles los gemelos, qué piernas, que resistencia física, ¡yo hago quince minutos de su obra y me deshilacho como un espantapájaros castigado por los elementos!
Esta estructura se desenvolvería durante la hora siguiente con un simulado paso del tiempo entre un juego de luces, las propias estaciones de Vivaldi desde el foso y esos letreros al fondo que continuaron al otoño con «INVERNO, PRIMAVERA, ESTATE, AUTUNNO, INVERNO». Debo reconocer que hubo gente entre el público que no aceptó el juego, decidieron marcharse, alguno incluso zapateando de forma molesta, pero fueron muy pocos y siempre pensé, una vez cerraron la puerta, que justo se habían perdido lo mejor. Los cambios de vestuario, los solos de danza o al violín, o los momentos en los que los cuatro bailarines se sincronizaban para moverse formando en el suelo los símbolos de infinitos, paralelos entre sí, durante largos minutos, cosa que entendí como un regalo pasivo, para que el público centrara toda su atención a lo que ocurría en el foso, aquella música tan luminosa que se irradiaba.
Uno de los bailarines sobresalía con su evidente formación clásica, mientras que otro exhibía sin miramientos una entrega absoluta al breakdance. Agradecí esos contrastes, ello facilitaba más la narración de historias que pudieran transmitir o que tu mente pudiera generar si se entregaba al juego, a la dicha de lo posible si los contornos se rompen entre aquellos giros y esfuerzos de los cuerpos implicados en la danza. Dejé de ver lo evidente, vi autómatas incansables en su búsqueda de la belleza nómada, aves silentes ávidas de libertad, notas musicales que escapaban de la carcasa de aquellas articulaciones de carne y hueso. Nada es verdad, todo está permitido, la voz de Vivaldi era embargada de su silencio de siglos para discutirla con los sentidos en el ahora del escenario. En definitiva, llegaba a ser hipnotizantes por momentos, muchos de los asistentes estaban inclinados hacia delante, presas del enfoque.
Tras invocar formas de cazadores y animales salvajes, de geometrías implacables, de atrayentes electrones con síndrome de dependencia que juntos generaban luminosidad en la penumbra de la escena, llegó el momento en el que los bailarines tomaron de percheros dispuestos en los laterales del escenario camisas semitransparentes con dibujos de pájaros blancos y marrones que les envestían como criatura etéreas dispuestas a surcar el aire desde el movimiento rítmico, unidos ahora sí con la directora y violín solista, Amandine Beyer. Vivaldi era la excusa, la actuación lo inevitable. Los aplausos más que merecidos al cerrar ese año y pico de armonía e invención.
«I’m waiting for the sun, I’m waiting for the spring» llegaba a decir una voz en off femenina al final de la obra, que repartió un breve discurso o poema, mientras llegaba el final de la obra. Se hizo la oscuridad y cuando llegaba el aplauso masivo a todos los que hicieron posible la experiencia me fui desvaneciendo, de vuelta a mi sala de espera al margen del tiempo, feliz de cerrar el año en el Teatro Central de Sevilla, y con la certeza de que, algo más tarde, estaría bailando en la intimidad, creyéndome uno más aquella noche, siempre joven de espíritu, de eidôlon, a pesar de mis veinticuatro siglos, livianos como los casi trescientos años que acumula la música de Antonio Vivaldi.
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